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LECTURA ESPIRITUAL
Sacado del n. 01/02 - 2011

don Luigi Giussani (15 de octubre de 1922 - 22 de febrero de 2005)  
recuerdo en el sexto aniversario de su muerte

El milagro de san José


«El último miércoles de aquel mes de octubre el padre Motta, nuestro padre espiritual, nos dijo al final de su pequeña meditación matutina que en la piedad cristiana el miércoles era el día reservado para la devoción a san José, que tenía una gran tarea en la Iglesia, así que podíamos dirigirnos a él con toda confianza, en primer lugar porque era el protector de la buena muerte y en segundo lugar porque hacía milagros».
Un fragmento de don Luigi Giussani


por don Luigi Giussani


Luigi Giussani, en el centro de la foto, con sus compañeros de clase en el seminario de Venegono [© Archivio CL]

Luigi Giussani, en el centro de la foto, con sus compañeros de clase en el seminario de Venegono [© Archivio CL]

 

«Cuando en primero de bachillerato volví al seminario de Venegono después de las vacaciones de verano, pasé el primer mes, el mes de octubre, muy melancólico. En el fondo era porque me había ido de casa, pero cuando se está tan lleno de tristeza siempre se busca, y se encuentra, un pretexto, una coartada para no echar la culpa a nuestra propia debilidad. Y mi coartada era que no me llegaba el diccionario de griego de Gemoll. Mi madre me lo había enviado a primeros de octubre, pero pasaban los días y el Gemoll no me llegaba. Y era un fastidio, porque para hacer los ejercicios en clase siempre tenía que pedirle el diccionario a mi compañero, lo cual era muy molesto para mi amigo y también para mí.
El último miércoles de aquel mes de octubre el padre Motta, nuestro padre espiritual, nos dijo al final de su pequeña meditación matutina que en la piedad cristiana el miércoles era el día reservado para la devoción a san José, que tenía una gran tarea en la Iglesia, así que podíamos dirigirnos a él con toda confianza, en primer lugar porque era el protector de la buena muerte y en segundo lugar porque hacía milagros. En aquel instante, a las siete de la mañana, dije: “Hoy llega el Gemoll”. Y recuerdo que en el desayuno y en el recreo de después todos mis compañeros me preguntaban: “Pero ¿qué te ha pasado?”, porque me había cambiado la cara, estaba distinto de como me habían visto aquel mes, había recuperado mi buen humor. Y cada vez que me preguntaban, respondía: “Hoy me llega el Gemoll”.
Era 1938, y entonces el correo llegaba a todas partes una vez al día. El momento de distribuir el correo en el seminario era el mediodía: el vicerrector venía con un gran paquete al refectorio (donde estábamos trescientos comiendo) y distribuía a cada uno su correo; era un momento del día muy esperado, casi igual que para los militares. Yo estaba completamente tranquilo: “Hoy me llega el Gemoll”, pero mi Gemoll no había llegado. Sin embargo, estaba seguro de que me iba a llegar. En aquella época, en algunas raras ocasiones, también llegaba el correo por la tarde, y entonces el vicerrector repetía el reparto por la noche durante la cena. Aquella noche hubo correo. Pero mi Gemoll no había llegado. Eran las ocho de la tarde. Después de la cena había una hora de juego, de recreo, y después, desde las nueve y media hasta las diez y media, una hora de estudio; a las diez y media sonaba la última campana, se rezaban las oraciones de la noche y nos íbamos a la cama. Estudiábamos en un aula grande, y estábamos allí unos ochenta, cada uno en su pupitre. A las diez y media suena la campana del final del día: en ese instante entra una persona por el fondo del aula y se dirige al prefecto con un paquete. Yo les dije con fuerza a mis compañeros: “Es mi Gemoll”. ¡Era mi Gemoll!
Evidentemente este hecho podía no decir nada a otros, pero a mí me decía mucho.
He contado este episodio para insistir en la segunda acepción de la palabra “milagro”: ciertos acontecimientos que remiten a una persona concreta a Dios y que, al remitirle a ella, remite también a su prójimo, a quien está cerca de ella.
La grandeza de Dios se ve justamente en la familiaridad con la que vive con el hombre, en la vida del hombre».

 

 

(Sacado de: Luigi Giussani, Por qué la Iglesia, Ediciones Encuentro, Madrid, 2004, pp. 279-280)



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