Navidad: agradecida dependencia de Cristo
El mensaje para los lectores de 30Días de Su Gracia Rowan Williams, arzobispo de Canterbury
por el arzobispo de Canterbury Rowan Williams
![El arzobispo Rowan Williams muestra a Benedicto XVI la miniatura del <I>Árbol de Jesé</I>, en la <I>Biblia de Lambeth</I>, al final de su encuentro en el Lambeth Palace, Londres, el 17 de septiembre de 2010 [© Osservatore Romano]](http://www.30giorni.it/upload/articoli_immagini_interne/33-11-011.jpg)
El arzobispo Rowan Williams muestra a Benedicto XVI la miniatura del Árbol de Jesé, en la Biblia de Lambeth, al final de su encuentro en el Lambeth Palace, Londres, el 17 de septiembre de 2010 [© Osservatore Romano]
Hoy se habla mucho sobre las personas que prefieren “espiritualidad” a “religión”. Y la mayor parte de nosotros entiende algo de lo que significa esta actitud. Representa una rebelión contra la idea de que los seres humanos somos salvados o transfigurados solo adhiriéndonos a la vida de una institución o a un conjunto de afirmaciones o teorías.
Pero así se corre el peligro de reducir la fe a una serie de experiencias que hacen que nos sintamos mejor, con la consecuencia de que no hay ninguna verdad universal, ninguna revolución en la vida de los hombres que salve de una vez por todas, solo una sucesión de experiencias “espirituales”, que ensancha nuestra sensibilidad, pero que no nos introduce en un mundo nuevo. De alguna manera necesitamos un lenguaje que nos lleve más allá de la polarización inútil entre estos dos términos, un lenguaje de nueva creación y una práctica de vida nueva con nuevas relaciones.
En este sentido, hablar con verdad de la Iglesia es ir más allá de la religión y de la espiritualidad. La Iglesia no existe para proporcionar experiencias maravillosas (de modo que puedas abandonarla cuando esas experiencias se agotan); la Iglesia tampoco es una institución con reglas y convicciones compartidas.
La Iglesia es el estado del ser uno con Jesucristo, es decir, el don de ser libres de rezar su oración y compartir su vida, de respirar su aliento.
Y nosotros celebramos la Navidad porque este nuevo estado de vida depende absoluta y únicamente del hecho de que un niño nació en Oriente Medio hace dos mil años. No depende del desarrollo positivo de nuevas técnicas que nos ayuden a sentirnos mejor; no depende tampoco de la revelación de un conjunto de teoremas. Comienza con un bebé indefenso que aún no habla; porque es en relación a esa frágil vida humana como cada ser humano encontrará en última instancia su verdadero destino.
En comparación con la atracción de experiencias emocionantes o la seguridad de posiciones inquebrantables, esto de por sí puede parecer más bien frágil. Y, sin embargo, al situar la verdadera fuente de la vida y de la esperanza totalmente fuera del ámbito del esfuerzo y de la organización humanos, nos desafía a confiar en un fundamento que es sin comparación alguna más estable y menos mudable: la acción y la promesa de Dios, el Verbo de Dios que hace que la vida divina viva en la vida de la creación y sobre todo en la vida de este niño recién nacido.
El contraste entre una vida de relación en la comunión del Cuerpo de Cristo y el ámbito tanto de la “espiritualidad” como de la “religión” fue resuelto hace mil setecientos años por san Agustín cuando escribió las Confesiones. El describe sus aventuras “espirituales”, primero dentro de una organización herética con dogmas firmemente definidos que no aceptaba ningún reto intelectual, luego como un especialista de meditación y de una especie de misticismo. Y nos habla de manera conmovedora de la profunda frustración que sentía vislumbrando desde lejos el reino de la verdad eterna y de la paz eterna.
Pero dice que el problema subyacente era que en todo esto no se había librado de la obsesión de su yo, de su orgullo. «Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Maestro», dice. Y, en una de las imágenes más grandiosas de toda su obra, habla de cómo Cristo, viniendo entre nosotros en la carne, nos impide dar pasos presuntuosos hacia el descubrimiento de la verdad basándonos solo en nuestros esfuerzos. De repente nos detenemos en nuestro recorrido «porque vemos a nuestros pies una divinidad débil, que se ha hecho débil compartiendo nuestra “túnica pelícea”. Cansados, nos arrojamos sobre esta frágil vida divina, para que, al levantarse, ésta nos eleve» (Confesiones VII, 18, 24).
Olvidando aspiraciones espirituales y exactitud religiosa el evangelio de Navidad nos invita simplemente a hacer esto: arrojarnos, en nuestro humano cansancio, sobre la tierra del amor divino, amor divino que se ha hecho indefenso y frágil para poner en crisis nuestra vana autosuficiencia. Así renovados, contra toda expectativa presumible, nos levantamos hacia la vida de la agradecida dependencia de Cristo y del uno del otro, en la comunión de la entrega mutua sin fin.
+ Rowan Canterbury
Lambeth Palace, Londres Navidad 2011