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SUDÁN
Sacado del n. 01/02 - 2005

Pueblo nuba: entre las tribulaciones de los hombres y las maravillas de Dios



por Davide Malacaria


Una guerra que parecía que no iba a terminar nunca, un incendio que, aún hoy, practicantes de brujo, fuera y dentro del país, tratan de alimentar. En esta tragedia la Iglesia ha tratado de estar cerca de la población como podía: viajes a la aventura para tratar de llevar algo de ayuda humanitaria, misioneros siguiendo a las poblaciones en fuga, perseguidas por las bombas y el hambre… El padre Renato Kizito Sesana es uno de los muchos combonianos que en estos años difíciles ha estado entre las sufridas poblaciones sudanesas. Recientemente ha publicado un volumen en el que habla de estos viajes y los inesperados encuentros con las poblaciones locales.
Era enero del año 94 cuando Yousif Kuwa, musulmán, jefe de la resistencia que actúa en los montes Nuba, va a verlo a Nairobi y le invita: «Padre, me han hablado de usted… aquí hay muchos católicos que necesitan un cura y muchos muchachos que necesitan escuelas». Comienza de este modo una serie de viajes a aquel territorio montañoso atrapado entre el Norte y el Sur, entre la represión gubernamental y las insidias internas del movimiento de liberación (el movimiento de los nubas, cuyo jefe es Kuwa, está aliado con el SPLA que actúa en el Sur, pero al igual que otros líderes rebeldes su relación con John Garang no es de las mejores), para construir casas para los niños y los pobres, para llevar el consuelo de los sacramentos, a menudo siguiendo los pasos de los primeros misioneros combonianos que evangelizaron el país. La pluma del padre Kizito cuenta las tribulaciones de aquel pueblo, pero también las maravillas realizadas por el Señor en medio de aquel dolor. Como cuando habla de Joseph Phal Mut, un catequista que llegó a Nairobi en busca de un cura para su gente: miles de hombres y mujeres que esperaban desde hacía años un sacerdote que les administrara los sacramentos. Esta petición tan rara crea escepticismo en los interlocutores. Joseph no se desanima y llama también a la puerta del padre Kizito. También ante él saca su agenda repleta de nombres de personas que, gracias a él, habían recibido el bautismo. El padre Kizito decide ir a ver. Recuerda: «Visitamos decenas de capillas construidas donde los árboles de la sabana eran más densos, lugares de oración y de reunión a los que acudían los habitantes de los alrededores. Pudimos hablar con ellos y comprobamos que poseían las nociones esenciales de la fe. Celebramos la eucaristía, después de administrar el sacramento de la reconciliación, junto con miles de católicos adultos que no habían visto nunca antes un sacerdote. Allí, sin ninguna estructura eclesiástica, en un estado de total privación, en medio de una dura guerra, había un pueblo que se estaba acercando a Cristo, a la Iglesia». Todo ello gracias a la predicación de aquel desconocido catequista. ¿Cómo lo había conseguido? Una pregunta a la que Joseph responde sencillamente golpeándose las piernas con las manos: «Usando éstas. Son lo único que el Señor me ha dado. Yo sé sólo caminar. Allá donde llego cuento lo que sé de Cristo y de la Iglesia».
En el libro están también los testimonios de muchos catequistas muertos durante la represión, terminada en 2002 con el acuerdo entre el gobierno de Jartum y los representantes del SPLA de los nubas. El Padre Kizito recuerda una comida con los ancianos del poblado y un catequista que le habla de su predecesor, Gabriel. En una de las tantas incursiones de los militares contra su poblado, Gabriel había tratado de cubrir la fuga de sus catecúmenos. Le capturaron. «¿Eres cristiano?», le preguntan. «Sí», responde, aun sabiendo lo que le esperaba. Sigue con la narración: «Entonces le ataron de pies y manos. Lo que ocurre normalmente es que los soldados meten a los cristianos en el edificio de la iglesia, después de atarlos, y aplican fuego a la paja del tejado para que ardan vivos. Gabriel, que era un hombre grande y grueso, también él un gran luchador, no permitió que los soldados le ataran las manos. Uno de ellos, temiendo que Gabriel pudiera escapar, sacó el cuchillo y le degolló. Luego escaparon corriendo dejando el cuerpo de Gabriel en el suelo, justo delante de la puerta de la iglesia. Por eso los católicos consideramos este lugar sagrado. Gabriel derramó su sangre por Jesús». Testimonios de fe, que Kizito cuenta con asombro y delicadeza. Como la de tantos nubas que, habiendo conocido la fe a través de los misioneros, la han conservado durante años, incluso después de la expulsión de estos por parte del régimen de Jartum. El padre Kizito anota un encuentro con un anciano, durante uno de sus viajes. Desde lo alto de una de las montañas en las que vive, el viejo católico le indica, al fondo del valle, el lugar donde surgía la pequeña iglesia en la que se veían con el padre Francesco Cazzaniga (ex administrador apostólico de El Obeid), cuando venía a visitarlos. Luego la represión, la iglesia en llamas, las paredes ennegrecidas y caídas… Desde lo alto, mirando aquel pedazo de tierra, recuerdo de encuentros lejanos, el anciano le dice al padre Kizito: «Cuando veas al padre Francesco, dile que hemos mantenido la fe».



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