MILÁN. Ciento treinta y cinco obras para las nuevas iglesias
Libres y sencillas.
Las iglesias según Montini
Eran los años de la gran inmigración. Recién nombrado obispo de Milán, Montini llamó a los arquitectos más importantes de la época para la construcción de las nuevas iglesias. Con valor y devoción
por Giuseppe Frangi
Giovanni Battista Montini durante la colocación de la primera piedra de la iglesia de San Miguel Arcángel en Mater Dei, en la zona de la avenida Monza, Milán, en 1961
Aquel 6 de enero de 1955 era un día frío y lluvioso. Era la fecha establecida para el ingreso del nuevo arzobispo de Milán en la ciudad. A pesar de las condiciones del tiempo, Giovanni Battista Montini quiso hacer el trayecto hasta la Catedral en coche descubierto, para recibir el saludo de sus fieles. Un momento que el arzobispo recordaría con precisión mucho tiempo después: «Cuando, hace ya casi siete años, atravesando los umbrales de la diócesis, pisábamos esta tierra bendita, nos inclinamos –estaba fría y mojada– para besarla; todavía hoy la caridad de aquel beso quiere estar en nuestra fatiga». Siete años después. Era el 12 de noviembre de 1961 y Montini cerraba así el discurso con que lanzaba a su diócesis en la empresa de construir en pocos años otras 22 iglesias nuevas. «Milán crece, crece; continuamente, rápidamente, más allá de las previsiones, más allá de nuestra ya tensa y doliente posibilidad de igualar con la debida proporción la asistencia pastoral a las necesidades de los nuevos barrios…», les explicaba a los fieles.
Solo el año anterior habían llegado desde las regiones del sur 60.000 personas, que se habían ido alojando “en nuevas y crecientes zonas habitadas”. Crecían y se multiplicaban los edificios, se ampliaban las calles, pero para el obispo aquella nueva Milán corría el riesgo de ser un desierto en el que los hombres estaban abandonados a sí mismos. La premura de Montini es simplemente la del pastor hacia sus fieles, no hay ansia de garantizarse la hegemonía “cultural” en los nuevos barrios: «Sentimos el deber de concurrir sin cansarnos ni lamentarnos, con civil y cristiana solidaridad, al desarrollo excepcional de nuestra metrópolis, ofreciéndole la asistencia religiosa y moral de muchas nuevas parroquias». Luego una observación amarga: «Sí, habríamos deseado que Milán, desde sus históricas y grandes parroquias y desde su corazón cristiano y sensible, prestara más empeño y abundante socorro; y también habríamos creído que Milán, grande y rica, favorecida ahora por una feliz coyuntura económica, hiciera más expedito y alegre nuestro camino». Pero no había sido así: la fatiga de encontrar los recursos y de poner a punto aquel vasto plan había caído toda sobre sus espaldas: «Pero no lamentaremos el trabajar haciendo de nuestra pobreza tema de confianza en la Providencia y en los hombres que son sus ministros».
Durante sus ocho años y medio en Milán, Montini comenzó, y en gran parte terminó, 135 iglesias en toda la diócesis. Una estrategia comenzada por su predecesor, el cardenal Schuster, y que el futuro Papa persiguió sintiendo toda la urgencia de aquel momento histórico. La Iglesia abría una nueva tierra de misión en estos nuevos e inmensos conglomerados que surgían en los márgenes de la ciudad. Era un recorrido duro porque, antes de encontrar los medios para construir las nuevas iglesias, los párrocos vivían acampados, a veces en condiciones peores que sus fieles. «Yo estoy orgulloso de vosotros», les dijo Montini en 1962, «orgulloso de tener sacerdotes que aceptan la vida pastoral en vuestras condiciones, que toman por honor que se les mande a lo desconocido, con responsabilidades formidables, sin medios, casi mendigos en alojamientos provisionales y sin comodidades. Estos días los recordaréis cuando tengáis vuestra iglesia y la parroquia esté formada. Esta es vuestra suerte: podréis crear libremente vuestra parroquia, dando importancia a lo que es esencial en la vida religiosa: el dogma».
En aquel adverbio “libremente” está todo el enfoque de Montini al desafío de las nuevas iglesias. En la Milán en la que por aquellos años actuaban algunos de los mayores talentos de la arquitectura europea, el arzobispo decide darles crédito y confiarles algunos proyectos importantes. Montini, en fin de cuentas, a diferencia de su predecesor, optaba por abrirse a la modernidad. Sus expectativas eran altas: «El arte se acerca a las obras. Este asomarse del arte a los umbrales de nuestras obras está lleno de emociones». Pero también estaban claras sus recomendaciones: «Queremos presentar una arquitectura libre en la inspiración moderna, pero contenida en una sana democracia edilicia: no es momento de hacer monumentos, mosaicos, decoraciones costosas. Es el momento de salvar con construcciones sencillas la fe de nuestro pueblo» (1961).
El primer edificio consagrado por Montini un año después de su entrada en la ciudad parece proponerse como encarnación de estas recomendaciones suyas. La iglesia de la Virgen de los Pobres, en el corazón de un nuevo barrio obrero cerca de Baggio, se encargó a la pareja de arquitectos Luigi Figini y Gino Pollini, que se habían hecho famosos en el mundo por los establecimientos Olivetti en Ivrea y por todos los asentamientos paralelos, desde las casas para los empleados a las guarderías. Figini y Pollino eran herederos del racionalismo italiano y para la Virgen de los Pobres realizaron, en el corazón de aquel barrio de “casas mínimas”, una iglesia de una sencillez extrema, con costes reducidos, con una estructura de cemento armado. Pero en la fachada de cabaña, con un frontón apenas esbozado, los dos arquitectos abrieron grandes aplicaciones de ladrillo lombardo, como elemento sencillísimo de decoración.
La iglesia parroquial de San Francisco de Asís al Fopponino, Milán, erigida a principios de los sesenta sobre un proyecto de Gio Ponti
El año siguiente Montini tiene que consagrar la iglesia más atrevida y discutida. En Baranzate, pueblo que crecía rápidamente al norte de Milán, otra pareja de arquitectos famosos, Angelo Mangiarotti y Bruno Morassutti, confiándose a la experiencia de un gran ingeniero estructurista como Aldo Favini, habían proyectado una “iglesia de cristal”. Cuatro ágiles pilares por dentro sostienen un gran y sencillo techo plano prefabricado que parece ligero y suspendido. Alrededor, las paredes son superficies ininterrumpidas de vidrios protegidos por láminas blanquísima de polistirolo expandido. «¿Es posible que vuestro obispo bendiga una iglesia como esta?», dijo Montini durante el sermón de la misa por la consagración de la iglesia en 1957. «Es posible porque yo veo en la nueva construcción un profundo simbolismo, que alude a la esencia de la casa del Señor, es decir, el lugar de reunión donde los hombres elevan sus mentes a Dios y se encuentran como hermanos. Esta iglesia de cristal posee, en efecto, un lenguaje que puede ser sacado del Apocalipsis, donde se dice: “Vidi civitatem sanctam descendentem de coelo”; sus paredes –sigue diciendo el Apocalipsis- eran de cristal”. Pero Montini va incluso más allá y defiende el criterio que llevó a encargar a arquitectos de vanguardia la nueva parroquia dedicada a la Virgen de la Misericordia: «La iglesia, además, presenta una novedad y esa novedad forma parte de las cosas sagradas: la religión cuando es viva, no solo no excluye la novedad, sino que la desea, la exige, la busca, la sabe sacar del alma. “Cantate Domino canticum novum”, dice la Escritura. Y yo estoy aquí tendiendo los brazos hacia todas las novedades que me da el arte. No tengo ningún tipo de prevención contra las novedades, siempre que las novedades no sean caprichos».
No están solo los arquitectos racionalistas en el equipo llamado a trabajar por Montini. Están también los de cultura novecentista, que poseen una vocación monumental mayor. Pero que con Montini aceptan trabajar con una sencillez necesaria. Está Giovanni Muzio, arquitecto que había tenido gran fortuna bajo el fascismo, y que entre 1956 y 1958 trabaja en la iglesia de San Juan Bautista de la Creta, en Giambellino: un edificio bajo, con una fachada completamente de ladrillo, con ladrillos que componen grecas, delicadísimos motivos decorativos. Arriba, un techo libre y sorprendentemente lanzado hacia lo alto protege la entrada de los fieles.
La iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Misericordia, en Baranzate, Milán, llamada también “la iglesia de cristal”, erigida en 1957 sobre un proyecto de los arquitectos Angelo Mangiarotti y Bruno Morassutti y del ingeniero Aldo Favini [© Armin Linke]
En el gran esfuerzo para dotar a Milán de las iglesias que necesitaba, Montini confió una tarea estratégica al Comité de las nuevas iglesias, para la que había llamado como presidente a Enrico Mattei, que precisamente en aquellos años estaba construyendo en San Donato, en las puertas de Milán, el cuartel general del ENI. Cuando en 1962 Mattei murió en circunstancias trágicas y aún no aclaradas, Montini tomó la presidente del Comité y llamó a Ignazio Gardella, otro gran nombre de la arquitectura milanesa, para que proyectara la iglesia “del pueblo” de San Donato. En la dedicación de la iglesia a san Enrique, Montini había querido rendir homenaje a Mattei. Como verdadera iglesia del pueblo, Gardella concibió un edificio de una humildad extrema, de nave única y en forma de gran cabaña protegida por un techo bajo y muy sobresaliente. Los muros de cemento armado están embellecidos por un sencillo motivo decorativo lineal de piedra blanca que recorre la iglesia en todo su perímetro, tanto en el exterior como en el interior. Y en el interior la luz llueve desde lo alto desde dos ventanales contiguos, que garantizan armonía, ritmo y ligereza.
El 23 de mayo de 1963 Montini presenciaba la enésima ceremonia de colocación de la primera piedra en una nueva iglesia, la de San Gregorio Barbarigo en la Barona. Sería la última, porque al cabo de pocas semanas, el 21 de junio, fue elegido Papa. Estamos aquí, dijo “conmovidos por la fortuna que se nos ha dado de regalar a nuestra ciudad un templo nuevo, de crear en su seno, dentro de sus márgenes, una familia espiritual de un pueblo bueno”.