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AMÉRICA LATINA
Sacado del n. 06 - 2011

Cercanía y misericordia


Los obispos que participaron en la última Asamblea del Consejo episcopal latinoamericano hablan de la “Misión continental” de sus Iglesias.

Ningún proyecto de hegemonía cultural, sino una “conversión pastoral” para facilitar la fe del pueblo.

Y salir al encuentro de todos. Entre procesos de secularización y tentaciones de neoclericalismo


por Gianni Valente


La Carpa misionera en la Plaza de la Constitución de Buenos Aires durante la misa celebrada por el cardenal Jorge Mario Bergoglio [© Gianni Valente]

La Carpa misionera en la Plaza de la Constitución de Buenos Aires durante la misa celebrada por el cardenal Jorge Mario Bergoglio [© Gianni Valente]

 

El sábado por la mañana en la estación de Constitución, un barrio nada “bien” de Buenos Aires, es un ir y venir general, como siempre: autobuses, taxis, gente que entra y gente que sale del terminal, mujeres con la compra, policías, vendedores ambulantes con sus carritos. Los chicos de la parroquia de Santa Elisa y los de la Virgen de Caacupé han montado su carpa amarilla al margen de este torbellino perpetuo de movimiento humano, al lado del monumento erigido al inspirador de la Constitución argentina, el masón Juan Bautista Alberdi. La llaman Carpa misionera. Han llevado también una estatua de Nuestra Señora de Luján, la Virgen venerada en el santuario nacional. Alrededor han colocado algunas mesitas con las estatuas del Niño Jesús y de san Expedito, el santo de las causas urgentes. Algunos se mueven por toda la zona de la estación distribuyendo a los que pasan y a los que están parados una estampa con la imagen de Jesús y una oración. Muchos se acercan, piden una bendición, dejan en los buzones colocados en pequeñas mesas mensajes pidiendo para sí o para otros salud y trabajo, oraciones y misas para los familiares fallecidos, la alegría y el descanso del trajín cotidiano. Delante del padre Flavio los muchos que se confiesan han formado una fila. «Bautismos aquí,», se lee en una pancarta colgada de un árbol. Debajo hay una mesa con dos chicos que apuntan las peticiones de nuevos bautismos. Incluso las de los que se acercan por instintiva y simple curiosidad. Desde ayer por la tarde, cuando comenzó la misión, se han celebrado frente a la Carpa trece bautismos de jóvenes y adultos, que ya habían sido preparados por catequistas laicos con los que proseguirán la catequesis postbautismal. De pronto, inesperado y sin preaviso, se acerca también el padre Bergoglio. El arzobispo de la ciudad saluda uno por uno a los chicos y chicas, abraza al padre Facundo, que enseguida toma el megáfono y dice con su voz rotunda: «Adelante, acérquense todos a la Carpa misionera, dentro de poco celebramos la misa». Se detiene también un borracho. A las once de la mañana ya va alegre. Se acerca a Bergoglio. Lo mira casi perplejo: «Yo te he visto en algún lado…», le murmura. Y añade: «¿Tú eres católico? ¡Pues di tú la misa!». También se lo pide el padre Facundo, que le lleva los ornamentos para la celebración. Luego, delante del pequeño grupo de jóvenes, ancianos, madres con sus hijos y transeúntes que se han quedado, el cardenal jesuita pronuncia una homilía de pocas palabras. «Pidamos a Jesús todo lo que necesitamos. Pidámoselo al Padre en nombre de Jesús, pidámoselo a Jesús para que se lo pida al Padre. Como los pobres que se lo pedían todo a Él, cuando pasaba por las calles y salían a verlo. Jesús quiere estar con nosotros, con todos nosotros, con todos los que pasan por la calle. Es algo que le interesa sobre todo a Él. Si en toda la tierra hubiera habido un solo hombre o una sola mujer hubiera dado su vida igualmente por ese hombre o esa  mujer».

Por esto, piensa Bergoglio – y también Facundo, Flavio y todos los sacerdotes de Buenos Aires que de vez en cuado van a bautizar y confesar en las estaciones, en las plazas,  y hasta debajo del obelisco de la Plaza de la República, en la inmensa Avenida 9 de Julio –, que lo más importante es facilitar, no hacer selecciones, no poner obstáculos a este deseo de Jesús. Abrazando todo gesto de espera que brota gratuitamente en las circunstancias fortuitas y esquivas que ofrece el tiempo presente. Hacer como hizo el apóstol Felipe con el eunuco al que le había anunciado la Buena Nueva en el camino. «Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?», le había preguntado el eunuco al pasar cerca de un riachuelo. «…Felipe lo bautizo, y en saliendo del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y ya no le vio más el eunuco, que siguió gozoso su camino » (Hch 8, 36-39).

 

Aumenta el sentimiento de precariedad, pero también aumentan las posibilidades de encuentro

«En el Evangelio», repetía el cardenal Aloísio Lorscheider, «los encuentros más hermosos de Dios con la humanidad tienen lugar en la calle. Siglos de historia de cristianismo vivido nos dicen esto».

En este momento, toda América Latina parece una inmensa estación en donde todo se mueve y nada está quieto en su sitio. Donde procesos económicos y socioculturales imponentes cambian y a veces turban las vivencias de los individuos y de las multitudes. Mientras que la misa y los bautismo administrados en la estación de Constitución son una imagen concreta –entre las muchas posibles– de esa Misión continental que las Iglesias latinoamericanas, en este contexto en rápida transformación,  decidieron poner en marcha en 2007 en Aparecida, durante la última Asamblea general del episcopado latinoamericano.

Cuatro años después, los obispos y los otros participantes en la XXXIII Asamblea del Consejo episcopal latinoamericano (Celam), celebrada en Montevideo del 15 al 20 del pasado mes de mayo, verificaron juntos el camino realizado. Se interrogaron y se confrontaron de nuevo con las intuiciones y la mirada sobre el Continente expresadas en la conferencia de Aparecida.

En las palabras y opiniones de algunos de ellos, recogidas por 30Días con ocasión de dicho encuentro, el discernimiento compartido de los representantes del episcopado se presenta como un camino abierto y en fase de actuación. Donde –como ocurre siempre– las intuiciones más cargadas de esperanza evangélica florecen y brotan en la vida diaria de los pastores más comprometidos con las vivencias concretas del pueblo de Dios.

Un dato ayuda a dejar a un lado equívocos fomentados a menudo por las propagandas clericales y anticlericales: los obispos pastoralmente más sensibles tienen cada vez más claro que la misión continental no es una estrategia o un programa. Tampoco un llamamiento a nuevas militancias para reconquistar posiciones perdidas. «La misión continental delineada en Aparecida», explica con palabras sencillas y resueltas Ricardo Ezzati Andrello, arzobispo de Santiago de Chile, «no es y no puede ser entendida como un proyecto de reconquista de las porciones de poder sociológico que la Iglesia está perdiendo en América Latina». Además porque, como subraya Rubén Salazar Gómez, arzobispo de Bogotá, «la Iglesia en cuanto tal no interesa, no importa. Es solo un instrumento. El Concilio Vaticano II repite que la Iglesia es sacramento, y un sacramento en sí mismo no tiene sentido si no como signo e instrumento. Esto es la Iglesia. Existe sólo para servir a los hombres haciéndoles ver el rostro de Cristo».  Así, pues, también en América Latina parecen haber caducado los discursos de quienes en los años ochenta y noventa apostaban todo a la fórmula casi mágica de la «evangelización de la cultura», que había que adjudicar a élites militantes con el fin de reconquistar para la Iglesia una fortaleza culturalmente influyente en el escenario público

La misión continental, repite el brasileño Geraldo Lyrio Rocha, arzobispo de Mariana, «no es una movilización, o una lista de cosas nuevas que hacer y de momentos que organizar, sino cierto espíritu que debería marcar toda expresión y articulación de la vida de la Iglesia. En periodos de grandes cambios como los que estamos atravesando, aumentan las preocupaciones y el sentimiento de precariedad, pero también la posibilidad de encuentro. Por ejemplo con ese 80% de brasileños que en el católico Brasil viven su vida lejos de las prácticas ordinarias de la Iglesia ».

El documento de Aparecida constata que también en América Latina se están dando procesos de secularización y la fe que durante cinco siglos animó la Iglesia y la vida del continente ya no se transmite de generación en generación con la misma facilidad que antes. El texto invita a las Iglesias latinoamericanas a abandonar todas «las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe» (n. 365), a no recrearse en las complacencias retóricas sobre  el «Continente de la esperanza» y a no «dar nada por presupuesto y descontado» (n. 549). El mismo documento deja sin pretextos a los profesionales de la queja y de la recriminación, deseando –con una cita de la Evangelii nuntiandi de Pablo VI– que «el mundo actual» pueda «recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo» (n. 552). Aunque llena de reflexiones, indicaciones y sugerencias, la misión continental no ha sido delineada como el fin de una prestación de los agentes pastorales, el fruto de quienes pretenden construir con su esfuerzo la Iglesia, quizás comenzando desde cero . Porque «lo más decisivo en la Iglesia es siempre la acción santa de su Señor.» (Introducción, n. 5). Y cada paso nuevo «puede suceder si valoramos positivamente lo que el Espíritu Santo ya ha sembrado» (n. 262). Comenzando por esa fe que aun con todas las negligencias, las fragilidades y las posibles disipaciones, sigue mostrándose en las devociones más sencillas del pueblo, con la fragilidad indefensa de un niño salvado de las aguas. Signo gratuito y sorprendente del cariño a Jesús y su Madre aún vivo en los corazones de gran parte de latinoamericanos.

 

Un grupo de niñas peruanas el día de su primera comunión en la iglesia de Las Mercedes de Lima <BR>[© Associated Press/LaPresse]

Un grupo de niñas peruanas el día de su primera comunión en la iglesia de Las Mercedes de Lima
[© Associated Press/LaPresse]

De una idea de Iglesia como reguladora de la fe a una Iglesia facilitadora de la fe

En el número 264, el mismo documento dice de la piedad popular que «sigue siendo una poderosa confesión del Dios vivo que actúa en la historia». Un dato de la realidad frente al cual la estructura eclesial tiene el mandato esencial de no complicar lo que es sencillo. «Se trata de pasar de una idea de Iglesia como reguladora de la fe a una Iglesia facilitadora de la fe», dice con una frase algo efectista pero eficaz Eduardo Horacio García, obispo auxiliar de Buenos Aires encargado de la pastoral para la arquidiócesis porteña.

Quizás es esto la conversión pastoral que el documento de Aparecida presenta como fruto de la gratitud y tarea propia de las Iglesias latinoamericanas para el tiempo presente. En las reflexiones de muchos obispos, la palabra que más se repite es cercanía. Rasgo distintivo de una Iglesia que se manifiesta a todos como «una madre que sale al encuentro, una casa acogedora» (n. 370). Así, los obispos de este periodo eclesial enlazan hilos de continuidad también con las generaciones de sus predecesores. En especial, con aquella generación de pastores que después de Concilio Vaticano II había convertido el Celam en un instrumento eficaz para testimoniar que las Iglesias locales compartían diariamente los destinos y las vidas de los pueblos del Continente. «Más allá de todo», dice el venezolano Baltasar Enrique Porras Cardozo, arzobispo de Mérida, «también en esta fase de grandes cambios la cercanía a los deseos y a los sufrimientos de los hombres sigue siendo un rasgo característico de las Iglesias latinoamericanas, y las personas lo reconocen. Incluso frente al aumento de la violencia y de los fenómenos de degradación social, que pagan siempre los más débiles, todos saben que en la Iglesia encuentran una realidad en sintonía con sus deseos de paz, de vida tranquila, de seguridad, y una ayuda concreta en las dificultades y en los sufrimientos». Concuerda el padre capuchino Andrés Stanovnik, arzobispo de Corrientes: «En general, y dejando a un lado casos singulares, si hay una realidad humana que en nuestros países está en medio de la vida diaria, esta realidad es precisamente la Iglesia. Nuestras Iglesias no están formadas sólo por los encuentros de los obispos, como el de Aparecida. Esos mismos obispos caminan todos los días con su pueblo. Los sacerdotes no viven encerrados en las parroquias. Están todo el día con la gente, en la calle, en los comedores de los pobres, en las escuelas rurales, en todas las infinitas obras sociales y caritativas donde conocen la fatiga que les cuesta a muchos seguir adelante. Solo dentro de las circunstancias concretas de la vida diaria puede compartirse la fe y la alegría por la presencia viva de Cristo. Porque si no, cualquier camino comunitario a largo plazo cierra el horizonte y se transforma en una  segregación con pretextos religiosos».

 

La vuelta de cierto clericalismo : el viejo perfil del sacerdote “príncipe”

Según algunos obispos, el boicot más insidioso contra la perspectiva “de la cercanía” sugerida por la Conferencia de Aparecida no procede del relativismo o de la secularización, o de los prejuicios de grupos hostiles a la Iglesia. «Las mayores resistencias», señala el franciscano peruano Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, arzobispo de Trujillo, «coinciden con la vuelta de cierto clericalismo. También por eso la conversión pastoral delineada en Aparecida concierne ante todo a sacerdotes y obispos. Pero también algunos grupos y movimientos organizados, que a veces se mueven como facciones en busca de prestigio y de poder en la Iglesia». En algunas situaciones parece reflorecer el viejo perfil del eclesiástico “príncipe”, representante de una casta privilegiada, funcionario de un poder religioso, que trata incluso los sacramentos como cosas propias para afirmar su supremacía sobre los fieles laicos. A veces echándole en cara al pueblo su fragilidad y sus heridas, mortificando las aperturas y expectativas de aquellos que no están en regla con los  “prerrequisitos” de preparación doctrinal y de condición moral impuestos por el ascendente nuevo rigorismo clerical. Uno de esos estilos y estructuras que el documento de Aparecida define «caducos», y que no favorecen, sino que más bien obstaculizan, la transmisión de la fe. «Es inevitable», observa el arzobispo Stanovnik, «que cuando se piensa construir, “hacer” la Iglesia como proyecto y conquista propia, se desemboca en las autocelebraciones». Y añade el arzobispo Porras: «Semejantes pretensiones marcan la historia del catolicismo latinoamericano desde siempre. Basta leer los documentos publicados por el Vaticano con motivo del V centenario del descubrimiento de América. En aquellos tiempos algunos por rigidez disciplinar pretendían que los sacerdotes o los religiosos fueran hijos legítimos, criados en familias regulares, capaces de aportar una dote. Y ya entonces, entre los siglos XVI y XVIII, llegaban desde Roma centenares y centenares de dispensas, para superar estas pretensiones rigoristas».

 

Fieles brasileños en el Santuario de Nuestra Señora de Aparecida [© Associated Press/LaPresse]

Fieles brasileños en el Santuario de Nuestra Señora de Aparecida [© Associated Press/LaPresse]

¿Una Iglesia contrapoder?

El Celam, desde los años en que lo guiaban e inspiraban espíritus libres como el obispo chileno Manuel Larraín y monseñor Hélder Câmara, siempre ha reflejado el sentimiento predominante de los episcopados latinoamericanos frente a las cambiantes geogra­fías sociales y políticas de la zona. Ese entramado de pueblos y naciones que precisamente Hélder Câmara definía «el continente cristiano del Tercer Mundo», cuando llamaba a sus hermanos a luchar contra la miseria «que destruye la imagen de Dios que hay en cada hombre ».

Ahora, en estos países se va consolidando y aumentando con nuevas entradas la surtida lista de gobiernos de izquierdas, con líderes diferentes por procedencia y planteamiento –ex guerrilleros, ex militares, nacional-populistas, pragmático-reformistas– que están llamados a administrar una coyuntura económica en expansión, procesos reales de integración política, desequilibrios crecientes y programas sociales compensatorios que atañen a las condiciones de vida de millones de personas. Una efervescencia continental en cuya representación mediática los hombres de Iglesia quedan ordinariamente relegados al papel de ceñudos censores. Emisarios de una corporación continuamente en lucha con líderes políticos y gobiernos, y aferrada a la agenda de los temas éticamente sensibles: defensa de la vida, de la familia, de la libertad educativa.

Es un hecho que entre los obispos reunidos en Montevideo para la última asamblea del Celam, ninguno pareció intencionado a acreditar y quizás a relanzar el perfil hipermediático de la Iglesia como bloque “beligerante” en alternativa a los poderes mundanos. Para todos, los rasgos distintivos connaturales a la acción eclesial son los del fervor apostólico y la mansedumbre. «La imagen de una Iglesia como fuerza antagonista», explica el arzobispo venezolano Porras, «es la que les agrada a gobiernos y regímenes populistas que caen a menudo en la divinización de su propio poder. Entonces la Iglesia, precisamente por su inmanencia en el pueblo y por su mirada libre de todo mesianismo con que evalúa los problemas sociales, es presentada como una corporación que busca privilegios». Según el arzobispo chileno Ricardo Ezzati, «en el lenguaje político hay quienes a veces quieren hacer pasar la idea de que la estructura eclesiástica es un factor de atraso que encastilla la sociedad y las conciencias, y denuncia su presunto intento de recuperar un monopolio social y cultural perdido. En mi opinión, hay que evitar todo lo que pueda confirmar este estereotipo. Y hacer evidente que la Iglesia no busca ningún poder, ninguna hegemonía. Solamente quiera dar a conocer a nuestra gente un mensaje de liberación bueno para todos». También el cardenal Julio Terrazas Sandoval, arzobispo de Santa Cruz de la Sierra, piensa que eso de reducir la Iglesia a un contrapoder es una caricatura fácil: «En los últimos años, la Iglesia en Bolivia ha esperado silenciosamente a que se produjeran los cambios tan deseados por el pueblo. Hemos empezado a hablar solamente cuando hemos oído discursos que invitaban a eliminar al “Dios de los cristianos” y afirmaban la división entre dos Iglesias, la de los ricos y la de los pobres». Concluye el colombiano Rubén Salazar Gómez: «Es una deformación impuesta por los medios de comunicación la que enfatiza sólo las intervenciones de los eclesiásticos sobre los temas de moral sexual. Y la Iglesia ha de hacer lo posible para sustraerse al mecanismo de quienes la pintan como una corporación política antagonista. Haciendo ver a todo el mundo, con humildad, que no busca nada para sí misma».



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