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EDITORIAL
Sacado del n. 11 - 2011

Conseguir que cuadren las cuentas es ya de por sí una de las operaciones políticas más elevadas


El equívoco de fondo es la extendida convicción de que la necesidad de fuertes recortes en la deuda pública depende solo de las exigencias y las obligaciones impuestas por la Unión Europea, como si se pudiera eludir un saneamiento fisiológicamente indispensable


por Giulio Andreotti


La canciller alemana Angela Merkel, el presidente francés Nicolas Sarkozy y el primer ministro italiano, Mario Monti, al finalizar el encuentro en Estrasburgo, el 24 de noviembre de 2011 [© Associated Press/LaPresse]

La canciller alemana Angela Merkel, el presidente francés Nicolas Sarkozy y el primer ministro italiano, Mario Monti, al finalizar el encuentro en Estrasburgo, el 24 de noviembre de 2011 [© Associated Press/LaPresse]

 

No podemos poner en tela de juicio que la Unión Europea está atravesando un momento difícil. Pero precisamente por eso creo que hoy ha llegado el momento de detenerse a reflexionar: partiendo de la constatación de que, pese a las dificultades, el camino emprendido sigue siendo el camino justo. Nadie pensaba que el recorrido hacia la Unión fuera un sendero sembrado de flores y metas fáciles. En cincuenta y cuatro años se ha vivido un desarrollo superior a las previsiones más optimistas, a pesar de los no escasos paréntesis del llamado europesimismo y de la acción de los glóbulos autárquicos muy fuertes e el sistema de cada país.

La cumbre de Bruselas del 9 de diciembre de 2011 concluyó con un acuerdo que debería ir seguido en marzo de un tratado intergubernamental sobre la Unión presupuestaria de la que ha quedado fuera solo Gran Bretaña. Muchos han comentado este compromiso como una obligación para las finanzas de sus países, como la apertura de un nuevo curso que supondrá más sacrificios e impuestos que podrían agravar la crisis económica que se está viviendo.

Como otras veces ocurriera en el pasado –pienso, por ejemplo, en los años que precedieron a la entrada en la moneda única–, el equívoco de fondo es la extendida convicción de que la necesidad de fuertes recortes en la deuda pública depende solo de las exigencias y las obligaciones impuestas por la Unión Europea, como si se pudiera eludir un saneamiento fisiológicamente indispensable.

Además, vincular la subida de impuestos a las exigencias de estabilidad europea no despierta desde luego simpatías hacia la Unión, dando lugar a hipótesis de salida de la misma innovadoras y extravagantes. Porque Europea es un hecho unitario pero compuesto por la suma de muchos componentes. Si se separa uno de otro no queda más que pasar por la oficina de liquidación.

Pero si reflexionamos, comprendemos que se ha de pretender el saneamiento de la deuda de un país; fuera de Europa ni Italia ni los otros países tendrían ninguna contrapartida en términos de desarrollo y bienestar.

Por ejemplo, está fuera de la realidad imaginar una alternativa entre progreso de la Unión y lucha contra el paro. No sé si la propia Unión puede realizar su propósito de aumentar las oportunidades de trabajo, pero lo cierto es que cada uno de los Estados miembros por su cuenta tendría muchas menos posibilidades de conseguirlo.

Lo mismo podríamos decir en cuanto al euro: tenemos muchos problemas con la moneda única, pero fuera del euro tendríamos uno más: nuestra propia existencia.

Es cierto que el concepto de simultaneidad del desarrollo monetario y del desarrollo institucional se ha resquebrajado y que ello puede aca­rrear consecuencias graves, pero contraponer, como se ha hecho, la Europa de los contables y los banqueros a la de la política es un ejercicio equivocado, porque hacer que cuadren las cuentas es ya de por sí una de las operaciones políticas más elevadas. Recuerdo que uno de los artífices del acuerdo de Maastricht fue el “banquero” Guido Carli. Y entre otras cosas también entonces hubo quienes pusieron en tela de juicio que Italia pudiera alcanzar los parámetros exigidos.

Quizá ha habido un exceso de velocidad tanto en la transición de Comunidad a Unión como en la ampliación a 25 y luego a 27. Tampoco la estipulación del Tratado Constitucional, que tuvo lugar también en Roma el 29 de octubre de 2004, fue del todo natural; pero no hemos de dejar pasar este momento sin reforzar convicciones supranacionales. También quejarse por temidos acuerdos especiales entre París y Berlín es inexacto y perjudicial, porque no hemos de crear manías de persecución antiitaliana y porque los gobiernos pasan pero la gran política exterior permanece. Los ejes preferenciales entre países nunca han dado buenos frutos y ni a Francia ni a Alemania les beneficiaría rebajar la importancia de Italia. También la Comunidad del Carbón y del Acero nació como solidaridad entre Alemania y Francia, dos Estados históricamente enemigos, y fue una solidaridad que se extendió a Italia, y a los tres países del Benelux con sus características de enganche norteuropeo. Tenemos, como italianos, el orgullo de estar entre los pueblos de la valiente Misión de 1957. Esto nos da quizá algunos derechos, pero sin duda muchos deberes.

Creo, para terminar, que se hace necesario tomarse una pausa de reflexión, sin arriar banderas o exasperar los aspectos críticos. Los más ancianos, que tuvimos la suerte de participar en el entusiasmo de los comienzos, afrontando contrariedades y escepticismos muy extendidos, hemos de exhortar a seguir creyendo en los aspectos positivos de una Europa unida. Incluso en un período de dificultades como este. Después del Calvario viene la resurrección, aunque no sea algo automático.



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