Los repartidores de L’Osservatore Romano frente a la tipografía en una foto de 1936 [© Osservatore Romano]
Quisiera unirme a todos quienes han festejado L’Osservatore Romano, que, el 1 de julio de 2011 cumplió sus ciento cincuenta años. Lo hago como decano de los lectores del diario de la Santa Sede porque, como ya he contado en otras ocasiones, comencé a comprarlo en el año jubilar de 1933, en el quiosco de cerca de casa, en la vía de Campo Marzio. Yo tenía 14 años y el dinero que me daba mi madre para la merienda lo utilizaba para comprar L’Osservatore, que entonces costaba veinticinco céntimos de lira. El impulso inicial fue que el hecho de comprarlo otorgaba un tono casi “noble” y elitista. En el quiosco de la calle de Campo Marzio yo veía siempre a un señor muy elegante con bombín comprándolo, así que yo también empecé a comprarlo para presumir. En casa no se leían periódicos, y los compañeros de escuela que compraban Il Corriere dello Sport se burlaban de mí por esta lectura cotidiana mía, aunque al final del día yo había acudido a dos fuentes (mi Osservatore y su Corriere) mientras que ellos solo a una. Yo era un muchacho y muchas cosas no las entendía, como cuando una vez el párroco, viéndome con L’Osservatore, me dijo: “Bueno, así puede usted saber cada día quién ha sido recibido por el Santo Padre». Por aquel entonces este asunto me importaba más bien poco, visto que no me recibía a mí, pero más tarde pude ver cómo se podían incluso dar noticias mediante la lista de las audiencias. Por ejemplo, en septiembre de 1948 se envió ante Pío XII al laicísimo embajador en Washington Alberto Tarchiani para que le explicara al Papa por qué era bueno que Italia entrara en el Pacto Atlántico, sobre lo cual el Vaticano mostraba ciertas reticencias: el día después L’Osservatore no sacó la noticia de la audiencia en la columna acostumbrada de la primera página, sino que informaba de la presencia del embajador Tarchiani en una breve nota. Esto, junto a un artículo del día después sobre los desórdenes que estaban ocurriendo en la zona roja de Berlín en las páginas interiores, nos dio a De Gasperi y a mí la sensación de que la audiencia había tenido lugar y había salido bien.
Volviendo al período fascista, es de gran importancia recordar que L’Osservatore era el único instrumento que nos daba noticias sobre lo que ocurría en Italia y en el mundo. Aquellos eran años en los que estaba prohibido hablar de cosas italianas que no fueran los comunicados del Ministerio de Cultura popular del régimen, y comprar L’Osservatore era en cierto sentido algo arriesgado, pero calificaba en cierto modo a las personas, cosa casi incomprensible hoy, pues somos todos iguales en nuestro conformismo y al mismo tiempo somos diferentes en nuestro individualismo.
Entonces el periódico estaba boicoteado y los fascistas hacían piquetes en los quioscos; hubo quien fue víctima de violencia por comprarlo, como el historiador Claudio Pavone. Pese a todo esto, L’Osservatore llegaba a superar una tirada de doscientos mil ejemplares diarios. Sobre todo las Acta diurna de Guido Gonella, que en aquel tiempo era redactor de política exterior en L’Osservatore, eran muy solicitadas y leídas con gran atención, porque eran una importantísima ventana abierta al mundo. Gonella, con su columna, filtraba noticias de países extranjeros que la prensa italiana, tan controlada, ignoraba o presentaba de manera ultrajante. Las Acta diurna fueron un precioso instrumento de información internacional que acercó entre otras cosas al mundo de la Iglesia también a muchos hombres lejanos. Pero todo L’Osservatore tuvo un papel notable que hoy es importante recordar: como cuando dio a conocer los mensajes de solidaridad que el papa Pío XII había enviado a los jefes de estado de Bélgica, Holanda y Luxemburgo, invadidos por el ejército de Hitler.
Entonces, para los jóvenes, atravesar aunque solo fuera los umbrales de la redacción de L’Osservatore era un honor y un título de nobleza. A veces Gonella me recibía yendo contra el reglamento del director, el conde Giuseppe Dalle Torre, que no quería visitas en la redacción. Yo creía que nadie se daba cuenta de mí, pero muchos años después leí una entrevista en la que el ex director de L’Osservatore contaba, con cierto tono divertido, que cada vez que entraba en la oficina de Gonella y yo me escondía detrás de la puerta, él le preguntaba luego a su redactor: «¿Y ese quién es?».
Una curiosidad ligada al conde Giuseppe Dalla Torre: una vez le escribí que era algo extravagante presentar los discursos del papa con la premisa: «Tal como hemos recogido de sus augustos labios», con la indicación entre paréntesis de las fuentes de la cita, incluidas las referencias de Migne. Me respondió: «¿Por qué no se lo cuenta usted al Santo Padre?». Y ahí quedó la cosa.
Guido Gonella en la redacción de L’Osservatore Romano
[© Osservatore Romano]
Se habla cíclicamente de la oficialidad o la oficiosidad de
L’Osservatore. Antiguamente la oficialidad era férrea. Hoy quizá no, pero no quiere esto decir que haya cambiado el periódico, porque un periódico refleja una situación: lo que han cambiado son los tiempos y lo que ayer acababa en la primera página, hoy va a la última o viceversa. Creo que también por lo que respecta a las posiciones que tomar el término medio es siempre el más aconsejable: ser prudente, no pretender decir siempre la última palabra, sino estar siempre convencido de pararse en la penúltima. De todos modos, la tradición tiene su valor, y todavía hoy apoyar una tesis o una cita en
L’Osservatore otorga una autoridad que de otro modo no existiría. Hoy como entonces: Palmiro Togliatti motivó el voto favorable a los Pactos Lateranenses en la Asamblea constituyente citando “las señales” de
L’Osservatore e invitando a Pietro Nenni a no infravalorarlas.
Pero si tuviera que decir cuál fue “el tirón de orejas” más sorprendente de L’Osservatore que yo recuerde, citaría el que dio al cardenal Ottaviani cuando a nivel gubernamental e institucional se estaban fortaleciendo las relaciones entre Italia y el gobierno soviético. Hubo en ámbito eclesiástico muchos malhumores a los que dio voz el cardenal Ottaviani (por lo demás, una estupenda figura de sacerdote romano). Después de esto, L’Osservatore escribió en pocas y lapidarias palabras que el cardenal Ottaviani «expresaba ideas personales». Hoy nos parecen asuntos de administración ordinaria, pero para los tiempos a que nos referimos eran giros históricos. Tener una opinión ligeramente distinta quería decir emprender un camino propio.
Pero, ¿qué papel podría tener hoy L’Osservatore Romano entre tantos medios de comunicación?
Lo más importante son las noticias del exterior, porque en el conformismo que nos invade disponer de una fuente que informa con cierta objetividad es un privilegio que no podemos dejar escapar. Es interesante también la selección, el orden y el modo con que se ofrecen las noticias del exterior. Porque también esto es un juicio, una evaluación, aunque implícito, que revela la manera de pensar. Por lo demás, no siendo yo del gremio, dejo el juicio sobre las noticias vaticanas y los artículos teológicos a los eclesiásticos.
Pero quisiera terminar este mensaje de enhorabuena a L’Osservatore con un fragmento de Vittorio Bachelet, que L’Osservatore publicó hace algunos años en la columna de pensamientos espirituales y que conservo entre mis papeles por su perdurable actualidad: «Los tiempos que nos rodean no son fáciles: las dificultades políticas, las incertidumbres, las contradicciones nos advierten de que será un camino no exento de riesgos, que exigirá todo nuestro sentido de responsabilidad, sobre todo toda nuestra sencilla fe, toda nuestra viva esperanza, toda nuestra caridad más verdadera».