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ECCE CRUCEM DOMINI FUGITE PARTES ADVERSAE...
Los frescos del ciclo apocalíptico de la cripta de la Catedral de Anagni representan la victoria lograda por Cristo y al mismo tiempo su lucha actual contra la guerra, el infierno y la muerte
por Lorenzo Cappelletti
LOS VERSÍCULOS 6, 1 - 7, 3 DEL APOCALIPSIS
Seguía mirando, cuando el Cordero abrió el primero de los siete sellos. Oí al primero de los cuatro Seres que decía con voz como de trueno: «Sal». Miré entonces y había un caballo blanco; el que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona, y salió como vencedor para seguir venciendo.
Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo Ser que decía: «Sal». Entonces salió otro caballo, rojo; al que lo montaba se le concedió quitar de la tierra la paz para que se degollaran unos a otros; se le dio una espada grande.
Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer Ser que decía: «Sal». Miré entonces y había un caballo negro; el que lo montaba tenía en la mano una balanza, y oí como una voz en medio de los cuatro Seres que decía: «Un litro de trigo por un denario, tres litros de cebada por un denario. Pero no causes daño al aceite y al vino».
Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Ser que decía: «Sal». Miré entonces y había un caballo verdoso; el que lo montaba se llamaba Peste, y el Hades le seguía.
Se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra.
Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron. Se pusieron a gritar con fuerte voz: «¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?». Entonces se le dio a cada uno un vestido blanco y se les dijo que esperasen todavía un poco, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos que iban a ser muertos como ellos.
Seguía mirando, cuando abrió el sexto sello; y se produjo un violento terremoto; el sol se puso negro como un paño de crin, y la luna toda como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera suelta sus higos aún verdes al ser sacudida por un viento fuerte; el cielo fue retirado como un libro que se enrolla, y todos los montes y las islas fueron removidos de sus asientos; los reyes de la tierra, los magnates, los tribunos, los ricos, los poderosos, y todos, esclavos o libres, se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes. Y dicen a los montes y a las peñas: «Caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero. «Porque ha llegado el Gran Día de su cólera y ¿quién podrá sostenerse?
Después de esto, vi a cuatro Ángeles de pie en los cuatro extremos de la tierra, que sujetaban a los cuatro vientos de la tierra, para que no soplara el viento ni sobre la tierra ni sobre el mar ni sobre ningún árbol.
Luego vi a otro Ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios vivo; y gritó con fuerte voz a los cuatro Ángeles a quienes se había encomendado causar daño a la tierra y al mar: «No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios».
![El ábside principal; en el centro, el Cordero apocalíptico rodeado por los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos [© Paolo Galosi]](http://www.30giorni.it/upload/articoli_immagini_interne/02-03-011.jpg )
El ábside principal; en el centro, el Cordero apocalíptico rodeado por los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos [© Paolo Galosi]
La palabra “apocalipsis”, como sabe incluso quien sólo posee un conocimiento superficial de Sagrada Escritura, significa revelación, una demostración, un revelarse. «Revelación de Jesucristo; se la concedió Dios para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto», dice el primer versículo programático, que se repite casi idéntico al final (Ap 1, 1 y 22, 6). Jesucristo, «el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1, 5), después de su victoria muestra al apóstol Juan, que queda «arrebatado en éxtasis» fuera de la historia, lo que de verdad sucede en ella. Como escribía el gran exégeta Heinrich Schlier al principio de un famoso ensayo sobre el Apocalipsis (que comentamos hace unos años: cf. 30Días, n. 93, 1995, pp. 62-68): «El Apocalisis de Juan es el único libro del Nuevo Testamento que tiene por tema la historia. Por eso, meditando sobre ella se ha desarrollado esencialmente la reflexión cristiana en torno a la historia». Reflexión que se ha expresado a lo largo de los siglos no sólo con palabras, sino también con imágenes y colores.
En Anagni, en la cripta de la catedral de esta fatal ciudad, en una serie de frescos que se comenzaron a realizar hacia la misma época en que se empezaron a difundir las elucubraciones de Joaquín de Fiore († 30 de marzo de 1202) sobre la historia, se conserva la magnífica ilustración de una concepción de la historia que, por el contrario, nace aún de la tradicional meditación sobre el Apocalipsis, que tiene su paradigma en el De civitate Dei de Agustín. Hasta que Joaquín de Fiore no llevó a cabo la ruptura con su tripartición de la historia en edades sucesivas, del Padre, del Hijo y del Espíritu, no se podía ni siquiera concebir que el acontecimiento histórico de Cristo pudiera ser superado en el tiempo de la historia por una edad posterior del Espíritu portadora de una gracia más grande. Se concebía el adviento de Jesucristo como el principio del fin del mundo. Para la reflexión de tipo agustiniano y tomista, «Cristo no es el fundamento de la historia con el que comienza un mundo que ha cambiado y ha sido redimido, y se abandona una historia irredenta que ha durado hasta ese momento; Cristo es el principio del fin. Él es “redención” en la medida en que con Él el “fin” comienza a resplandecer en la historia. La redención consiste (desde un punto de vista histórico) en esta fase comenzada mientras la historia, por así decir, procede “por nefas” aún por cierto tiempo, llevando la antigua edad de este mundo a su fin» (J. Ratzinger, San Bonaventura. La teologia della storia, p. 211).
Precisamente porque quiere ser una lectura del tiempo de la Iglesia como tiempo final sub gratia y no la imagen de la superación de dicho tiempo, el ciclo apocalíptico de Anagni está compuesto sólo de escenas tomadas de los primeros doce capítulos del Apocalipsis; y, de los siguientes tres septenarios (de los sellos, de las trompetas y de la copas) decide representar sólo el de los sellos, deteniéndose en el umbral de la apertura del séptimo. Se detiene, pues, ante la proclamación del juicio, no le interesa investigar los aspectos más imaginativos de la promulgación y ejecución del juicio. (Probablemente aún no se habían perfeccionado esos «instrumentos políticos y espirituales llenos de potencia y degeneración» [Schlier] que hoy parecen realizar al pie de la letra algunas proféticas visiones de los capítulos 13-18 del Apocalipsis).
Así, en una versión pictórica llena de gracia, queda representada con suprema compostura la inexorabilidad de la victoria alcanzada por Jesucristo y los elementos de una lucha que, por supuesto, se sigue combatiendo pero que ya no puede causar miedo. En Anagni, la guerra y la muerte (Ap 6, 4-8) abren los ojos asustadas, los astros que cambian color (Ap 6, 12) son dos pequeñas esferas sometidas al soplo suave de un arcángel, el dragón de los diez cuernos (Ap 12, 3) es un pequeño dragón bajo los talones de un suave arcángel, mientras que todo el honor, la fuerza y la belleza están reservados a Aquel que está en el trono y al Cordero y a aquellos que comparten su victoria y llevan la corona real de los vencedores, a los veinticuatro ancianos, a los vírgenes y a los mártires dispuestos en un orden casi musical.
![La apertura de los cuatro primeros sellos representada a la derecha del ábside principal <BR>[© Paolo Galosi]](http://www.30giorni.it/upload/articoli_immagini_interne/03-03-011.jpg )
La apertura de los cuatro primeros sellos representada a la derecha del ábside principal
[© Paolo Galosi]
En el centro de todo el programa pictórico, en el corazón del ábside, en medio de los cuatro seres vivientes y de los veinticuatro ancianos, está el vencedor, el Cordero mientras abre los siete sellos que cerraban el libro, que nadie antes de su victoria era capaz de abrir. Algo que hacía llorar a Juan, y que siempre de nuevo nos hace llorar también a nosotros frente al misterio humanamente inexplicable de la historia. Pero «ha triunfado el león de la tribu de Judá, el retoño de David; él podrá abrir el libro y sus siete sellos» (Ap 5, 5) se lee en las páginas abiertas del libro. ¡No llores más!
A la derecha y a la izquierda del ábside, en un atípico arco frontal y en las bóvedas y arcos adyacentes, están representadas las escenas que corresponden a la apertura de cada uno de los sellos. Comenzando, en la derecha, por la representación de los cuatro caballeros, que salen en el momento de la apertura de cada sello. Caballeros poco apocalípticos, en el sentido de que no funcionan como símbolos de las cuatro fuerzas equivalentes y soberanas de destrucción. Como si la revelación final coincidiera con una destrucción final, como si el fin fuera el final. No. A diferencia de lo que sigue diciendo determinada crítica que teme incluso observar la realidad, tanto es el miedo que tiene de perderse perdiendo sus prejuicios, se trata en verdad, según la interpretación tradicional basada en la coordinación de los versículos Ap 6, 1-2 con Ap 19, 11-16, de la lucha que el primer caballero mantiene con los otros tres. El primero de los cuatro caballeros (que monta un caballo blanco, lleva corona y arco, según la letra de Ap 6, 2) viste también un manto, rojo de su misma sangre, y está rodeado por la aureola de la gloria divina, según la letra de Ap 19, 13: es el Verbo de Dios, el Rey de Reyes, el Señor de Señores que, según dice la Vulgata (Ap 6, 2), exivit vincens ut vinceret, ha salido vencedor para seguir venciendo lo que aún queda por vencer. Cristo ha vencido, es Cristo quien sigue venciendo. «¿De dónde salió si no del sello abierto?», escribía Ambrosio Autperto, el abad del gran monasterio carolingio de San Vincenzo al Volturno, cuya cripta conserva otro magnífico fresco de la alta Edad Media inspirado en su comentario sobre el Apocalipsis. El caballo blanco, en efecto, parece casi como si saliera del ábside principal, donde el Cordero abre los sellos, y se dispone a tirar una flecha contra el segundo caballero, que huyendo se vuelve aterrorizado.
Para el primer caballero se trata de emprender una inexorable victoria. El caballo marcha al paso, el caballero tiende el arco con tranquilidad, con firmeza, sin agresividad en su mirada. Al segundo caballero no le queda más remedio que huir al galope. No es la guerra lo que aterroriza, es ella la que parece aterrorizada y debe huir blandiendo la espada con las dos manos. Pero la espada, por muy grande que sea, no defiende, y de hecho le había sido concedida para la afrenta, para «quitar de la tierra la paz para que se degollaran unos a otros» (Ap 6, 4). ¿Cómo defenderse, pues, contra una flecha?
En la parte baja del mismo recuadro también la muerte tiene la misma mirada aterrorizada de la guerra. Cabalga al galope en un caballo de color terroso, perseguida por el demonio desnudo y alado, que cabalga el oscuro infierno sosteniendo una gran balanza que pesa sin piedad. Así como la guerra es perseguida y trata de huir frente al Rey victorioso, también la muerte es perseguida y trata de huir del infierno, de la segunda muerte. Quien proyectó el ciclo explica diligentemente, con un verso transcrito debajo del recuadro, que se trata de dos parejas de caballeros: Has per picturas bis binas disce figuras (de dos en dos comprendes las figuras representadas en estas pinturas). Pero el paralelismo es parcial: el primer caballero persigue también al infierno y a la muerte, cuyo destino es el de acabar en el lago de fuego (Ap 20, 14).
Estamos, por tanto, frente a la representación de una fuerza victoriosa sobre el mundo que, al seguir venciendo, protege ante todo la paz. Es todo lo opuesto a ese panorama de destrucción y miedo que arrambla con todo, que comúnmente define la concepción apocalíptica de la Edad Media y que, en cambio, coincide si acaso con el predominio sucesivo de la literatura milenarista y de tipo gnóstico derivada de Joaquín de Fiore.
Este tema prosigue y se concreta en la bóveda que domina la representación de los cuatro caballeros. Aquí cuatro ángeles, colocados en los cuatro lados de un recuadro punteado de esporas, derriban a cuatro figuras cornudas y aladas. No se trata de la alegórica lucha del bien y del mal, como muchas veces ha repetido la crítica creyendo realidad los fantasmas de sus preconcebidas ideas maniqueas, sino la salvaguardia de las condiciones que permiten la vida en esta tierra contra el ataque de los vientos de destrucción, según la letra de Ap 7, 1. El Rey victorioso y misericordioso, Tu, victor Rex, miserere, protege la realidad natural al igual que la paz. Qué distancia entre la letra del Apocalipsis y las alucinadas elucubraciones que pretenden darle quienes tienen la cabeza llena de fantasmas y el corazón lleno de odio: «Vi a cuatro Ángeles de pie en los cuatro extremos de la tierra, que sujetaban a los cuatro vientos de la tierra, para que no soplaran el viento ni sobre la tierra ni sobre el mar ni sobre ningún árbol. Luego vi a otro Ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios vivo; y gritó con fuerte voz a los cuatro Ángeles a quienes se les había encomendado que causaran daño a la tierra y al mar: “No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios”» (Ap 7, 1-2). En efecto, otro ángel, casi subiendo por el arranque del arco de la bóveda, señala una tira de papel con estas palabras y lleva en la mano una cruz de la que cuelgan el alfa y el omega.
Esto último, ¿es sólo el atributo iconográfico que identifica al ángel? ¿Un simple detalle? No, esa cruz sutil (que «es el signo de la Trinidad que todos recibimos con el bautismo», escribía san Bruno, obispo de Segni comentando este versículo del Apocalipsis), es la razón última de todo lo que está representado. El objetivo de la guerra que el Rey victorioso hace a la guerra, como también de la orden perentoria de suspender toda destrucción impartida por el ángel con el sello (que al final no es nada más que otro modo de decir de nuevo “Cristo resucitado”, como afirman Beda, Ambrosio, Autperto y muchos más), es permitir, gracias al bautismo, que una sublime descendencia, numerosa como las estrellas, según la promesa, goce de una felicidad celestial, inconmensurable: promissa posteritas caelesti felicitate sublimis escribe san Agustín (De civitate Dei, 16, 23).
Varias veces (por lo menos tres) se repite en la cripta de Anagni el sello bautismal en forma de monograma del nombre de Cristo, y, sin embargo, nunca ningún crítico lo ha considerado digno de mención. Como si la promesa que Dios hizo a Abraham de que sería padre de muchos pueblos, de una descendencia grande como las estrellas del cielo (por lo demás, la crítica tampoco ha reconocido esta promesa en la bóveda VIII de Anagni, haciendo saltar el «mecanismo» del cristianismo, diría Péguy), se cumpliera en algo que no sea el bautismo; como Jesús susurró aquella noche a Nicodemo en Jerusalén y como Pedro repitió en voz alta después de la muerte y resurrección del Señor: «Arrepentíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (Hch 2, 38s).
![La representación de la apertura del quinto sello: Jesucristo entrega las estolas de la gloria a las almas de los mártires [© Paolo Galosi]](http://www.30giorni.it/upload/articoli_immagini_interne/09-03-011.jpg )
La representación de la apertura del quinto sello: Jesucristo entrega las estolas de la gloria a las almas de los mártires [© Paolo Galosi]
Simétricamente respecto a este conjunto de escenas, en la otra parte del arco triunfal que enmarca el ábside principal, está representada la apertura del quinto y del sexto sello.
Todavía se concede tiempo, no sólo para marcar con el sello bautismal a cuantos llame el Señor, sino también para que se complete el número de los que deben ser muertos propter Verbum Dei et propter testimonium quod habebant. En efecto, a las almas de los que fueron inmolados, es decir, que recibieron el bautismo de sangre con el martirio, y que piden a gritos que se haga por fin justicia, se les dice que esperen «todavía un poco [tempus modicum], hasta que se complete el número de sus consiervos y hermanos que iban a ser muertos como ellos» (Ap 6, 11). En la espera, Aquel que está sentado en el trono les da estolas de gloria cándidas por la sangre del Cordero. Una vez recibidas, podrán esperar en la paz que los demás vengan a completar el número de los mártires, apresurando así la redención definitiva.
El tiempo de la espera es breve, el tiempo de la historia es de todos modos un tempus modicum: «El Señor no retrasa el cumplimiento de su promesa […]. Este breve intervalo de tiempo nos parece largo porque aún dura: cuando se acabe, nos daremos cuenta de lo breve que fue» (san Agustín, Comentario al evangelio de Juan 101, 6). El tiempo se ha vuelto breve después de la victoria de Cristo. En efecto, a la apertura del sexto sello, el sol y la luna en el frontal del arco de la izquierda cambian de color y un ángel se dispone a soplar un viento que hace caer las estrellas del cielo como hace la tormenta con los higos de la higuera; y otro ángel lleva el incensario de oro mediante el cual, al igual que sube el perfume de las oraciones de los santos, bajará dentro de poco sobre la tierra el fuego de la ira de Aquel que está sentado en el trono y del Cordero.
Si la brevedad del tiempo ejercita la paciencia de los que esperan justicia, en el dragón suscita, en cambio, una «rabiosa voluntad de poder que nace de la ansiedad por el tiempo que se le escapa», escribe Schlier en el ensayo citado. Junto al dragón del absidiolo de la derecha, hubo un tiempo en Anagni, como en el estupendo fresco de la fachada norte de la iglesia de Civitate en el monte Pedale, no lejos de Lecco, una representación hoy perdida de la Ascensión del Señor, es decir, de lo que el Apocalipsis describe con estas palabras: «y su Hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono» (cf. Ap 12, 5). Dice Schlier, «con la Ascensión de Jesucristo al cielo el dragón, figura ideal de lo satánico, de la absoluta potencia del egoísmo, es arrojado al suelo».
Precipitado en la tierra gracias a la Ascensión del Señor, el dragón «persigue a la Mujer» (Ap 12, 13), que huye con las alas del águila (la vemos con su hijo y cerca de Juan en el absidiolo de la izquierda). Entonces el dragón «se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12, 17). En efecto, el dragón en Anagni se encuentra en la parte de los 18 santos mártires, es decir, de aquellos que mantienen el testimonio de Jesús, por ser, como repiten todos los Padres y los escritores medievales, 18 el valor numérico de las iniciales IE del nombre de Iesus (por lo que el número de la bestia, 666, es una vulgar falsificación). También en Civitate son 18 los santos mártires del fresco que decora el interior del cupulino del ciborio: «Por eso están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos» (Ap 7, 15).
Pero no solamente mueren los mártires, es decir, revelan de manera real, como escribe Schlier, «el anacronismo de un mundo que aún hoy pretende afirmarse a sí mismo» y, con su muerte, «hacen accesible, también para sus enemigos, el futuro abierto por Cristo». También los vírgenes mueren, obedeciendo. A ellos está dedicada toda la zona del absidiolo de la izquierda en torno a María, Virgen de los vírgenes. Te nimis implorant virgo iubilant et adorant. Dum tibi subduntur natum moriendo secuntur. Estos versos, que recuerdan el himno ambrosiano “Iesu corona virginum”, están en el absidiolo de la izquierda, en la banda que separa a la Virgen con el niño (rodeada por dos santas vírgenes y por san Juan Bautista y san Juan Evangelista) de la historia de virginidad y martirio de Secundina, representada debajo. «Cuánto te imploran, cuánto te alaban y te veneran, oh Virgen. Mientras a ti se someten, muriendo siguen a tu Hijo». Que al final es lo que desea y vive cualquier pobre pecador ni virgen ni mártir que, partícipe del victorioso amor de Cristo, ha mirado durante siglos arrepentido y devoto los rostros de la cripta de Anagni. «Cuando pienso en que un hombre, una persona, un joven, no puede casarse con una mujer si no es por amor a Cristo –creo haberlo dicho ya: si amamos es por Cristo–, cuando uno lo dice siente toda la inmensidad –inmensidad significa que no es conmensurable–, la inconmensurabilidad de un punto de vista que es “el” punto de vista, y también el punto que hace renacer, donde todo vuelve a nacer» (Luigi Giussani).