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RESEÑA
Sacado del n. 10 - 2011

Lealtad de los cristianos y tolerancia de Roma


Las fuentes antiguas sobre la relación entre el primer cristianismo y Roma, discutidas en los estudios de la historiadora Ilaria Ramelli, contradicen la vulgata de un poder romano ideológicamente enemigo de los cristianos


por Lorenzo Bianchi


Ilaria Ramelli, <I>I cristiani e l'impero romano. In memoria di Marta Sordi</I>, Marietti <I>1820</I>, Génova-Milán 2011, 96 págs., 12 euros

Ilaria Ramelli, I cristiani e l'impero romano. In memoria di Marta Sordi, Marietti 1820, Génova-Milán 2011, 96 págs., 12 euros

 

El pequeño y reciente volumen de Ilaria Ramelli, filóloga e historiadora, estudiosa del cristianismo antiguo, contiene, como ella misma indica en el prefacio, una selección de breves artículos divulgativos aparecidos en los años 2009 y 2010 en Avvenire. Sin embargo, no se trata, como se podría pensar, de una simple reedición de intervenciones agrupadas por afinidad de temas, ni de un mero trabajo de compilación, sino de un cuidadoso y denso resumen, que ilustra muy sintéticamente, aunque sin omitir nada necesario o fundamental, los resultados de los estudios sobre el primer cristianismo realizados por ella, con rigurosa metodología científica (especialmente por lo que se refiere al análisis filológico de los textos y la valoración de las fuentes históricas), en los últimos veinte años.

Así pues, pese a dirigirse principalmente a lectores no especialistas en la materia, el volumen resulta de gran utilidad incluso para el estudioso, para el que se configura –lo cual es en particular el mérito de la autora y la virtud de la obra– como un extenso índice razonado, que ordena y sistematiza una vastísima producción (siempre se indica oportunamente la bibliografía), y del que emerge el hilo conductor de la investigación, coherente y unitaria aunque esté “dispersa” por gran cantidad de revistas científicas especializadas.

Dada la estructura de la obra, no es posible señalar en una reseña todos los temas tratados si no es haciendo una larga lista; cosa que no queremos hacer, por lo que nos limitaremos a indicar los temas más originales y significativos.

Diremos, pues, ante todo, que el volumen se articula en cuatro secciones distintas.

En la primera, que trata de la figura de Jesús en las fuentes no cristianas del siglo I, destacan dos textos, cuya autenticidad queda demostrada, que se colocan en un período bastante anterior a los conocidos fragmentos de Tácito: la carta de Mara Bar-Serapion, un historiador pagano, escrita hacia el 73, y un pasaje de las Antigüedades judías (XVII, 63-64) del historiador Flavio Josefo, fariseo que escribe tras la caída de Jerusalén (ocurrida en el 70); «precisamente el hecho de ser ambas fuentes ajenas al cristianismo», escribe la autora (p. 10), «convierten a Mara y Josefo en testigos preciosos y no “sospechosos” de la figura histórica de Jesús: y aunque estos no creen en su resurrección física, atestiguan la fe que tienen los cristianos “puesto que se les apareció de nuevo vivo, después de tres días”» (Antigüedades ju­días XVII, 64).

Más adelante, en la tercera sección, se pondrá en evidencia la presencia de una serie de referencias al cristianismo en las novelas y en las sátiras paganas de los siglos I-II: el Satyricon de Petronio, Las aventuras de Querea y Calirroe de Caritón, las Metamorfosis de Apuleyo, obras en las que hay alusiones, a veces evidentes, a los hechos narrados por los Evangelios. Y en la cuarta se buscarán las huellas históricas de la primera difusión del cristianismo desde el Cercano Oriente a la India: en especial la historia del rey Abgar de Edesa (cuya relación con el emperador Tiberio parece fundada), la evangelización de Edesa por obra de Addai (nombre sirio de Tadeo, uno de los setenta discípulos de Jesús, enviado por el apóstol Tomás), la de Mesopotamia por obra de Mari (discípulo de Tadeo, convertido por él), la mención del mandylion (la imagen aquiropita de Jesús que se pone en relación con la Sábana Santa), la misión de Panteno a India (llevada a cabo por el filósofo estoico, que se convirtió al cristianismo y fue maestro de Orígenes y Clemente Alejandrino, entre el 180 y el 190).

Queremos detenernos, sin embargo, más extensamente en la segunda sección, que trata del primer cristianismo en Roma.

En esta, la autora demuestra que el cristianismo fue conocido enseguida en Roma: de ello es testigo la noticia del senadoconsulto del 35, ofrecida por Tertuliano, con el que el Senado rechazó la propuesta del emperador Tiberio de dar legitimidad al credo cristiano. Considerada por muchos como dudosa, Ilaria Ramelli la confirma como histórica con nuevos argumentos añadidos a los ya aducidos por Marta Sordi y Carsten Thiede, y en particular basándose en un fragmento del filósofo neoplatónico Porfirio (233-305), que, desde luego, no puede ser sospechoso de intenciones apologéticas, como Tertuliano. Porfirio, al rechazar la resurrección de Jesús, afirma que, si hubiera resucitado de verdad, no habría debido aparecérseles a personas oscuras (como los apóstoles), sino «a muchos hombres contemporáneos y dignos de fe, y sobre todo al Senado y al pueblo de Roma, para que estos, asombrados por sus prodigios, no pudieran, con un senadoconsulto unánime, emitir sentencia de muerte, bajo acusación de impiedad, contra quienes le obedecían».

El Coliseo [© LaPresse]

El Coliseo [© LaPresse]

La legislación anticristiana de Roma fue debida al Senado, pero Tiberio no dio curso a las acusaciones; de modo que hasta el 62 los cristianos no fueron condenados por ninguna autoridad romana como tales. La actitud de tolerancia del ambiente de la corte imperial hacia los cristianos está atestiguada también por la correspondencia entre san Pablo y Séneca, que ha llegado hasta nosotros siguiendo un camino distinto al del corpus paulino. Prematuramente arrinconada como apócrifa en la vulgata de la crítica moderna, aquí es revalorada con la ayuda de nuevas y abundantes consideraciones filológicas y léxicas especialmente convincentes, como probablemente auténtica, por lo menos en la mayor parte de las cartas (o mejor, breves notas) que nos han llegado, que llevan la fecha de los años 58 y 59. Son los años en los que (si se acepta la cronología alta) Pablo acababa de llegar a Roma para someterse al juicio del emperador; en espera del proceso, gozaba de una custodia militar benévola y era libre de predicar, difundiendo el cristianismo incluso en el pretorio («en todo el pretorio y en todas partes se sabe que estoy preso por Cristo», Fil 1, 13) y en la corte imperial («os saludan todos los santos, sobre todo los de la casa de César», Fil 4, 22).

La relación de tolerancia, o hasta de benevolencia del poder imperial romano hacia los primeros cristianos –por lo menos hasta el giro autoritario neroniano del 62 y el comienzo de las persecuciones tras el incendio de Roma del 19 de julio del 64 (persecución que, como nos cuentan Tácito, Annales XV, 44, y Clemente Romano Epístola a los Corintios V, 3-7 – VI, 1, fue alimentada por la envidia y la denuncia de cristianos)–, descrito por Ilaria Ramelli en la segunda sección, nos lleva necesariamente al título de su volumen. En él, en efecto, la autora retoma al pie de la letra el de una obra fundamental de su maestra, Marta Sordi, que fue durante más de veinte años titular de Historia Antigua en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Milán (I cristiani e l’impero romano, publicada en 1984, que sigue, sintetiza y actualiza el anterior volumen Il cristianesimo e Roma, editado en 1965). De su maestra Ilaria Ramelli sigue, mediante el método de la criba rigurosa, analítica y atenta de las fuentes históricas, también la idea base: es decir, la oposición, que las persecuciones demuestran sin lugar a duda, entre quien administraba el poder romano y los cristianos, no fue la consecuencia, por lo menos en sus raíces más profundas, de un enfrentamiento político o de una lucha de clases, como afirma un prejuicio que sigue muy difundido; tuvo, en cambio, causas diversas, causas ligadas por lo general a la esfera religiosa. Precisamente los documentos históricos demuestran que la actitud de los cristianos de los primeros siglos hacia el poder imperial estuvo siempre caracterizada, desde el principio, por la lealtad y el respeto de su autoridad. Es, pues, históricamente erróneo ver en el imperio romano una encarnación especialmente maligna del poder y el enemigo de la Iglesia; todo lo contrario –añadimos nosotros–, es precisamente el imperio romano, como sugiere la interpretación que dio Juan Crisóstomo (IV homilía, Sobre la II Carta a los Tesalonicenses, PG 62, 485) a las palabras de san Pablo, lo que parece interponerse como obstáculo al verdadero enemigo de la Iglesia, el anticristo: «Y ahora sabed lo que impide su manifestación [del anticristo], que vendrá en su hora. El misterio de la iniquidad ya se está llevando a cabo; pero es necesario que se quite de en medio a quien lo está reteniendo» (2Ts 2, 6-7). Aquello o aquel que retiene el misterio de la iniquidad, según san Juan Crisóstomo, es el poder imperial de Roma.



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