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NOVA ET VETERA
Sacado del n. 09 - 2011

Archivo de 30Días

El tesoro que se guarda es más importante que el custodio


La Tradición según las cartas del papa Celestino I (422-432)


por Lorenzo Cappelletti


Detalle del arco triunfal: el Trono divino y a los lados los santos Pedro y Pablo con la inscripción <I>Xystus episcopus plebi Dei</I>, Basílica de Santa María la Mayor de Roma

Detalle del arco triunfal: el Trono divino y a los lados los santos Pedro y Pablo con la inscripción Xystus episcopus plebi Dei, Basílica de Santa María la Mayor de Roma

 

Diez de septiembre del 422, el nuevo obispo de Roma es Celestino I. Sube al trono de Pedro un hombre cuya biografía prácticamente desconocemos, pero que, por los pocos escritos que nos quedan, sabemos que hacía explícita referencia a la fe del pescador de Galilea como único motivo de su estar y obrar en ese trono. Su epistolario, del que nos han llegado sólo fragmentos debido a las numerosas destrucciones padecidas por el archivo de la Iglesia de Roma, ha sido recientemente publicado en italiano por Franco Guidi, en la editorial Città Nuova. En gran parte está formado por sus intervenciones durante la crisis nestoriana, antes, durante y después del Concilio de Efeso del 431. A través de éstas no pretendemos, como cazadores de here­jías, investigar el error de Nestorio, que fue condenado en aquel Concilio, sino evidenciar los criterios que guiaron a Celestino.

 

La fe que nos transmitieron los apóstoles con plenitud y claridad ha de ser salvaguardada de añadiduras y substracciones

Lo que llama la atención en la manera que tiene Celestino de hacer frente a la cuestión es que no le interesa mínimamente discutir la teo­logía de Nestorio y las razones por las que éste piensa que es preferible para María el término Chris­totókos (madre de Cristo) al de Theotókos (madre de Dios). Es un terreno minado, pero sobre todo no es de competencia del carisma de Roma, cuya originalidad, podríamos decir, es carecer de originalidad teológica, no proponer soluciones propias. Celestino se atiene a la fórmula del Credo apostólico que afirma con sencillez que el Hijo unigénito de Dios se hizo carne de María.

Al mismo tiempo, Celestino tiene en cuenta la experiencia pasada. Al principio de la carta que envía a Nestorio en agosto del 430 rememora las recientes vicisitudes de la sede constantinopolitana: «Después de su muerte [la muerte de Ático, obispo de Constantinopla desde el 406 hasta el 425] muy grande fue nuestra preocupación, porque nos preguntábamos si su sucesor le sucedería también en la fe, ya que es difícil que el bien dure mucho. En efecto, a menudo el mal le sigue y toma su puesto. Sin embargo, después de él tuvimos al santo Sisinio, que pronto nos abandonaría [en el 427], un colega alabado por su sencillez y santidad que predicaba la fe que había encontrado. Evidentemente, él con su sencilla santidad y su santa sencillez había leído que es mejor poseer el temor que la ciencia profunda; y que no hay que examinar demasiado profundamente, ni de nuevo: “Quien predique de manera diferente de cómo nosotros hemos predicado, sea anatema”» (pp. 109-110). La preocupación de Celestino es que el «mucho discurrir» (p. 111) de Nestorio, que «ha preferido ponerse al servicio de sus propias ideas en vez de al servicio de Cristo» (p. 107) y que «quiere razonar del Dios Verbo de manera diferente de como lo hace la fe común» (p. 111), enriquezca o disminuya, es lo mismo, el depositum fidei: «No se debe turbar la pureza de la fe tradicional con palabras blasfemas sobre Dios. ¿Quién no ha sido juzgado digno de anatema que no haya añadido o quitado algo a la fe? En efecto, la fe que nos han transmitido los apóstoles con plenitud y claridad ha de ser salvaguardada de añadiduras y substracciones. Leemos en nuestros libros que nada se ha de añadir ni quitar. De hecho, quien añade o quien quita recibe una gran pena [...]. Nos lamentamos que se hayan quitado del Credo recibido de los apóstoles las palabras que nos prometen la esperanza de toda nuestra vida y de la salvación» (p. 113). Y de manera más personal, abandonando el pluralis maiestatis: «Agitur ut mihi totius spei meae causa tollatur», es decir: «Se trata de ser privado de la razón de todas mis esperanzas» (p. 116). Un pasaje verdaderamente decisivo: no puede haber otra fe que la fides communis, la fe de los apóstoles, porque, aunque parezca una paradoja, sólo la fe común es capaz de alimentar la personal y razonable esperanza de un hombre. No hay nada mecánico en la custodia del depósito, es un obrar libre, un amor: «La custodia de la doctrina recibida no es menos importante que la tarea de quien la transmite [la importancia inversa que hoy constatamos, ¿no indica acaso una falta de amor?]. Los apóstoles sembraron las semillas de la fe, nuestra solicitud las guarde, para que cuando vuelva nuestro amo halle frutos abundantes; no cabe duda de que es a él a quien debemos atribuir la productividad [hoy debe haber alguna duda, si se ponen tan nerviosos]. Y en efecto, como dice el vaso de elección [san Pablo], no es suficiente plantar y regar, si Dios no hace crecer. Debemos, por tanto, trabajar juntos para conservar las enseñanzas que nos fueron confiadas y que a través de la sucesión apostólica hemos hecho nuestras hasta ahora» (p. 144). Así escribía al Concilio reunido en Efeso el 8 de mayo del 431. Algunos años antes, considerando las originalidades disciplinarias y teológicas de la provincia de Arles, Celestino mostraba que tanto la fe de los apóstoles alimenta la esperanza personal, como la búsqueda de la novedad desemboca en supersticiones ilusorias: «Sabemos que algunos sacerdotes del Señor [es decir, obispos] se han puesto al servicio de la superstición en vez de al servicio de la pureza de la mente, esto es, de la fe [...]. Si comenzamos a buscar la novedad, hollaremos las normas que nos transmitieron los padres, y daremos espacio a supersticiones sin valor. No debemos, pues, empujar a la razón de los fieles hacia dichas apariencias. Hay que educarles y no engañarles». A los obispos de las provincias de Vienne y Narbona, 26 de julio del 428 (pp. 61-62).

 

La aparición del Señor a Abraham, panel de la nave central, Basílica de Santa María la Mayor de Roma

La aparición del Señor a Abraham, panel de la nave central, Basílica de Santa María la Mayor de Roma

La custodia de la doctrina recibida no es menos importante que la tarea de quien la transmite

En verdad, ya desde entonces había otro motivo que unía a Nestorio a los obispos de la Provenza que preocupaba a Celestino: la prevaricación en las normas tradicionales relativas a las elecciones episcopales. Para Celestino, el obispo ha de ser elegido entre el clero de la propia Iglesia, pues debe ser un candidato que haya dado buena prueba de sí mismo en los varios grados de las órdenes menores y mayores. Lo explica en la carta apenas citada: «Que a nadie se le imponga un obispo que no desea. Pídase el consenso y téngase en cuenta el deseo del clero, del pueblo y de los pertenecientes a las órdenes. Elíjase a otro, perteneciente a otra Iglesia, cuando no se haya podido encontrar a nadie digno entre lo clérigos de la ciudad para la que se debe ordenar un obispo, eventualidad que no creemos que se verifique. En efecto, en este caso antes hay que reprobar a dichos clérigos, para preferir justamente a algunos pertenecientes a otras Iglesias. Cada uno alcance el fruto de su servicio en la Iglesia en la que ha pasado el tiempo de su propia vida desempeñando todas las funciones. Nadie de ningún modo ponga sus manos en oficios ajenos, y nadie pretenda para sí la recompensa debida a otros. Que los clérigos tengan la facultad de oponerse, si consideran que soportan un peso demasiado grave, y que no teman rechazar a los que ven entrar por vías tangenciales; deben expresar libremente su opinión sobre el que deberá gobernarles, si no es la persona que merecen» (pp. 67-68). Algunos años después, alabando al nuevo obispo de Constantinopla, Celestino contestará también a Nestorio (que ya había sido alejado de Constantinopla) su condición de teólogo famoso venido de otro lugar: «[Maximiano] no es un desconocido, no ha venido de otra ciudad. Habéis elogiado a una persona que está entre vosotros, vosotros que recientemente fuisteis engañados, para su desgracia, por la fama de un personaje ausente». Al clero y al pueblo de Constantinopla, 15 de marzo del 432 (p.180).

 

En vosotros la victoria de Aquel cuya divinidad se pensaba que podía ponerse en entredicho

Y, por otro lado, tras la victoria de la fe queda claro que ésta no tiene nada que ver con un proyecto de aniquilación del que yerra. Y esta victoria se ve: «Nuestro Dios no soporta que permanezca oculto lo que otorga, porque nunca permanecen ocultos los beneficios celestes» (p. 183). Celestino es fiel a lo que había hecho escribir en el número 8 del Indiculus: «Estas súplicas no se le hacen a Dios por cumplir e inútilmente: los hechos lo demuestran efectivamente. Porque Dios se digna atraer a muchísimos de toda suerte de errores, y sacándolos del poder de las tinieblas, los traslada al reino del Hijo de su amor; y de vasos de ira los hace vasos de misericordia. Todo esto se siente ser obra de Dios de tal manera que siempre se le tributa a Dios, que hace estas cosas, la acción de gracias y la confesión de alabanza por la iluminación o la enmienda de estos hombres» (p. 82). Así, cuando se trata de las condenas de los seguidores de Nestorio, el papa Celestino pide que los padres conciliares de Efeso le escuchen: «Además, de los que resulta que compartieron con igual impiedad la doctrina de Nestorio y se unieron como compañeros de sus crímenes, aunque en vuestra sentencia se lee también su condena, sin embargo, también Nos decretamos lo que parece oportuno» (p. 188). Y aconseja que se use la misma magnanimidad que fue usada con provecho en el caso de los pelagianos: «En estas cuestiones hay que tener en cuenta muchos elementos, que la Sede apostólica siempre ha tenido en cuenta [indicio no menos importante de la catolicidad es la capacidad de tener presente la totalidad de los facto­res]. Lo que decimos lo atestiguan los hechos que han protagonizado los celestianos [los pelagianos], los cuales hasta aquí tenían sus esperanzas puestas en el Concilio. Si se enmiendan, tienen la posibilidad de volver, cosa no permitida sólo a los que, por la firma de todos los hermanos, consta que fueron precisamente condenados con los autores de la herejía. En efecto, gracias a la misericordia de Dios Nos alegra que algunos de ellos hayan vuelto a nosotros. [...] Aconsejo a vuestra fraternidad seguir este ejemplo» (pp. 188-189) . Celestino no azota a los pobres “pelagianos anónimos”, contra los que se habían lanzado instrumentalmente los seguidores de las dos escuelas que se contraponían en Efeso. El hecho es que la victoria de Efeso no es la victoria de una teología (la alejandrina) sobre otra teología (la antioquena). En realidad, «en vosotros la victoria de Aquel, cuya divinidad se pensaba que podía ponerse en discusión [...]. Según las palabras del Señor, no se puede arrancar una plantación que fue plantada por el Padre y que en él demostraba dar buenos frutos. El Señor de Israel ha conservado su viña. La viña del Señor es la casa de Israel, y por esto no debemos asombrarnos si su casa fue preservada contra los ladrones, cuyo custodio, se lee, no duerme, ni dormita [...]. Por tanto, amadísimos hermanos, permaneced en aquel que está en vosotros para que venzáis (permanete in eum qui est, ut vincatis, in vobis)» (pp. 168; 177; 181). Los que pretendieron haber vencido en nombre de una teología pronto fueron a la deriva. Muerto Cirilo (444), el patriarca de Alejandría que en Efeso había sido el verdadero protagonista de la reafirmación de la fe apostólica, toma su puesto Dióscoro. El nuevo patriarca, que ya no se apoyaba en la fe de Pedro (que esta sede, fundada por san Marcos evangelista, compartía con Roma), sino en la genialidad de la escuela de Clemente, de Orígenes, de Apolinar, dará vida en el 449 a aquel concilio que pasó a la historia como latrocinium ephesinum, que fue la traición más infame del Concilio de Efeso, no sólo por la profesión de una fe claramente herética, sino también por la intolerancia prevaricadora que se usó en él. León Magno, que reinaba por aquel entonces (después de haber sido, según la tradición, fiel diácono de Celestino), se repetiría las palabras de su predecesor: «Es difícil que el bien dure mucho. En efecto, a menudo le sigue el mal y toma su puesto».

 

La adoración de los Magos, mosaico del arco triunfal, Basílica de Santa María la Mayor de Roma

La adoración de los Magos, mosaico del arco triunfal, Basílica de Santa María la Mayor de Roma

Por tanto, amadísimos hermanos, permaneced en Aquél que está en vosotros para que venzáis

Nos queda por tratar brevemente la idea que Celestino tenía del papel de la autoridad política en los asuntos de la Iglesia. Lo haremos esta vez a partir de una cita no de Celestino, sino de un fragmento de la Introducción de Franco Guidi: «Celestino reconoce también que la autoridad imperial deriva de Cristo, pero no hace este reconocimiento para exaltarla, si no más bien para insinuar que debe estar subordina a Cristo y, por tanto, a los intereses de la Iglesia de Cristo. Y en la misma clave hay que entender la exhortación al emperador para que se preocupe más de la causa de la fe que de los destinos del imperio, que dependen de los destinos de la Iglesia. Como se ve, se trata de una tesis contrapuesta la política cesaropapista de Constantino y de Constancio II, aunque no llegue todavía a la afirmación del primado de la auctoritas sacrata pontificum, que tanta importancia tendrá para la definición de las relaciones entre Iglesia y poder imperial en la Edad Media» (p. 33). Nos permitimos disentir y considerar anacrónica esta interpretación. Casi parece que la concepción de Celestino prevé necesariamente el desenlace hegemónico gregoriano como contraposición especular al cesaropapismo bizantino. Celestino parece preocupado de encauzar un poder político rebelde. En realidad, si se leen los textos, se encuentra una concepción más laica: Celestino no reconoce la autoridad política ni «para exaltarla», ni «para insinuar...», la reconoce y basta. Esto tiene más correspondencia con el comienzo del capítulo trece de la Carta a los Romanos o con la primera Carta de Pedro, o la Ciudad de Dios de Agustín que, por cercanía ideal y temporal, no cabe duda que Celestino debía conocer mejor... que las pretensiones gregorianas. Escribe Celestino a Cirilo de Alejandría el 7 de mayo del 431: «No es inútil, sobre todo en el caso de cuestiones divinas, la atención de la autoridad imperial respecto a Dios, que fielmente dirige los corazones de los reinantes» (p. 141). Celestino al Concilio de Efeso, 15 de marzo del 432: «No asombra que el corazón del rey, que está en las manos de Dios, esté en sintonía con aquellos que sabe que son sus sacerdotes» (p. 185).

 

Testimonio de cuál fue, mientras vivió, «la razón de todas sus esperanzas» (p. 116), es que Celestino quiso reposar en la muerte ad nymphas sancti Petri, en las catacumbas de Priscila, en el lugar que según la antigua tradición san Pedro eligió para bautizar a los primeros cristianos en Roma. Quienquiera que lo compusiese, su epitafio evoca la «confianza que nace de la sencillez» (p. 176) que había acompañado en su vida al papa: «He aquí el sepulcro del cuerpo: huesos y cenizas reposan, no muere nada; toda la carne resucita en el Señor».



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