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BENEDICTO XV
Sacado del n. 05 - 2005

«In te, Domine, speravi; non confundar in aeternum»


Benedicto XVI ha citado el lema del papa Della Chiesa para expresar «humilde abandono en las manos de la Providencia de Dios» y «total y confiada adhesión a Cristo»


por Andrea Riccardi


Benedicto XV

Benedicto XV

In te, Domine, speravi; non confundar in aeternum! Este era el lema de Benedicto XV, papa desde 1914 hasta 1922. Un lema tomado del Salmo 70 (71). El nuevo papa Benedicto XVI hizo suyas estas palabras al ofrecer –como dijo– «algunos rasgos» de su programa de gobierno. La referencia es evidentemente al mensaje dirigido a los cardenales tras su elección, de nuevo en la Capilla Sixtina, el pasado 20 de abril. Benedicto XVI citó el lema de su predecesor para expresar «humilde abandono en las manos de la Providencia de Dios» y «total y confiada adhesión a Cristo». Es una interpretación bíblica también propia de Giacomo della Chiesa. A Benedicto XV, por lo demás, se le podrían aplicar perfectamente las palabras pronunciadas por el papa Ratzinger en la homilía con la que inauguró el ministerio petrino el 24 de abril, aquel «no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme a la escucha, con toda la Iglesia entera, de la palabra y la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de modo que sea Él mismo quien guíe la Iglesia en esta hora de nuestra historia».
En el caso de Giacomo della Chiesa, la circunstancia de no quedar «confundido eternamente» se expresó en una consideración de la realidad reconociendo las cosas tal como son. Giacomo della Chiesa era un hombre muy lúcido y racional, extraordinario trabajador, capaz de simplificar lo complejo, atento a los problemas históricos de los pueblos, conocedor de la gran política, con las cualidades del hombre de mando. Aristocrático genovés, conservador prudente y valiente, era sensible a la piedad popular y estaba disponible para encontrarse con todos. Al mismo tiempo estaba acostumbrado a la sociedad de élite, y se podrían recordar las entrañables amistades con la familia de los Hasburgo. Benedicto XV quiso llevar el orden y la fraternidad a una Iglesia sacudida por la animosidad de la disputa sobre el modernismo. Impuso la paz interior para cerrar un paréntesis que consideraba que había sido demasiado introvertido y para relanzar apostólica y misioneramente a la Iglesia. También por ello se apresuró a promulgar, en 1917, el nuevo Codex iuris canonici. Dio un nuevo impulso al movimiento católico organizado, incluida su vertiente política, como demuestra el nacimiento en Italia del Partido Popular de don Sturzo en 1919. La Acción Católica, tan importante para Pío XI, fue planteada estructuralmente no por el papa Ratti sino por Benedicto XV, que hizo surgir un movimiento laico de masas. El Papa genovés, además, dio, por así decir, un planteamiento orgánico a la relación de la Iglesia católica con Oriente, fundando la Congregación para las Iglesias orientales e institutos relacionados con ella. Los pocos años que gobernó hizo e influyó mucho.
Benedicto XV estuvo a la altura de su tiempo, y este es quizá el motivo de su mayor gloria terrenal. Durante su breve pontificado tuvo lugar la Primera Guerra Mundial (con los coletazos de los rencores nacionalistas de la posguerra), el desmoronamiento de los cuatro imperios de Europa continental (germánico, austríaco, zarista, otomano), el genocidio de los armenios y otros cristianos, incluidos bastantes católicos. La época de Benedicto XV estuvo marcada por la revolución bolchevique, pero también por la virulencia de nacionalismos exasperados. Personajes contemporáneos de este Papa fueron Lenin y Wilson, con quienes tuvo que medirse no sólo en la competición indirecta de la notoriedad pública.
Benedicto XV es considerado el “Papa de la paz”. Esta fama le deriva de la constante censura de la guerra. Durante su magisterio condenó una vez tras otra la Gran Guerra, a la que definía «espectáculo monstruoso», «espantoso azote», «horrenda carnicería», «suicidio de la Europa civil», «tragedia de la demencia humana», hasta llegar al «inútil masacre» del llamamiento de paz dirigido a los gobiernos beligerantes en agosto de 1917. Esta inflexible condena de la Primera Guerra Mundial no pretendía innovar desde el punto de vista teológico la doctrina de la Iglesia con respecto a los acontecimientos bélicos, sino que ante todo expresaba estremecimiento humano y cristiano por un acontecimiento ruinoso que acarreaba sangre y dolor. La definición de la guerra como «inútil estrago», en una Europa presa del furor bélico y los chovinismos, le valió a Benedicto XV la animadversión de todas las clases dirigentes de los países enfrascados en el conflicto. Incluso bastantes dirigentes católicos, en uno u otro frente, rechazaron las instancias de paz del Pontífice, aglutinándose con sus respectivos gobiernos a la hora de exigir como única paz posible la de la victoria y el aniquilamiento del enemigo. Una verdadera campaña de denigración fue organizada contra Benedicto XV en los países en guerra. Las palabras de Benedicto XV fueron recibidas de distinta manera por las masas tanto cristianas como socialistas, éstas últimas traicionadas por sus líderes, que se habían enrolado en la política belicista de los gobiernos.
Frente al conflicto mundial, Benedicto XV adoptó una postura super partes, de absoluta imparcialidad, según modalidades diplomáticas y humanitarias que luego iban a seguir otros pontífices durante el siglo XX. La postura de Benedicto XV resulta aún más sabia si se piensa que dos tercios de los católicos de la época estaban implicados en la guerra: 124 millones con la Entente, 64 con los Imperios centrales. Pero Giacomo della Chiesa no expresó, frente a la guerra, meras posiciones de principio. Tenía el temple de un político, utilizó con cuidado la diplomacia vaticana, elaboró detalladas propuestas de paz que nada tenían que envidiar a la Realpolitik. Escribió al kaiser y al sultán, a Francisco José y a Lenin. Convirtió a la Iglesia en una gran agencia humanitaria mundial para socorrer a los civiles y especialmente a los prisioneros ­–no tenía nada que envidiarle a la Cruz Roja–. En 1920 aparecería la primera encíclica dedicada a la paz jamás escrita por un papa, la Pacem Dei munus, que afirmaba la exigencia de la reconciliación entre vencedores y vencidos. En los archivos vaticanos se conserva un apunte escrito por Benedicto XV –una rareza, porque este Papa no solía comunicarse por escrito con sus colaboradores y no apuntaba sus ideas– en el que se ve que no creía en ninguna “victoria” o solución de fuerza: «En toda guerra para llegar a la paz se ha tenido que abandonar el propósito de aplastar al adversario: llevar al adversario a una situación en la que no pueda volver a intentar la prueba es una tontería, porque la prueba puede ser vuelta a intentar al cabo de algún tiempo, ya sea porque el adversario ha vuelto a recuperar fuerzas, ya sea porque ha creído que las había recuperado. Las guerras existirán no mientras exista solo la fuerza, sino mientras exista la codicia humana». Benedicto XV, incansable buscador de soluciones pacíficas, creía en la sensatez de las mediaciones diplomáticas y sobre todo en la reconciliación entre enemigos.
Soldados franceses en la batalla del Marne durante la Primera Guerra Mundial

Soldados franceses en la batalla del Marne durante la Primera Guerra Mundial

Pero Giacomo della Chiesa no fue solo “Papa de la paz”. Fue también “Papa de las misiones”. El 30 de noviembre de 1919 se publicaba la carta apostólica Maximum illud. Era el primer documento pontificio que afrontaba de manera global la cuestión misionera. Indicaba una nueva perspectiva “indígena” para la evangelización universal, liberando al catolicismo de los países de misión de los vínculos de los nacionalismos europeos. Se trataba de afirmar la independencia de las misiones católicas de la política de las potencias coloniales, que se consideraban protectoras de las misiones, pero que en realidad las usaban para sus propias finalidades. La Maximum illud afirmaba la autonomía de la Iglesia mientras la mentalidad nacionalista dominaba las relaciones internacionales. El documento iba decididamente a contracorriente. Entre otras cosas salía a la luz mientras en Versalles los Estados europeos victoriosos decidían la distribución posbélica del mundo según los criterios tradicionales de potencia y se repartían colonias, protectorados y zonas de influencia. La descolonización –hay que recordarlo– es un fenómeno posterior a 1945.
Sobre todo la situación china fue decisiva para la redacción de la Maximum illud, llevando a Benedicto XV y a sus colaboradores a una reflexión general sobre la relación entre las misiones y las políticas coloniales, entre las misiones y las Iglesias locales, entre evangelización e inculturación. En China las actividades misioneras se presentaban subordinadas al protectorado francés, según los dictámenes de un acuerdo al que París obligó a Pekín en 1858. Como consecuencia el catolicismo era visto por la mayoría de los chinos como “la religión francesa”. Los chinos católicos sufrían por el carácter “extranjero” de su fe, que hacía imposible que se difundiera por amplios estratos de la sociedad. Los misioneros, en gran parte franceses, veían en China un territorio donde expandir la influencia de su patria (y de su congregación) y no veían de buen grado la formación de un clero autóctono. Benedicto XV se convenció de la necesidad de comenzar la sinización de la Iglesia en aquel país y de establecer relaciones diplomáticas directas con el gobierno chino.
Tras la Maximum illud fue enviado a China un delegado apostólico de gran temple, monseñor Celso Costantini, futuro cardenal prefecto de Propaganda Fide. La Santa Sede hubiera preferido tener en Pekín un nuncio apostólico, pero Francia, celosa del protectorado político-eclesiástico, lo impidió, sosteniendo ante un débil gobierno chino que los diplomáticos propuestos por el Vaticano para la futura nunciatura eran filoalemanes. Costantini nombraría los primeros obispos chinos (Pío XI consagraría seis en 1926) y borraría muchas huellas de extranjerismo del catolicismo frente a la sociedad china. Entre amigos, Costantini bromeaba: «O con los misioneros contra la Maximum illud o con la Maximum illud contra los misioneros». Más seriamente, se trataba de evitar confundir el anuncio cristiano con los intereses de las potencias occidentales.
La visión misionera de Benedicto XV revelaba un gran respeto por los pueblos a los que se dirigía la Iglesia. Para él, el misionero no era portador de intereses partidistas, sino del Evangelio. Afirmaba: «Porque ha de ser hombre de Dios quien a Dios tiene que predicar…». La Maximum illud terminaba considerando el nacimiento de una época misionera: «Y cual si repercutiese aún en nuestro oídos aquella palabra del Señor: “Guía mar adentro”, dicha a Pedro, a los ardorosos impulsoso de nuestro corazón de padre, sólo ansiamos conducir a la humanidad entera a los brazos de Jesucristo».
Significativamente el pontificado de Benedicto XV está marcado por este cruce entre la obra por la paz y la reconciliación y el nuevo impulso a las misiones. La Iglesia de Benedicto XV no se empeñó en realizar ningún programa o las tesis teológicas personales del Papa. Más bien reaccionó sabia y puntualmente –en esto sí que actuó orgánicamente bajo la sabia batuta papal– al horror de un mundo estremecido por la guerra y los nacionalismos. Observando la realidad a la luz de la oración y la Palabra de Dios, Benedicto XV reconocía que era el Señor quien guiaba su Iglesia y se servía de él, elegido a la cátedra de Pedro para comunicar el Evangelio y ponerlo en práctica.


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