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TESTIMONIOS
Sacado del n. 01/02 - 2012

Lo que más necesitamos es la oración


Testimonio del cardenal Roger Etchegaray


por el cardenal Roger Etchegaray


Roger Etchegaray con Pablo VI durante el primer Sínodo de los obispos, después del Concilio, en el otoño de 1967 [© Roger Etchegaray]

Roger Etchegaray con Pablo VI durante el primer Sínodo de los obispos, después del Concilio, en el otoño de 1967 [© Roger Etchegaray]

 

El 13 de febrero de 1976 fui invitado a Roma para dar un testimonio de mi “vida cotidiana de obispo” en un encuentro en el Centre Saint-Louis de France. Desde hacía seis años estaba al frente de la diócesis de Marsella, que me había confiado el papa Pablo VI. Había sido ordenado obispo en la Catedral de Notre-Dame de París el 27 de mayo de 1969. En Roma comencé mi conferencia releyendo para los presentes, pero con la intención de revivirlos en mi corazón, los compromisos previstos por el Ritual de la ordenación episcopal.

Estos compromisos van siempre conmigo. Y he considerado como mi “orden de misión” –también por una coincidencia de fechas– la exhortación apostólica de Pablo VI dirigida a todos los obispos a los cinco años de la clausura del Concilio (la Quinque jam anni del 8 de diciembre de 1970).

El papa Pablo VI nos pedía que consideráramos el grave y urgente deber de anunciar la Palabra de Dios a la gente, para que creciera en la fe y en la comprensión del mensaje cristiano y testimoniara, con toda su vida, la salvación en Jesucristo. «El Papa nos pedía que estuviéramos «decididos a que ningún impedimento detuviese aquel flujo abundante de gracias celestes que hoy alegra la Ciudad de Dios». Los hombres esperan, así se expresaba Pablo VI, «no una abundancia de palabras sino una palabra en consonancia con una vida más evangélica».

Cito aquí amplios fragmentos de mi testimonio de entonces, pero le pido al lector que no olvide que está fechado hace 36 años.

 

El obispo en su Iglesia particular...

Cada obispo sabe que tiene que estar al mismo tiempo al servicio de su Iglesia “particular” y al servicio de la Iglesia “universal”. Se trata de dos categorías que hacen llamamiento a la luz de una realidad que las engloba: la catolicidad de la Iglesia. Catolicidad que el Concilio Vaticano II expresa de manera sorprendente cuando declara que a partir de las Iglesias particulares existe la Iglesia, «in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit» (Lumen gentium n. 23)... A los ojos de un obispo de los primeros siglos la Iglesia es en primer lugar local: no en el sentido geográfico del término, sino en un sentido vital, donde alrededor del obispo una porción del pueblo de Dios ve la manifestación más plena del misterio de la Iglesia.

Mi diócesis, totalmente urbana, se reducía a Marsella y a la cercana periferia, y sin embargo era fácil descubrir su carácter cosmopolita, por la presencia en tan reducido espacio de minorías tan importantes como la judía, la islámica y la armenia ortodoxa. Los católicos marselleses, que eran la “mayoría”, vivían en armonía con estas minorías en una ciudad que era llamada “la Atenas de Occidente” y que, evangelizada en los orígenes del cristianismo, le había dado a la Iglesia un papa, Urbano V.

Marsella conocía ya en aquellos años el avance de la secularización: la práctica dominical oscilaba entre el 10% y el 0,5% en los barrios obreros. Pocas personas tienen una idea clara de la vida cotidiana de un obispo. El padre Bouyer, en su libro L’Église de Dieu, escribía que «el obispo ordena sacerdotes para que sean capaces de desempeñar funciones apostólicas que de hecho él mismo ya casi no lleva a cabo». Comentario mordaz de un famoso teólogo con el gusto por la exageración. Pero en esta descripción no reconocía la realidad de lo que yo vivía habitualmente: todos los días comenzaban con la oración y terminaban en el silencio de la adoración eucarística, que daban a la fragmentación de una jornada verdaderamente apostólica toda su cohesión y su dinamismo pascual.

Mi vida en la diócesis estaba hecha de contactos e intercambios con la gente y esto, cuenta mucho en una ciudad mediterránea, pero comporta el riego de exponerse demasiado y de dejarse devorar... Hay que defenderse un poco, pero sin imponerse una rigidez que no deje espacio alguno a lo imprevisto. Cada semana me concedía una mañana entera para recibir a todo el que quisiera verme sin necesidad de cita. Les aseguro que de estos encuentros he aprendido mucho.

A propósito de los sacerdotes, vivimos tiempos en los que un obispo debe invertir mucho tiempo con ellos. Se encuentran a caballo de la doble evolución, del mundo y de la Iglesia, y necesitan ser reconocidos, consolados, confortados ante todo por el obispo. Tenía que evitar que el obispo y su consejo episcopal se enredaran en el laberinto cada vez más intrincado de los nombramientos, que trataban no sólo de satisfacer las necesidades objetivas de la Iglesia local, sino que además tenía que tener en cuenta las consultas con los grupos de sacerdotes o de militantes cristianos... Me pregunto si las cuestiones intraeclesiales no están absorbiendo demasiadas fuerzas del obispo en detrimento de su trabajo misionero y de la reanudación siempre nueva del Evangelio.

En cuanto a la relación con los poderes públicos, puedo decir que en Marsella participaba poco en los actos oficiales. No era por ninguna actitud de distanciamiento ni mucho menos por reservas hacia el poder temporal, sino sencillamente para eliminar toda posible ambigüedad sobre el significado espiritual del ministerio episcopal. Mantuve, sin embargo, una tradición típicamente marsellesa: la misa del “Voto” –voto que se hizo tras la peste de 1722–, que reúne fielmente para la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús a todas las fuerzas vivas de la ciudad. Aprovechaba la ocasión para enfocar mi homilía sobre un tema relativo a las responsabilidades políticas, económicas y sociales de Marsella. Por lo demás, siempre me he visto con gusto en privado con quienquiera que tuviera un cargo público y estuviera empujado por la fe a tratar de profundizar el sentido de su acción.

 

<I>Jesús resucitado y los apóstoles en Galilea</I>, escultura polícroma del siglo XIV, coro de la Catedral de Notre-Dame, París

Jesús resucitado y los apóstoles en Galilea, escultura polícroma del siglo XIV, coro de la Catedral de Notre-Dame, París

...y en la Iglesia universal

Cuando uno es consagrado obispo se entra en la comunión de los obispos. No puedo ejercer mi ministerio episcopal más que dentro de un “Nosotros” que es el solo que puede dar un sentido al “Yo” individual. Pero, ¿cómo mantener vivo este vínculo recíproco y comunitario? Se trataba de un “affectus collegialis”, según la definición de Lumen gentium. Para mí se realizaba principalmente con los obispos vecinos, el de Aix-en-Provence y los de mi región Provence-Méditerranée que englobaba 10 diócesis. Luego estaba la Conferencia episcopal de Francia. Esta última, vista desde fuera, se presentaba a veces bajo forma de un nuevo feudalismo que, por su eficacia, parecía ser algo más que una simple conexión con la autoridad universal del Papa. El cardenal Saliège declaraba con una definición lapidaria: «Tenemos sin duda un episcopado, pero no tenemos ya obispos».

De hecho, me planteaba algunas preguntas. Por ejemplo, ¿cómo dar un rostro más personal a las declaraciones colectivas? Porque no cabe duda de que la palabra de un obispo sigue contando. Recuerdo las cartas pastorales del cardenal Suhard, cuyo vigoroso pensamiento sigue confortándome, o la carta personal de Pablo VI al cardenal Roy sobre los problemas de la justicia.

Otra cuestión es la tarea de los obispos, que están sobrecargados de trabajo y tienen que decidir sobre muchos temas sin la perspectiva suficiente. Esta “omnipresencia”, sin embargo, ¿no corre el peligro de convertirse en realidad en una “omniausencia”?

También cabe preguntarse cómo evitar el riesgo más grave, a saber: la falta de tiempo dedicado a la reflexión doctrinal, a una reflexión madura que haga percibir todo a partir de una vida incesantemente inspirada por el soplo del Espíritu. El magisterio del obispo ha de garantizar que el testimonio de la Iglesia sobre Jesús siga siendo el testimonio de los Apóstoles. No hay enunciado de la fe que no sea comprensión de la fe en una determinada cultura. Es una tarea ardua en cuanto que el estudio se ha vuelto difícil debido a la reagrupación de los seminarios y a la disminución del número de sacerdotes bien formados bíblica y teológicamente.

Volviendo a la comunión episcopal, quisiera añadir que la unidad con el obispo de Roma es lo que da a cada obispo una dimensión católica y al mismo tiempo una garantía, porque la fe del sucesor de Pedro conforta la nuestra. Es del magisterio del Papa de lo que las Iglesias locales tienen necesidad, porque son muy frágiles debido a innumerables presiones.

 

El obispo servidor de la clarividencia evangélica

La clarividencia evangélica... ¡nada tiene que ver con formas de videncia! Este término me lo inspiró el antiguo epitafio de Abercio, conservado en Roma, antiguamente en Letrán, hoy en los Museos Vaticanos, que describe a Cristo como “el pastor que tiene grandes ojos que ven por doquier”. Es de este modo que el “episcopo” ejerce su misión de discernimiento espiritual...

¡Pobre y santa Iglesia! Nunca se ha hablado tanto de ella como hoy, y con todos los matices, a diferencia de los tiempos en los que muchas generaciones simplemente vivieron en ella sin ni siquiera pensar que fuera posible ponerse a disertar sobre la Iglesia más de cuanto un niño pudiera hablar de su madre. Quien tiene fe no puede considerar la Iglesia como el “aparato” de un partido y no como un cuerpo vivo. Dios nos ha llevado a contemplarla mediante las sencillas imágenes que la Biblia ha tomado de nuestra vida de hombres y que nos ofrece con extraordinaria abundancia.

Es cierto que el Vaticano II privilegió la imagen del “Pueblo de Dios” como una de las más dinámicas y, gracias a ella, algunas rea­lidades de la Iglesia que estaban adormecidas desde hacía tiempo pudieron reencontrar un nuevo y feliz impulso. Pero hay quienes quisieron dar a esta imagen un significado político y pretendieron instrumentalizar, dentro de la Iglesia, este tema tan rico teológica y pastoralmente, hipertrofiándolo. Se ha llegado incluso a criticar la autoridad de la Iglesia en nombre del profetismo, y todo ello ocurría en un contexto en el que los puntos de referencia tendían a desaparecer.

Pero poco a poco el sentimiento liberatorio de la autoridad de la Iglesia ha comenzado a resurgir, sobre todo cuando uno ha experimentado la tenaza de grupos de presión intolerantes, tiranos y despiadados respecto a la vieja voz bondadosa de la santa madre Iglesia.

 

Benedicto XVI con el cardenal Etchegaray [© Associated Press/LaPress]

Benedicto XVI con el cardenal Etchegaray [© Associated Press/LaPress]

El Obispo, servidor de la comunión dentro de la Iglesia

Hay un rasgo que caracteriza hoy la vida cotidiana del obispo, y es el servicio de la comunión en la Iglesia. Como escribía san Ignacio de Antioquía a la comunidad de Tralles, «el obispo es el hombre para la unidad». La moderna tentación de los cristianos es la de medir el vigor de la propia fe según la energía que se pone a la hora de vivir sus conflictos. Si la enfermedad de ayer fue la obsesión de la unidad, la enfermedad de hoy es la apología de la diferencia.

En otras épocas los hombres en el mundo y los cristianos en la Iglesia tenían puntos de referencia preestablecidos, que les ayudaban en su comportamiento y les unían sobre lo esencial reconocido por todos; de este modo podían combatirse en lo accesorio sin ningún temor. Hoy cada cual pretende tener un itinerario personal y elabora a golpes de ciego su propia ley, su propia doctrina. De ahí viene ese aspecto de guerra de religión que asumen los conflictos actuales. Cada hombre, cada grupo de hombres, cuando trata de dotarse de un dogma propio y de una moral propia se convierte en sectario e intolerante.

En particular, no hay nada más temible que las pretensiones totalizantes de la acción política, sobre todo en una época en que se desvanece lo absoluto de la fe; en la adhesión sin reservas los hombres se exponen a sacrificar su integridad, como recordaba de manera tan sincera Solzhenitsyn cuando fue galardonado con el Premio Nobel.

Frente a estas reflexiones sobre la unidad en la Iglesia no podemos por menos que plantearnos la gran cuestión de la fe. La Iglesia no es un puzzle de creyentes. La conciencia de que la comunidad eclesial es una comunión fraternal y jerárquica reunida por Cristo y la comunicación espontánea en la confesión de la fe, son cosas que hoylogran difícilmente manifestarse. La experiencia de las primeras comunidades es ejemplar: cuando había que salvaguardar o difundir la fe, la unidad venía antes que todo el resto. San Pablo se atrevía a afirmar: «Aun cuando nosotros o un ángel bajado del cielo os anuncie un evangelio fuera del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gal 1, 8). Cristianos o grupos de cristianos que no sintieran ya el necesario deseo de verificar la unidad de su fe mediante intercambios y comunicaciones correrían el riesgo de convertirse en sectas o en guetos.

Déjenme decir una palabra sobre la unidad entre el obispo y su presbiterio. Yendo de visita de un grupo de sacerdotes a otro, a veces tenía como la impresión de trasladarme de un continente a otro... tales eran las diferencias pastorales, fruto de las distintas realidades humanas en que cada sacerdote está inmerso. Todo esto tiene derecho al reconocimiento positivo por parte del obispo, pero a condición de que los proyectos misioneros de un grupo estén abiertos al diálogo y dispuestos a enriquecerse con los descubrimientos de los otros, que haya algo vital que comunicar y que en la base exista una semejanza de vocación y de misión. Cualquier diferencia real sólo puede existir sobre la base de la unidad.

Por último, permítanme que les recuerde –este es el último punto pero en realidad es el primero– la centralidad de la Eucaristía en la vida y el ministerio del obispo.La Eucaristía funda y alimenta la verdadera comunión, pues todos los particularismos retroceden frente a cristianos que afirman su esperanza en el regreso glorioso del Señor. La Eucaristía es el lugar donde se revela plenamente la gratuidad del amor absoluto de Dios. La verdad del hombre está en esta acción de la gracia. La vida contemplativa y los grupos de oración de alabanzas que hoy se multiplican, sobre todo entre los jóvenes, son para un obispo los puntos de referencia y de esperanza, que él escruta y protege como el corazón de la vida de la Iglesia.

Termino aquí, aun sabiendo que un testimonio nunca está definitivamente terminado y que el “martyrion” del obispo es un martirio a fuego lento: ya no se le corta la cabeza, pero se ha convertido en blanco...

Cuánto ha cambiado la figura del obispo durante los siglos, después de san Ambrosio, san Gregorio, san Carlos Borromeo, san Francisco de Sales... Cada obispo reflexiona sobre el hecho de que ya no es juzgado según la idea que comúnmente se tiene de la función episcopal, sino según la que cada obispo da de ella. La función ya no cubre al hombre, o, más bien, el obispo se ha convertido en un hombre público incluso en su vida privada. Hoy más que nunca se le pide que sea santo. No es ciertamente pedirle demasiado.

Estas páginas me ayudan a hacer frente al “tiempo fuerte” que el próximo mes de octubre verá la triple iniciativa del Sínodo de la Nueva Evangelización, la apertura del Año de la Fe y el 50 aniversario del Concilio Vaticano II. Pido la limosna de la oración, para que yo también pueda vivir, a imagen del apóstol Pablo, como alguien que difunde el Evangelio: apasionado por el anuncio de la Buena Nueva; judío con los judíos, griego con los griegos, solidario con cada hombre, según su ambiente y su cultura; todo para todos, para salvar por lo menos a alguno; dispuesto a interpretar las señales del Espíritu para correr hacia donde no hubiera imaginado ir; capaz de fundar comunidades de fieles en el corazón de las Éfesos y de las Corintos de nuestros tiempos; dispuesto a generar sin cansarme nuevos fieles, apoyándoles o corrigiéndoles si fuera necesario; atento a tejer vínculos entre las comunidades, antiguas y nuevas, de la Iglesia para que den recíprocamente testimonio de fe y de oración; y en fin, que yo mismo pueda siempre alabar a Dios por los frutos del espíritu que veo madurar en los meandros más recónditos de la ciudad; para que pueda usar mis débiles fuerzas para revelar al Resucitado, esperando fervientemente su regreso. Y que yo sea dichoso, dichoso por una esperanza indefectible.

Doy las gracias a Giovanni Cubeddu y a la redacción de 30Días por haber pensado en exhumar un antiguo texto que pone de relieve lo que ha cambiado y lo que queda. Más que nunca me hago mendigo para suplicarles a los lectores de 30Días que recen por mí. Lo que más necesitamos es la oración.

Gracias.



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