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IGLESIA
Sacado del n. 04 - 2005

Historia de un pequeño milagro (editorial)


A principios de los años ochenta se imprimió en Roma un opúsculo como ayuda para confesarse bien. Varias veces reimprimido, su difusión superó el medio millón de ejemplares. Últimamente a las páginas sobre la confesión se han añadido las oraciones más sencillas de la vida cristiana. La nueva edición de este pequeño libro lleva una introducción del cardenal Ratzinger


por Lucio Brunelli


Las portadas de los libros 
«Chi prega si salva» y «El sacramento de la penitencia o confesión» editados por 30Días

Las portadas de los libros «Chi prega si salva» y «El sacramento de la penitencia o confesión» editados por 30Días

Al principio fue un libro delgadito. Dieciséis páginas, formato 10x14. En el frontispicio una cita del filósofo polaco Stanislaw Grygiel (una frase de comentario a la primera encíclica de Juan Pablo II, Redemptor hominis) y el título sin arabescos, escrito con caracteres grandes, color violeta cuaresmal: El sacramento de la penitencia o confesión. Comenzaban los años ochenta y nadie podía imaginar que ese “mini vademécum” sobre la confesión, sacado del viejo Catecismo de san Pío X, se iba a convertir en un pequeño best seller. Más de medio millón los ejemplares difundidos, sumando las varias ediciones hasta la última versión, Chi prega si salva [El que reza se salva], enriquecida con las oraciones y los cánticos más hermosos de la tradición cristiana y con una introducción del cardenal Joseph Ratzinger.
Pero lo más sorprendente es la génesis de este libro. Nació de una experiencia vivida en Roma. Había sido pensado en especial para esos jóvenes y adultos que –atraídos por encuentros significativos– se acercaban por primera vez o regresaban, tras años de abandono, a la práctica cristiana. Personas de todas las edades, sexo, cultura y opiniones políticas. No existía el problema de adoctrinarlos, según el modelo de las escuelas de partido o peor aún de las sectas religiosas; además, era tiempo perdido: se trataba por lo general de personas dotadas de un sano y suficiente espíritu crítico. Precisamente la atracción vivida en los encuentros con personas cristianas hacía que fuera razonable preguntarle al sacerdote o a los amigos con más experiencia qué era lo que en concreto pedía la Iglesia a los que comenzaban un camino de vida cristiana. La confesión, incluso desde un punto de vista existencial, era a menudo el primer paso.
Lo malo de los catecismos oficiales –entonces en circulación – era su incurable verbosidad. Un mar de palabras donde, al final, era difícil incluso divisar los términos sencillos y esenciales del sacramento: el examen de conciencia, la distinción entre pecados mortales y veniales, la gracia del perdón. Paradójicamente resultó mucho más útil el formulario del viejo Catecismo con preguntas y respuestas. Acudiendo a esta fuente –y a otros documentos del Magisterio– fue posible resumir en pocas páginas todo lo que un fiel de a pie ha de saber para poder vivir bien el acto de la confesión.
No era una operación basada en la nostalgia ni mucho menos una reacción ideológica contra los dictados del Concilio ecuménico Vaticano II, del que, al contrario, cada vez más se iba aprendiendo a conocer y apreciar el espíritu de diálogo y apertura hacia los hombres hermanos. Era de verdad el descubrimiento, asombrado, de los tesoros ignotos de la tradición. Tesoros de vida. Sencillez liberadora. Quien escribe –uno de esos “neófitos” a los que se dirigía el librito– recuerda la sorpresa que sintió al aprender en esas páginas, por ejemplo, que según la doctrina católica dos de los cuatro «pecados que claman venganza ante Dios» (textual) eran pecados sociales: la «opresión de los pobres» y el «el fraude en el salario de los obreros». Para uno que en su juventud había vivido (como muchos) la utopía comunista y se había dejado encantar por los versos de Pier Paolo Pasolini y Fabrizio De Andrè, la sorpresa estaba en descubrir que el Papa antimodernista era más de “izquierdas” que muchos eclesiásticos modernos. Si de verdad lo que interesaba era el destino de los “oprimidos” no hacía falta ir tras Marx; bastaba ir a la tradición de la Iglesia. Y, en efecto, qué emoción asombrada al hojear la concisa y práctica lista de las «obras de misericordia corporal» encomendadas a todos los fieles: dar de comer al hambriento, dar posada al forastero, visitar a los enfermos, socorrer a los presos… Adorable realismo cristiano.
Se pensaba en la tradición como en una habitación cerrada. La descubríamos como una ventana abierta. Luz y aire lleno de oxígeno. La tradición, naturalmente. Así como la moral católica. No los moralismos: resentimiento de los infelices que aguantan mal el gozo ajeno.
No se piense, sin embargo, que todos estos interesantes descubrimientos existenciales eran una escapatoria para no hacer la acusación de cada uno de los pecados. Las indicaciones del librito al respecto eran y son muy claras. No hay mejor síntesis literaria del modelo de confesión que se nos proponía que un fragmento del Miguel Mañara de Oscar Milosz. Cuando un don Juan recién convertido llama a la puerta del convento de la Caridad de Sevilla; inunda al abad con lágrimas y místicas expresiones de arrepentimiento, pero éste lo calla con estas palabras: «El arrepentimiento del corazón no es nada si no sube hasta los dientes e inunda de amargura los labios… Decid: he hecho esto, he hecho esto otro. Hablad…». Y entonces el buen Mañara habla, habla… Homicidios, violaciones, desde luego no se trata de los escrúpulos de un colegio de educandas… Y no para, sigue contando. Hasta atormentarse por sus propias infamias. Y entonces el anciano abad debe pararlo, de nuevo. «No hay que hablar más de estas pobres cosas, de estas tonterías, mi niño grande, ¿comprendéis? Son historias que hay que dejar a aquellos que el gran orgullo de los pequeños pecados sigue atormentando…».
El regreso del hijo pródigo, Rembrandt, aguafuerte, Pierpont Morgan Library, Nueva York

El regreso del hijo pródigo, Rembrandt, aguafuerte, Pierpont Morgan Library, Nueva York

La experiencia increíble de la misericordia. Así miles y miles de jóvenes y menos jóvenes han descubierto el núcleo de la experiencia cristiana. Unos días antes de que la enfermedad se agravara, don Giussani había sugerido como tema de meditación para la Pascua de 2005 este antiguo prefacio de la liturgia ambrosiana: «Te has inclinado sobre nuestras heridas y nos has curado dándonos una medicina más fuerte que nuestras heridas, una misericordia más grande que nuestra culpa. Así también el pecado, en virtud de tu invencible amor, ha servido para elevarnos a la vida divina». Utilidad incluso del pecado. Al despertar la piedad de Otro. Porque no es con nuestras fuerzas, con nuestra voluntad, como conseguimos la suspirada felicidad.
Decía Pío XII en los años cincuenta que el drama de la modernidad es haber perdido la conciencia del pecado. Hoy, quizá, las personas viven un drama más grande. Destruida toda ilusión sobre la bondad natural del hombre, viven el mal como una carcoma oscura, destructiva e incurable. Ya no saben, porque no lo experimentan, que su mal puede ser curado y perdonado. Y probablemente esta es la causa de esa inmensa fragilidad afectiva y psicológica, sobre todo de los jovencísimos, que está a la vista de todo el mundo.
Todo esto hemos aprendido, gracias también al librito sobre el sacramento de la penitencia. También los que frecuentaban desde hacía años la Iglesia comenzaron a usar el opúsculo. Muchos sacerdotes y numerosas comunidades parroquiales –primero en Roma y luego en otras ciudades– lo comenzaron a pedir. Una difusión desde abajo, espontánea. Tanto el semanario Il Sabato como la revista mensual 30Días lo ofrecieron a sus lectores. Dando números de teléfono donde los fieles o las parroquias podían solicitar otros ejemplares pagando un módico precio. Fueron varias las reimpresiones en pocos años: octubre de 1990, noviembre de 1991, febrero de 1995… En los ambientes eclesiásticos alguno arrugó el entrecejo, no comprendiendo el espíritu positivo y no polémico de la iniciativa. Pero también llegaron reconocimientos importantes. En mayo de 1995 el regente de la Penitenciaría apostólica, monseñor Luigi De Magistris, envió una carta de encomio (y algunas sugerencias preciosas) al director de 30Días. Añadiendo que el librito había sido «señalado por nosotros de la Penitenciaría al Comité central para el Año Santo en orden al aprontamiento -cuando llegue el momento– de los libritos para los peregrinos». Que la idea fuese sabia se pudo ver a posteriori, cuando los periodistas fuimos testigos de la gran afluencia de peregrinos durante el Año Santo de 2000, los cuales, sin embargo, no fueron ayudados casi para nada con instrumentos sencillos a vivir esa dimensión esencial de todo año jubilar que es, precisamente, el sacramento de la confesión.
Debido al gran número de solicitudes las reimpresiones del librito continuaron durante los años noventa. La última que hemos encontrado es de 1998. Tres años después se publicaba la primera edición de Chi prega si salva, que vendió 120.000 ejemplares. El formato de bolsillo 10x14 seguía siendo el mismo, pero las páginas eran ahora 134. A la vieja parte sobre la confesión se habían sumado otras secciones con las oraciones más importantes de la piedad cristiana: Ángelus, Regina Caeli, Acto de fe, de esperanza, de caridad, y los misterios del Santo rosario.
El espíritu sigue siendo el de los comienzos, hace 25 años. Y hoy lo más increíble es ver a chicos y chicas, con vestidos y gustos como los de sus coetáneos, rezar las mismas oraciones que nuestras abuelas, con la misma adorable sencillez y emoción. Verdaderos milagros metropolitanos.


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