Archivo de 30Giorni
Lebreton, teólogo creyente
Francés, jesuita, publicó escritos fundamentales sobre los primeros siglos de la Iglesia. Muchos grandes nombres le son deudores. Y, sin embargo, en los diccionarios teológicos más recientes no hay ni rastro de él.
Porque amaba la fe de la tradición antes y más que los debates de los doctos. Su perfil
por Lorenzo Cappelletti
![El padre Jules Lebreton. Nació en Tours en 1873, murió en París en 1956 [© Romano Siciliani]](http://www.30giorni.it/upload/articoli_immagini_interne/54-06-07-011.jpg)
El padre Jules Lebreton. Nació en Tours en 1873, murió en París en 1956 [© Romano Siciliani]
El reciente Diccionario de los teólogos no lo nombra. Su perfil no se encuentra ni siquiera entre los ciento diez retratos propuestos en el Léxico de los teólogos del siglo XX, último volumen de la famosa obra dogmática (cuenta con Von Balthasar y Rahner entre sus eminentes colaboradores) Mysterium salutis. Y sin embargo, se reconocen deudores del padre Jules Lebreton casi todos los grandes, desde Chenou a Danielou, desde Leclercq a Lyonnet, desde Bouyer a Marrou, por lo que Emile Blanchet, rector del Institut catholique de París, al dar la noticia de su muerte en julio de 1956, escribía que en realidad «no se sabrá nunca cuál ha sido la profundidad y la extensión de la influencia del padre Lebreton».
Jules Lebreton nació en Tours en 1873. A la edad de 17 años ingresó en la Compañía de Jesús y tras obtener brillantemente los grados académicos no pudo eludir la docencia. En 1907, en plena crisis modernista, se le asignó precisamente a él la cátedra de Historia de los orígenes cristianos, creada ex novo en el Institut catholique de París para ocuparse del delicado sector histórico-teológico de los estudios sobre la Iglesia primitiva. El padre De la Potterie recuerda que lo vio en París muchos años después y que Lebreton le confesó que cuando llegó él, en los primeros años del siglo XX, «un vent glacé soufflait sur Paris».
¿Sería capaz ese joven profesor de resistir al viento helado del modernismo? Colegas no siempre bien intencionados se indignaban: «sus superiores han de estar locos si le permiten aceptar un cargo semejante». «No he hecho nada para obtener este cargo», respondía Lebreton. «Me llaman; y voy».
En humildad
Esta actitud de soberana y humilde indiferencia le acompañará siempre. «Su espiritualidad austera contrastaba totalmente con la búsqueda de aventura y evasión. El padre no expresaba deseos», escribe René d’Ouince en el recuerdo que le dedicó en Etudes de 1956. En efecto, también desde el punto de vista científico, el padre Lebreton dedicó la mayor parte de su vida a obras que cuestan trabajo y dan poca gloria, por lo menos la que se gana entre los hombres subrayando la propia supuesta originalidad. Solo Dios sabe lo que cuesta ser profesor siempre disponible durante casi cuarenta años, sintetizar correctamente en dos volúmenes la historia de la Iglesia hasta Constantino para la gran obra dirigida por Fliche y Martin, además de escribir para revistas como Etudes y Recherches de science religieuse (que había fundado en 1910 con el padre De Grandmaison y de la que asumió la dirección tras la muerte de éste); pero sobre todo reseñar para el Bulletin d’histoire de dicha revista, hasta finales de los años cuarenta, innumerables trabajos de otros autores. Durante medio siglo, las obras de cierta importancia de todos los exegetas neotestamentarios, de los patrólogos y de los historiadores del dogma pasaron por el crisol atento de sus análisis críticos. Tan comedidos que para hallar algún reparo hay que leerlo entre líneas. Año XXXIV de Recherches de science religieuse, presentación de Surnaturel del padre De Lubac: «Todo cristiano sabe que Dios le propone como fin último para su vida la visión beatífica, por la cual eternamente se unirá a su Creador y Salvador; sabe que esta visión le ha sido prometida y le será dada por gracia de Dios; pero puede preguntarse si este fin ha sido propuesto a la humanidad desde el momento de la creación del primer hombre o solamente después de la caída, en previsión de los méritos del Redentor; en esta segunda hipótesis ¿se ha de representar a Adán, antes de su pecado, como orientado por Dios a una beatitud natural, merecida por una vida piadosa y justa, como podían asegurar las fuerzas de la naturaleza? Si esta hipótesis de una naturaleza pura orientada hacia un fin natural ha de ser desechada...». Que es como decir: los cristianos saben lo que deben creer, las hipótesis son hipótesis y no hay porque desechar la de la naturaleza pura...
El padre Lebreton dejó inacabada la única obra que le podía haber dado gloria. L’Histoire du dogme de la Trinité des Origines au Concile de Nicée no llegó a Nicea, se paró en san Ireneo. Pero tal vez no fue una casualidad. La fe de Lebreton era un poco la de Ireneo. Al igual que Ireneo el padre Lebreton, escribe René d’Ouince, «normalmente se contentaba con exponer con firmeza la doctrina tradicional de la Iglesia». Según esa misma regula fidei que había sido de Ireneo y que hace suya en el prólogo a la Histoire du dogme: «La cadena viva de nuestra tradición nos une aún más estrechamente y más seguramente al pasado que los comentarios de los exégetas y las disertaciones de los historiadores».
El viejo servidor
La desconfianza frente a las especulaciones de la gnosis cristiana de Clemente de Alejandría y de Orígenes vuelve en algunos artículos suyos de los años veinte (que traducidos al italiano fueron editados en 1972 por la editorial Jaca Book con el título Il disaccordo tra fede popolare e teologia dotta nella Chiesa del terzo secolo [“El desacuerdo entre fe popular y teología culta en la Iglesia del siglo III”], del que proponemos amplios fragmentos en las páginas siguientes). Según Orígenes los creyentes de a pie son como lactantes, ligados a conocimientos elementales: «Solo conocen a Jesucristo y a Jesucristo crucificado, pensando que el Logos hecho carne es todo el Logos; solo conocen a Cristo según la carne: y es la mayoría de los llamados creyentes».
Pues bien, el padre Lebreton quiso vivir y morir como ellos. En los últimos años de su vida, debido a una grave enfermedad, se había vuelto como un niño y hablando con una monja anciana y enferma como él le confesó: «Usted, madre, lo entiende como yo. Lo que el Señor quiere encontrar en sus viejos servidores es su confianza en Él. De mes en mes las fuerzas disminuyen. Esta tarde iré al médico para esas inyecciones mensuales que me ayudan a vivir, a pensar, a recordar las cosas. Cuando ya no me hagan ningún efecto dejaré todo esto y viviré en la casa paterna como un niño obediente y confiado, repitiendo la frase: “Scio cui credidi. Sé en quien he confiado”. No me abandonará»