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ECCLESIAM SUAM
Sacado del n. 03 - 2011

JESÚS DE NAZARET. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección

«Una mirada al Jesús de los Evangelios, un escucharle a él»



por el cardenal Georges Cottier, op


El cardenal Georges Cottier

El cardenal Georges Cottier

 

No cabe duda que la segunda parte del libro Jesús de Nazaret escrito por Joseph Ratzinger-Benedicto XVI es una obra importante. No es de fácil lectura, a causa de su complejidad. El autor desarrolla un diálogo profundo e intenso con el ambiente de los exégetas, aunque él no sea un exégeta. Este aspecto tiene su importancia, visto que a veces, en el mundo teológico, parece perpetuarse cierta distancia entre los exégetas y los teólogos dogmáticos. Pero no hay que detenerse mucho en este elemento, si se quiere ir más allá de la pura erudición. El propio autor explica en las primeras páginas que no era esta su intención. Lo que él quiere es simplemente escribir algo «que pueda ser útil a todos los lectores que desean encontrarse con Jesús y creerle» (p. 9).
En la base del libro se encuentra precisamente el dato reconocido de que el Jesús de la historia y el Jesús de la fe son la misma persona. Una constatación valiente, desde que penetrara también entre los creyentes, con efectos ruinosos, la tendencia racionalista que contrapone lo que científicamente se puede saber de Jesucristo y lo que enseña la Iglesia. Según esta línea de pensamiento, la enseñanza de la Iglesia acerca de Cristo sería un añadido posterior, una construcción mítica creada por la comunidad cristiana independientemente de los hechos.
El libro de Benedicto XVI, con su continuo remitir a la historicidad de Cristo, responde también a la tentación opuesta de la gnosis que se entrevé aún hoy en los escritos de algunos teólogos. Cuando leemos el Evangelio –el autor lo subraya en muchas páginas– nos topamos con hechos, que resultan tales incluso cuando son misteriosos como la eficacia redentora de la pasión o la resurrección. «Muchos detalles», escribe Joseph Ratzinger en la página 127, «pueden permanecer abiertos. Pero el “factum est” del Prólogo de Juan (1, 14) sigue siendo una categoría cristiana fundamental, no sólo por lo que se refiere a la Encarnación, sino que se requiere también para la Última Cena, la Cruz y la Resurrección». Dios ha entrado en la historia. La Biblia habla de la historia de Dios con la humanidad. Pero no en el sentido hegeliano de una gnosis que entiende el dato histórico dentro de una construcción teológico-lógica. Hablando de la resurrección, el autor subraya que «el tercer día no es una fecha “teológica”, sino el día de un acontecimiento que para los discípulos ha supuesto un cambio decisivo tras la catástrofe de la cruz» (p. 301).
En esta perspectiva histórica, Joseph Ratzinger sigue la misma actitud de la Iglesia primitiva, que miraba los hechos de Cristo a la luz del Antiguo Testamento. La unidad de los dos Testamentos me parece uno de los ejes fundamentales por los que se desarrolla el libro.
Los primeros cristianos tenían como Sagrada Escritura el Antiguo Testamento. Para ellos fue una sorpresa y un consuelo de la fe cuando se dieron cuenta de que los textos misteriosos de las antiguas Escrituras eran revelados plenamente por la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. El autor establece eficazmente a menudo un paralelismo entre la lectura cristiana del Viejo Testamento y la rabínica, sin omitir las diferencias.
Yendo a la raíz, la unión íntima entre el Viejo y el Nuevo Testamento es reconocida en la persona misma de Jesús. Jesús reza con los Salmos. Hasta la relación más íntima del Hijo con el Padre se da a través de las plegarias de los pobres de Israel. Escribe el autor:  «También en su pasión –tanto en el Monte de los Olivos como en la cruz– Jesús habla de sí mismo a Dios Padre usando las palabras de los Salmos. Pero estas palabras tomadas de los Salmos se han hecho del todo personales, palabras absolutamente propias de Jesús en su tribulación; en efecto, Él es en realidad el verdadero orante de estos Salmos, su auténtico sujeto. La plegaria totalmente personal y el rezar con las palabras de invocación del Israel creyente y afligido son aquí una misma cosa» (p. 182).
Jesús ha vivido en la Sagrada Escritura de Israel. Si por una parte el libro excluye toda reducción gnóstica de los hechos en símbolos, por la otra evidencia el vínculo de prefiguración que existe entre los hechos del Viejo y del Nuevo Testamento. Dicha relación, dentro de la historia de la salvación, no tiene lugar como desarrollo inmanente y progresivo de un principio salvífico preparado de antemano, a la manera hegeliana. Es Dios mismo el que interviene y, en la continuidad de la historia de la salvación, prepara y lleva a cumplimiento mediante, por decirlo así, gratuitos “saltos cualitativos”, es decir, mediante acciones siempre nuevas. Esta relación entre la Ley antigua y la Ley nueva del Evangelio marcada por las intervenciones gratuitas de Dios fluye en todo el libro. Por ejemplo, en el capítulo sobre la oración sacerdotal de Jesús, Benedicto XVI cita oportunamente al exégeta André Feuillet para subrayar que  esta oración «sólo puede entenderse teniendo como telón de fondo la liturgia de la fiesta judía de la Expiación (Yom Hakkippurim). El rito de la fiesta, con su rico contenido teológico, tiene su cumplimiento en la oración de Jesús, se “realiza” en el más estricto sentido de las palabras: el rito se convierte en la realidad que significa. Lo que allí se representaba  con acciones rituales, ahora sucede de manera real y se cumple definitivamente» (p. 96).  
En fin, también en este volumen aflora la «cuestión metodológica» que ya había sido analizada en el primer volumen, con la crítica –que no es un rechazo– del método histórico-crítico. De nuevo Benedicto XVI pone de relieve que la exasperación de la cuestión del método puede fácilmente conducir a una forma de superstición metodológica. En las ciencias naturales, si se aplica bien el método funciona casi por sí mismo. Pero así no es en las ciencias humanas, donde el método, si responde a las exigencias de rigor, tiene sus propios criterios. En efecto el objeto posee su singularidad y el intérprete, historiador o exégeta, se compromete en persona. En el caso de la Palabra de Dios el intérprete, asistido por el Espíritu, más allá del científico, es la Iglesia en cuanto sujeto vivo.



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