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ARTE
Sacado del n. 07/08 - 2011

EXPOSICIÓN. Rembrandt y el rostro de Cristo

Rembrandt conmovido por el rostro de Jesús


El gran artista holandés pintó una serie de “retratos” del Señor, usando como modelo a un judío de Amsterdam, para acercarse lo más posible a la realidad. Por primera vez estas obras, a menudo poco consideradas por la crítica, han sido reunidas en una espléndida exposición que después de París ha pasado a los Estados Unidos


por Giuseppe Frangi


<I>La cena de Emaús</I>, 1648, Rembrandt, Museo del Louvre, París

La cena de Emaús, 1648, Rembrandt, Museo del Louvre, París

 

En julio de 1656 Rembrandt estaba a dos pasos de la bancarrota, por lo que se decidió a subastar todos los bienes conservados en la gran casa de Joden­beestraat. Siguiendo el procedimiento ordinario, los días 24 y 25 de aquel mes se realizó el inventario por parte de la Desolate Boedelskamer de Amsterdam. Un inventario larguísimo, en el que en un momento dado se citan tres cuadros que representan el rostro de Cristo. Uno en especial era definida con estas palabras: «Cristus tronie nae’t Leven». Literalmente: «Cabeza de Cristo del natural». ¿Qué significaba ese “del natural”? El primer estudioso que en 1834 publicó aquel inventario pensó que se trataba de un despiste del magistrado holandés, y no se le ocurrió otra cosa que hacer como si nada y suprimir esas palabras. Dos años después, un observador atento notó la censura y para resolver el enigma propuso una interpretación completamente forzada: “de tamaño natural”. Pero en holandés ese “nae’t leven”, contracción de “naar het leven”, no admite ambigüedades: significa “tomado del natural”, es decir, de un modelo vivo. ¿Por qué había sentido el anónimo inventarista la necesidad de hacer aquella aclaración, como si se tratara de un rasgo distintivo de aquella serie de pequeñas cabezas de Jesús? Para responder a esta pregunta el Louvre y los museos de Filadelfia y Detroit han aunado fuerzas para organizar una de las exposiciones más extraordinarias de los últimos años. La exposición, que en París se llamó Rembrandt y la figura de Cristo –y que en sus dos etapas americanas de Philadelphia (hasta el 30 de octubre) y Detroit (de noviembre a febrero de 2012) tendrá un título mucho más directo: Rembrandt y el rostro de Cristo– va acompañada de un catálogo precioso, publicado por lo demás por un editor italiano (Officina Libraria, en venta a 37 euros en Amazon.it).
El corazón de la exposición, que ha reunido algunas obras maestras absolutas como las variantes que Rembrandt pintó sobre el tema de la Cena de Emaús, es la sala donde las tres cabezas citadas en el inventario han sido añadidas a otras cuatro, también en tabla, halladas por la crítica a lo largo del tiempo. Estos cuadros tenían una importancia especial para el pintor, como demuestra que dos de ellos, según el inventario, estaban colgados en su dormitorio: pero esto no ha bastado para convencer a la crítica de su autografía. Así pues el Rembrandt Research Project, una institución que ha de “certificar” como salidas de su mano la inmensa mole de obras atribuidas al maestro holandés, había sacado las siete tablas del catálogo. Ahora el trabajo del batallón de críticos, respaldados además por los análisis científicos efectuados sobre las obras, ha llegado a garantizar la autografía de cuatro de estas Cabezas, dejando para las demás una atribución «al taller de Rembrandt». Pero mientras tanto se han añadido también un par de copias que sin duda documentan otros originales perdidos. Señal de que para Rembrandt este era un tema de gran importancia y que eran muchos quienes se lo pedían.
Pero ¿cuál es el motivo de tan fuerte ostracismo de la crítica hacia estas obras? Sin lugar a dudas tiene que ver ese “nae’t Leven” que dejó perplejos a los estudiosos durante tanto tiempo. Rembrandt vivía en una sociedad ya sólidamente protestante, en la cual incluso la concepción del arte había cambiado profundamente. Decenios antes, en 1566, el conflicto con el catolicismo había desembocado en una violenta campaña iconoclasta, con la destrucción de muchísimas obras en las iglesias de los Países Bajos. En el sur de Schelda los católicos habían retomado el control de la situación, volviendo a llenar las iglesias de Amberes gracias a la energía fluvial de Pieter Paul Rubens; en el norte, en cambio, la historia había cambiado para siempre. Los artistas se habían dedicado a escenas de género, alimentando un mercado que ya no disponía de encargos importantes sino de una nueva clase de ricos compradores. Los temas religiosos se habían hecho muy raros, con claro predominio de escenas del Antiguo Testamento. En cuanto a la imagen de Jesús, era objeto de un animado debate: uno de los alumnos de Rembrandt, Jan Victors, había llegado a sostener que existía riesgo de “idolatría”.

<I>Cabeza de Cristo</I>, h. 1648, Rembrandt, Museum Bredius, La Haya, Países Bajos

Cabeza de Cristo, h. 1648, Rembrandt, Museum Bredius, La Haya, Países Bajos

Rembrandt en este contexto se movió en absoluta libertad. Claro que su producción iba dirigida a manos privadas, o incluso solo pintaba para él mismo. Pero es evidente que sentía una necesidad profunda, casi imparable, de afrontar la figura de Cristo. La experiencia de Caravaggio, que había sacado las representaciones de la vida de Jesús de la perspectiva idealista y lo había colocado en un horizonte de credibilidad realista, le había ofrecido una base esencial. Rembrandt supera ese límite, teniéndoselas que ver con el contexto en el que vive. Estaba muy atento a las fuentes por los detalles concretos que podían ofrecer. Había estudiado la historia de Flavio Josefo, como demuestra un grabado de 1659, San Pedro y san Pablo en las puertas del Templo, en el que el edificio está pintado siguiendo las indicaciones sacadas de las Antigüedades judías.
El “nae’t Leven” del que habla el inventario sugiere, en este sentido, un elemento esencial. Rembrandt, como escribe Lloyd DeWitt, uno de los realizadores de la exposición, buscó un modelo en la comunidad judía de Amsterdam, tanto para refrendar las buenas relaciones que lo unían con aquella comunidad, como, sobre todo, para disponer de un tipo humano «etnográficamente cercano a Cristo». Esto representaba «un rechazo tanto de los estereotipos iconográficos como de la idolatría, mediante el realismo». Nos es casualidad que la exposición y los descubrimientos relacionados con ella hayan sido muy seguidos por la prensa israelí. Especialmente por el diario Haaretz, que publicó un artículo con un título muy significativo: Rembrandt’s Jewish Iesus.
Según otro crítico, Willem Adolph Visser’t Hooft, «a primera vista, el retrato parece el de un rabino, el más hondo y delicado posible. Pero enseguida se advierte que hay algo misterioso. Este Cristo está lejos de impresionarnos por su majestad. Por el contrario, no tiene “forma ni belleza”, no “levanta la voz”». En estas palabras está la sustancia de las imágenes de Cristo pintadas por Rembrandt. “Sin forma ni belleza” indica la ausencia de toda retórica, de todo idealismo estético. Cristo nos sorprende en un contexto de absoluta normalidad, tanto en la ambientación como en la calma reflexiva de su actitud. Y luego “no levanta la voz”, porque Rembrandt lo imagina en un instante de diálogo profundo y amistoso con quienes le rodean. Cristo está imaginado en un momento de intimidad, apartado de su aventura pública. Un Cristo antiheroico, verdadero en el celo de su mirada y en la ternura del vínculo que instaura con su interlocutor. Son imágenes que se colocaban en continuidad ambiental con respecto a los lugares a los que iban destinadas, como para subrayar la contemporaneidad. Es esto lo que probablemente buscaba Rembrandt, antes que nada para sí, pero también para una pequeña comunidad de personas que no se rendían a aquel vacío que había impuesto el protestantismo. Hoy sus Cabezas hacen brecha precisamente porque en su elementalidad iconográfica no necesitan claves interpretativas, no exigen una “preparación” especial. Solo piden que se las mire.



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