«No somos más grandes que nuestros Padres»
En Le Barroux, cerca de Aviñón, la comunidad benedictina fundada por dom Gérard Calvet hace cuarenta años que florece siguiendo estrictamente la Regla y el amor a la antigua tradición litúrgica de la Iglesia
por Giovanni Ricciardi
La iglesia de Le Barroux [© Massimo Quattrucci]
Desde las ventanas del monasterio de Le Barroux el cielo de Provenza es una bandera celeste al viento. El mistral lo golpea a veces con violencia: en algunos días de invierno puede soplar en las montañas cercanas a más de doscientos quilómetros por hora. Los olivos y las viñas no parecen sufrir por ello, pero la vegetación es generalmente baja, maquia mediterránea se diría, si excluimos los cipreses, colocados con arte para recordar que desde estos muros se mira hacia lo alto. Bajo el cielo, como un cono regular, se yergue la mole oscura del Mont Ventoux. Es aquí donde el Viernes Santo del 1336 Francesco Petrarca realizó con su hermano Gherardo su célebre “ascenso”, descrito en una carta a su amigo agustino Dionigi de Borgo San Sepolcro, que le había iniciado en la lectura de las Confesiones. Al finalizar la escalada, el poeta leyó al azar a su hermano un pasaje del libro X, en el que Agustín escribe: «Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos».
Petrarca, en su continua lucha entre el amor de las cosas terrenales y la nostalgia de las del cielo, envidiaba a Gherardo, que era fraile, aquel desapego, aquella libertad que le había permitido subir hasta la cima del monte rápido y ligero, sin el peso que abajo retenía al poeta.
Una historia de fidelidad a la Tradición
Precisamente aquí, hace cuarenta años, el 22 de agosto de 1970, otro Gherardo, concretamente Gérard Calvet, benedictino francés, llegaba sobre una motocicleta, con su hatillo en el portaequipaje y la bendición del abad del monasterio del que procedía, y se establecía en la pequeña capilla de Bédoin, consagrada a santa María Magdalena. En los años turbulentos del posconcilio, deseaba únicamente seguir con su vida monástica sin tener que someterse a aquellos “experimentos” de renovación doctrinal o litúrgica que le parecían muy pobres frente a la riqueza «antigua y siempre nueva» de la tradición: oración, silencio, trabajo manual, funciones en latín, liturgia tradicional.
Una opción por la soledad, la suya, que duró poquísimo. Tres días después de llegar, se presentó en Bédoin un joven pidiendo que se le aceptara como novicio. Dom Gérard, sorprendido e indeciso sobre lo que tenía que hacer, respondió que no sabía cómo acogerlo, pero la insistencia del otro terminó convenciéndolo. Al cabo de ocho años se creó una comunidad de 11 monjes: la pequeña capilla, con su pequeño priorato en ruinas, prontamente restaurado, resultó por ello demasiado angosta para el nuevo cenobio. Pero el crecimiento de la fundación, favorecida por el abad de dom Gérard, seguía adelante.
El apego a la liturgia tradicional en aquellos años se conjugó con una natural simpatía por las posiciones de monseñor Lefebvre, que en julio de 1974 procedió a celebrar las primeras ordenaciones de monjes. Esto provocó la reacción del abad, que inicialmente había apoyado la decisión de dom Gérard, pero que en aquel momento le ordenó que clausurara su experiencia monástica. La comunidad fue excluida por ello de la Congregación de los Benedictinos de Subiaco.
Frente a este aut aut, dom Gérard eligió el espinoso camino de continuar con la fundación, dolido por la ruptura, pero persuadido dentro de su corazón que el amor a la secular tradición litúrgica de la Iglesia no podía ir contra el corazón de la fe, contra la fidelidad al Papa, y que Dios encontraría un camino para resolver una situación canónica que se había convertido en irregular. En 1980 fue dado el adiós a Bédoin y se colocó la primera piedra del nuevo monasterio, en el ayuntamiento de Le Barroux, entre el Mont Ventoux y las “Dentelles” de Montmirail, una construcción de estilo neorrománico, desnuda y esencial, que fue completada en poco más de un decenio.
Mientras tanto, la fractura entre Lefebvre y la Iglesia se ampliaba, aunque dom Gérard seguía esperando que se encontrara una solución. De este modo, cuando en 1988 Juan Pablo II con el motu proprio Ecclesia Dei dio satisfacción a las peticiones de los católicos “tradicionalistas”, concediéndoles, aunque bajo ciertas condiciones, que celebraran según el rito preconciliar, para el monasterio de Le Barroux fue un día de fiesta. A sus monjes dom Gérard siempre les había dicho que si no sufrían por la situación canónicamente irresuelta del monasterio, quería decir que no amaban realmente a la Iglesia. Y cuando monseñor Lefebvre, no fiándose de los ofrecimientos de Roma, procedió en aquel mismo año a ordenar a algunos obispos sin el consentimiento del Papa, inaugurando de hecho el cisma, el monasterio decidió sin vacilaciones la fidelidad a Roma y la ruptura con el movimiento del arzobispo francés. Dom Gérard pagó este apego a la Iglesia con el rechazo por parte de la fundación monástica que mientras tanto Le Barroux había comenzado en Brasil, la cual prefirió seguir fiel a la “línea dura” de Lefebvre.
El año siguiente, el 2 de octubre de 1989, el cardenal Gagnon, acompañado por el obispo de Aviñón, consagró solemnemente la iglesia del monasterio recién terminada. Con este gesto público, se hacía visible la plena unidad de la experiencia de Le Barroux con la Iglesia católica.
Los monjes cantan el Oficio de Laudes a las seis de la mañana [© Massimo Quattrucci]
En la luz de la campiña provenzal hoy el monasterio parece vivir una vida alejada de los fragores de las luchas eclesiales y de las crónicas de aquellos años. Sus campanas acompañan la vida de un pueblo que en los primeros tiempos había recibido con desconfianza y sospecha a los nuevos vecinos. Los monjes se levantan en plena noche para rezar en coro los Maitines, preceden al alba en sus celdas meditando sobre la Escritura y los textos de los Padres, se reúnen a las seis en la iglesia del monasterio para el canto de Laudes, luego los que han recibido el orden sagrado celebran en los altares laterales la misa “leída” en latín según el Misal romano promulgado en 1962 por Juan XXIII. Algunos fieles entran desafiando el frío de la mañana y se arrodillan para asistir a la celebración en el más absoluto silencio. Luego, todos se dedican a las actividades de la jornada.
El monasterio es autosuficiente en la práctica. Los 52 monjes (algunos de los cuales son muy jóvenes, la edad media es de 46 años) que hoy constituyen la comunidad (más otros 13 que han fundado una nueva en el suroeste de Francia) viven únicamente de su trabajo, según la tradición benedictina. La tierra del monasterio produce aceite y vino, una panadería asegura las necesidades de la comunidad y vende galletas, baguettes y dulces a la gente del lugar o a los turistas. Hace algunos años el monasterio también abrió un molino que ofrece a la comunidad rural el servicio de molienda de aceitunas, usando dos muelas de piedra traídas expresamente de Toscana y accionadas por modernas máquinas. También la tipografía trabaja a pleno ritmo, no solo para imprimir los misales con el rito romano tradicional, sino también para satisfacer las exigencias de la pequeña editorial fundada por dom Gérard. La oración del Benedicite abre las comidas, vegetarianas y consumidas en silencio, con los huéspedes en el centro del refectorio, recibidos solemnemente por el abad, que los saluda lavándoles las manos en señal de acogida. Una acogida que también contempla la pernoctación para los que no tengan techo por la zona para dormir. Durante la comida o la cena un monje lee una lectura espiritual o a veces también un texto de historia o de carácter más genéricamente cultural.
No somos más grandes que nuestros Padres
«La liturgia tradicional es más rica en signos que nos recuerdan de dónde procede la fe, y nos enseña que nosotros no somos más grandes que nuestros Padres, sino que solamente transmitimos lo que hemos recibido». No hay tono polémico en las palabras del padre abad Louis-Marie, amigo y discípulo de dom Gérard, que le dejó la pastoral de la comunidad en 2003 dimitiendo cinco años antes de su muerte. Por lo demás, la experiencia de la belleza que procede de esa liturgia no es de exclusiva pertenencia a este monasterio. Otros cenobios adoptan hoy en Francia esta forma de oración. Sigue explicando el abad: «En la Francia secularizada, me dijo una vez un obispo ucranio, parece existir un gran desierto espiritual, pero en este desierto hay oasis muy hermosos». No solo en Le Barroux. Algo se mueve, libre de la rigidez de los esquemas de hace veinte años. La relación entre el monasterio y la diócesis de Aviñón, en donde se encuentra la fundación de dom Gérard, ya no es tan tensa como antes. El padre abad va cada año a concelebrar con el obispo la misa crismal del Jueves Santo, y muchos sacerdotes de la diócesis se han abierto a esta experiencia monástica favoreciendo los puentes de comunicación con la Iglesia francesa. Más en general, nos dice el padre Louis-Marie, «lo que arrastra aquí a la gente no parece ser solo y exclusivamente el que se celebre según el rito romano anterior al Concilio, sino sencillamente la belleza de la oración monástica, el canto gregoriano que aquí practicamos, porque aquí la oración se vive y siente en la profundidad del silencio, dirigidos a Dios».
Cada año un centenar de sacerdotes procedentes por lo general de Francia, de Italia, de Alemania, de Gran Bretaña y de Holanda, pasan en Le Barroux algunos días de retiro, para hablar con los monjes o para aprender a celebrar la misa según el antiguo ritual. El monasterio cuenta con unos trescientos oblatos entre sacerdotes, laicos y familias que hacen referencia a la espiritualidad benedictina.
Las vocaciones que llegan a Le Barroux, hoy unas dos o tres al año, tienen los orígenes más dispares. Hay un joven monje que procede de la carrera militar, otro que era ingeniero en China y conoció Le Barroux a través de la página web del monasterio, un tercero pidió el bautismo a los veinte años a un cura de Marsella y luego intentó el camino de la vocación en una orden religiosa que, sin embargo, le pareció poco “exigente”. Y entonces ese mismo cura lo trajo aquí «porque uno de los aspectos que atrae a las personas a un lugar como este», explica el abad, «es una decisión libre de radicalidad evangélica». Libre y radical son los dos adjetivos que suenan más entre estas paredes. Algunos lefebvrianos, no muchos en realidad, se acercan a la experiencia de Le Barroux como a un puente para regresar a la plena comunión con la Iglesia, pero también porque, observa el abad, «en la Fraternidad de San Pío X sienten que respiran a veces un aire enrarecido, caracterizado por lo que según ellos se podría llamar cierto autoritarismo clerical».
Es como si aquí se compusiera un equilibrio distinto, no fundado en el compromiso, ni en la contraposición con otras realidades eclesiales, sino sencillamente en el regreso a la Regla de san Benito como camino para acercarse al corazón de la vida cristiana. «En estos años», añade el padre abad, «hemos podido constatar que los monasterios que se han tomado la molestia de innovar y revolucionar las formas de la vida religiosa son hoy los que tienen menos vocaciones en Francia. Yo creo que además del dinamismo y la vitalidad que ven en esta comunidad joven, un don que hemos heredado de nuestro fundador, los jóvenes se sienten atraídos a Le Barroux precisamente por la radicalidad de la opción por Dios, además de por la belleza de la liturgia que se celebra aquí. Pero no es todo, en el fondo no es esto lo esencial. Yo mismo cuando llegué aquí, y me enamoré de este lugar, empezando por el sonido de las campanas hasta el esmero con que se celebra el Oficio divino, me di cuenta enseguida de que la vida monástica no es más que un holocausto, una ofrenda total de sí mismo a Dios».
Por la tarde, el sonido de las campanas llama a todos a las Vísperas, el momento quizá más íntimo y a la vez solemne de la liturgia comunitaria. Mientras la voz de la oración se difunde en la hora del crepúsculo, y la sombra del crucifijo sobre el altar se alarga sobre la pared de piedra desnuda del ábside, todo parece de repente más claro. Y se comprenden las palabras con que el abad termina esta reflexión sobre el encanto que ejerce este lugar: «Las cosas que he dicho son reales, pero secundarias. El atractivo último de una vocación es sencillamente el buen Dios. Por eso la vocación, toda vocación, sigue siendo fundamentalmente un misterio».