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CRISTIANISMO
Sacado del n. 12 - 2011

La oración, los milagros, la virginidad de María, la humanidad de Jesús



Benedicto XVI en Adviento y Navidad


Audiencia general
miércoles 7 de diciembre de 2011

 

Los pequeños

 

<I>El nacimiento de Jesús</I>, panel de madera policroma de la iglesia de San Martín de Zillis, Suiza

El nacimiento de Jesús, panel de madera policroma de la iglesia de San Martín de Zillis, Suiza

Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno, Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre.

 

La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo.

 

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se encierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.

 

En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se acuda a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

 

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino.

Gracias.

 

 
 
 
 
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María
jueves 8 de diciembre de 2011
 
La Virgen y la Iglesia

La única insidia que la Iglesia puede y debe temer es el pecado de sus miembros
 

En la visión del Apocalipsis, hay otro detalle: sobre la cabeza de la mujer vestida de sol hay «una corona de doce estrellas». Este signo representa a las doce tribus de Israel y significa que la Virgen María está en el centro del Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos. Y así esta imagen de la corona de doce estrellas nos introduce en la segunda gran interpretación del signo celestial de la «mujer vestida de sol»: además de representar a la Virgen, este signo simboliza a la Iglesia, la comunidad cristiana de todos los tiempos. Está encinta, en el sentido de que lleva en su seno a Cristo y lo debe alumbrar para el mundo: esta es la tribulación de la Iglesia peregrina en la tierra que, en medio de los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo, debe llevar a Jesús a los hombres.

 

Y precisamente por esto, porque lleva a Jesús, la Iglesia encuentra la oposición de un feroz adversario, representado en la visión apocalíptica de «un gran dragón rojo» (Ap 12, 3). Este dragón trató en vano de devorar a Jesús –el «hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones» (12, 5)–; en vano, porque Jesús, a través de su muerte y resurrección, subió hasta Dios y se sentó en su trono. Por eso, el dragón, vencido una vez para siempre en el cielo, dirige sus ataques contra la mujer –la Iglesia– en el desierto del mundo. Pero en todas las épocas la Iglesia es sostenida por la luz y la fuerza de Dios, que la alimenta en el desierto con el pan de su Palabra y de la santa Eucaristía. Y así, en toda tribulación, a través de todas las pruebas que encuentra a lo largo de los tiempos y en las diversas partes del mundo, la Iglesia sufre persecución pero resulta vencedora. Y precisamente de este modo la comunidad cristiana es la presencia, la garantía del amor de Dios contra todas las ideologías del odio y del egoísmo.

 

La única insidia que la Iglesia puede y debe temer es el pecado de sus miembros. En efecto, mientras María es Inmaculada, está libre de toda mancha de pecado, la Iglesia es santa, pero al mismo tiempo, marcada por nuestros pecados.

 

Por esto tampoco nosotros, especialmente en esta ocasión, cesamos de pedir su ayuda con confianza filial: «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti». Ora pro nobis, intercede pro nobis ad Dominum Iesum Christum!

 

 

 

 

 
Audiencia general
miércoles 14 de diciembre de 2011
 
La oración y los milagros

El Dador es más precioso que el don otorgado; el don se otorga como “por añadidura”

<I>Jesús cura a un tullido</I>, panel de madera policroma de la iglesia de San Martín de Zillis, Suiza

Jesús cura a un tullido, panel de madera policroma de la iglesia de San Martín de Zillis, Suiza

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús relacionada con su prodigiosa acción sanadora. En los evangelios se presentan varias situaciones en las que Jesús ora ante la obra benéfica y sanadora de Dios Padre, que actúa a través de él. Se trata de una oración que, una vez más, manifiesta la relación única de conocimiento y de comunión con el Padre, mientras Jesús participa con gran cercanía humana en el sufrimiento de sus amigos, por ejemplo de Lázaro y de su familia, o de tantos pobres y enfermos a los que él quiere ayudar concretamente.

 

Un caso significativo es la curación del sordomudo (cf. Mc 7, 32-37). El relato del evangelista san Marcos –que acabamos de escuchar– muestra que la acción sanadora de Jesús está vinculada a su estrecha relación tanto con el prójimo –el enfermo–, como con el Padre.

 

Pero el punto central de este episodio es el hecho de que Jesús, en el momento de obrar la curación, busca directamente su relación con el Padre. El relato dice, en efecto, que «mirando al cielo, suspiró» (v. 34). La atención al enfermo, los cuidados de Jesús hacia él, están relacionados con una profunda actitud de oración dirigida a Dios. Y la emisión del suspiro se describe con un verbo que en el Nuevo Testamento indica la aspiración a algo bueno que todavía no se tiene (cf. Rm 8, 23).

 

El relato en su conjunto, entonces, muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la oración. Una vez más se manifiesta su relación única con el Padre, su identidad de Hijo Unigénito. En él, a través de su persona, se hace presente la acción sanadora y benéfica de Dios. No es casualidad que el comentario conclusivo de la gente después del milagro recuerde la valoración de la creación al comienzo del Génesis: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7, 37). En la acción sanadora de Jesús entra claramente la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que curó al sordomudo fue provocada ciertamente por la compasión hacia él, pero proviene del hecho de que recurre al Padre. Se entrecruzan estas dos relaciones: la relación humana de compasión hacia el hombre, que entra en la relación con Dios, y así se convierte en curación.

 

El Catecismo de la Iglesia católica comenta así la oración de Jesús en el relato de la resurrección de Lázaro: «Apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquel que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado; es el “tesoro”, y en él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como “por añadidura” (cf. Mt 6, 21 y 6, 33)». Esto me parece muy importante: antes de que el don sea concedido, es preciso adherirse a Aquel que dona; el donante es más precioso que el don. También para nosotros, por lo tanto, más allá de lo que Dios nos da cuando lo invocamos, el don más grande que puede otorgarnos es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que se ha de pedir y custodiar siempre.

 

Con su oración, Jesús quiere llevar a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y quiere mostrar que este Dios que ha amado al hombre hasta el punto de enviar a su Hijo Unigénito (cf. Jn 3, 16), es el Dios de la Vida, el Dios que trae esperanza y es capaz de cambiar las situaciones humanamente imposibles.

 

 

 

 

 

Ángelus
domingo 18 de diciembre de 2011
 
La virginidad de María

María desea que el Hijo que nacerá de ella sea totalmente don de gracia
 

En particular, quiero reflexionar brevemente sobre la importancia de la virginidad de María, es decir, del hecho de que ella concibió a Jesús permaneciendo virgen.

 

En el trasfondo del acontecimiento de Nazaret se halla la profecía de Isaías. «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel» (Is 7, 14). Esta antigua promesa encontró cumplimiento superabundante en la Encarnación del Hijo de Dios. De hecho, la Virgen María no sólo concibió, sino que lo hizo por obra del Espíritu Santo, es decir, de Dios mismo. El ser humano que comienza a vivir en su seno toma la carne de María, pero su existencia deriva totalmente de Dios. Es plenamente hombre, hecho de tierra –para usar el símbolo bíblico–, pero viene de lo alto, del cielo. El hecho de que María conciba permaneciendo virgen es, por consiguiente, esencial para el conocimiento de Jesús y para nuestra fe, porque atestigua que la iniciativa fue de Dios y sobre todo revela quién es el concebido. Como dice el Evangelio: «Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). En este sentido, la virginidad de María y la divinidad de Jesús se garantizan recíprocamente.

 

Por eso es tan importante aquella única pregunta que María, «turbada grandemente», dirige al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34). En su sencillez, María es muy sabia: no duda del poder de Dios, pero quiere entender mejor su voluntad, para adecuarse completamente a esa voluntad. María es superada infinitamente por el Misterio, y sin embargo ocupa perfectamente el lugar que le ha sido asignado en su centro. Su corazón y su mente son plenamente humildes, y, precisamente por su singular humildad, Dios espera el «sí» de esa joven para realizar su designio. Respeta su dignidad y su libertad. El «sí» de María implica a la vez la maternidad y la virginidad, y desea que todo en ella sea para gloria de Dios, y que el Hijo que nacerá de ella sea totalmente don de gracia.

 

 

 

 

 
Audiencia general
miércoles 21 de diciembre de 2011
 
El pesebre de Belén

El Niño Jesús, detalle de la <I>Natividad</I>, Andrea Pisano, púlpito de la Catedral de Siena

El Niño Jesús, detalle de la Natividad, Andrea Pisano, púlpito de la Catedral de Siena

Cuando escuchamos y pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, la frase «hoy nos ha nacido el Salvador», no estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino que queremos decir que Dios nos ofrece «hoy», ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores en Belén, para que él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.

 

Y el mismo san León Magno, en otra de sus homilías navideñas, afirmaba: «Hoy el autor del mundo ha nacido del seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer que él mismo había creado. Hoy el Verbo de Dios se ha manifestado revestido de carne y, mientras que antes nunca había sido visible a ojos humanos, ahora incluso se ha hecho visiblemente palpable. Hoy los pastores han escuchado la voz de los ángeles anunciando que había nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma» (Sermo 26, In Nativitate Domini, 6, 1: PL 54, 213).

 

Tanto la Navidad como la Pascua son fiestas de la redención. La Pascua la celebra como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad la celebra como el ingreso de Dios en la historia haciéndose hombre para llevar al hombre a Dios: marca, por decirlo así, el momento inicial, cuando se vislumbra el resplandor del alba. Pero precisamente como el alba precede y ya hace presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la cruz y la gloria de la Resurrección.

 

Contemplemos la cueva de Belén: Dios se abaja hasta ser recostado en un pesebre, que ya es preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.

 

Vivamos el Nacimiento del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos la elevado hasta él a través del Misterio de Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, pues, como afirma san Agustín, «en [Cristo] la divinidad del Unigénito se hizo partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de su inmortalidad» (Epistola 187, 6, 20: PL 33, 839-840).

 

 

 

 

 

Santa misa
sábado 24 de diciembre de 2011

 
La humanidad de Jesús

En el niño del establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo

La lectura que acabamos de escuchar, tomada de la carta de san Pablo Apóstol a Tito, comienza solemnemente con la palabra apparuit, que también encontramos en la lectura de la misa de la aurora: apparuit, «ha aparecido». Esta es una palabra programática, con la cual la Iglesia quiere expresar de manera sintética la esencia de la Navidad. Antes, los hombres habían hablado y creado imágenes humanas de Dios de muchas maneras. Dios mismo había hablado a los hombres de diferentes modos (cf. Hb 1, 1: Lectura de la misa del día). Pero ahora ha sucedido algo más: él ha aparecido. Se ha mostrado. Ha salido de la luz inaccesible en la que habita. Él mismo ha venido entre nosotros. Para la Iglesia antigua, esta era la gran alegría de la Navidad: Dios se ha manifestado. Ya no es sólo una idea, algo que se ha de intuir a partir de las palabras. Él «ha aparecido».

 

Pero ahora nos preguntamos: ¿Cómo ha aparecido? ¿Quién es él realmente? La lectura de la misa de la aurora dice a este respecto: «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre» (Tt 3, 4). Para los hombres de la época precristiana, que ante los horrores y las contradicciones del mundo temían que Dios no fuera bueno del todo, sino que podría ser sin duda también cruel y arbitrario, esto era una verdadera «epifanía», la gran luz que se nos ha aparecido: Dios es pura bondad. Y también hoy, quienes ya no son capaces de reconocer a Dios en la fe se preguntan si el último poder que funda y sostiene el mundo es verdaderamente bueno, o si acaso el mal es tan potente y originario como el bien y lo bello, que en algunos momentos luminosos encontramos en nuestro cosmos. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: esta es una nueva y consoladora certidumbre que se nos da en Navidad.

 

Dios se ha manifestado. Lo ha hecho como niño. Precisamente así se contrapone a toda violencia y trae un mensaje que es paz. En este momento en que el mundo está constantemente amenazado por la violencia en muchos lugares y de diversas maneras; en el que siempre hay de nuevo varas del opresor y túnicas ensangrentadas, clamemos al Señor: Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios!

 

La Navidad es Epifanía: la manifestación de Dios y de su gran luz en un niño que ha nacido para nosotros. Nacido en un establo en Belén, no en los palacios de los reyes. Cuando san Francisco de Asís celebró la Navidad en Greccio, en 1223, con un buey y una mula y un pesebre con paja, se hizo visible una nueva dimensión del misterio de la Navidad. San Francisco de Asís llamó a la Navidad «la fiesta de las fiestas» –más que todas las demás solemnidades– y la celebró con «inefable fervor» (2 Celano, 199: Fonti Francescane, 787). Besaba con gran devoción las imágenes del Niño Jesús y balbuceaba palabras de dulzura como hacen los niños, nos dice Tomás de Celano (ibíd).

 

Para la Iglesia antigua, la fiesta de las fiestas era la Pascua: en la resurrección Cristo había abatido las puertas de la muerte y, de este modo, había cambiado radicalmente el mundo: había creado para el hombre un lugar en Dios mismo. Pues bien, san Francisco no cambió, no quiso cambiar esta jerarquía objetiva de las fiestas, la estructura interna de la fe con su centro en el misterio pascual. Sin embargo, por él y por su manera de creer, sucedió algo nuevo: san Francisco descubrió la humanidad de Jesús con una profundidad completamente nueva. Este ser hombre por parte de Dios se le hizo del todo evidente en el momento en que el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, fue envuelto en pañales y acostado en un pesebre. La Resurrección presupone la Encarnación. El Hijo de Dios como niño, como un verdadero hijo de hombre, es lo que conmovió profundamente el corazón del santo de Asís, transformando la fe en amor. «Ha aparecido la bondad de Dios y su amor al hombre»: esta frase de san Pablo adquiría así una hondura del todo nueva. En el Niño del establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo.

 

Quien quiera entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que antiguamente tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y los califas entraban al edificio, ha sido tapiado en gran parte. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos y, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desee entrar en el lugar del nacimiento de Jesús tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una verdad más profunda, por la cual queremos dejarnos conmover en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón «ilustrada». Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la cercanía de Dios. Hemos de seguir el camino interior de san Francisco: el camino hacia esa extrema sencillez exterior e interior que hace al corazón capaz de ver. Debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido.

 

 

 

 
 
Mensaje Urbi et orbi
domingo 25 de diciembre de 2011
 
¡Ven a salvarnos!
 
Dios es el Salvador; nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico; nosotros, los enfermos.

Benedicto XVI durante la santa misa de la Nochebuena de 2011 [© Osservatore Romano]

Benedicto XVI durante la santa misa de la Nochebuena de 2011 [© Osservatore Romano]

El Hijo de la Virgen María ha nacido para todos, es el Salvador de todos.

Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos! ¡Ven a salvarnos!

 

Sí, esto es lo que significa el nombre de aquel Niño, el nombre que, por voluntad de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador» (cf. Mt 1, 21; Lc 1, 31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, de rivalizar con Dios y ocupar su puesto, de decidir lo que es bueno y lo que es malo, de ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3, 1-7). Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es implorándole: «Veni ad salvandum nos», «Ven a salvarnos».

 

Ya el mero hecho de elevar esta súplica al cielo nos sitúa en la posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f [griego]). Dios es el Salvador; nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico; nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien que escuche, y que pueda venir en nuestro auxilio.

 

Por tanto, queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo, dirijámonos en esta Navidad de 2011 al Niño de Belén, al Hijo de la Virgen María, y digamos: «Ven a salvarnos».

 
 
 
 
 
Fiesta de san Esteban protomártir
lunes 26 de diciembre de 2011
 
El martirio secreto

Quienes ponen en práctica los mandamientos del Señor dan testimonio de él
e invocan fielmente el nombre del Señor

Al día siguiente de la solemne liturgia del Nacimiento del Señor, hoy celebramos la fiesta de san Esteban, diácono y primer mártir de la Iglesia. El historiador Eusebio de Cesarea lo define el «mártir perfecto» (Die Kirchengeschichte V, 2, 5: GCS II, I, Lipsia 1903, 430), porque está escrito en los Hechos de los Apóstoles: «Esteban, lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo» (6, 8).

 

Después de la generación de los Apóstoles, los mártires asumen un lugar de primer plano en la consideración de la comunidad cristiana.

 

Queridos amigos, la verdadera imitación de Cristo es el amor, que algunos escritores cristianos han definido el «martirio secreto». Sobre ello san Clemente de Alejandría escribe: «Quienes ponen en práctica los mandamientos del Señor dan testimonio de él en toda acción, pues hacen lo que él quiere e invocan fielmente el nombre del Señor» (Stromatum IV, 7, 43, 4: SC 463, París 2001, 130). Como en la antigüedad, también hoy la sincera adhesión al Evangelio puede exigir el sacrificio de la vida y muchos cristianos en distintas partes del mundo están expuestos a la persecución y a veces al martirio. Pero, como nos recuerda el Señor, «el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 22).

 

 

© Copyright 2011 – Libreria Editrice Vaticana



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