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CORPUS CHRISTI
Sacado del n. 05 - 2005

El dominio de Cristo en el cielo y sobre la tierra


La homilía pronunciada por san Carlos Borromeo en la Catedral de Milán en la solemnidad del Corpus Christi, el 9 de junio de 1583


La homilía de san Carlos Borromeo sobre el Corpus Christi, el 9 de junio de 1583


Todos los misterios de nuestro salvador Jesucristo, queridas almas, son sublimes y profundos: los veneramos en unión con la santa madre Iglesia. Mas el misterio de hoy, la institución del Santísimo Sacramento de la eucaristía, mediante el cual el Señor se ha donado en alimento a las almas fieles, es tan sublime y alto que supera toda comprensión humana. Tan grande es la condescendencia del sumo Dios, reluce tanto amor en Él que toda inteligencia fracasa; nadie puede explicarlo con palabras ni comprenderlo con el intelecto. Pero como es deber mío hablaros de ello por el oficio y la dignidad pastoral, os diré algo también de este misterio. Brevemente, esta homilía se va a centrar sobre todo en dos puntos: cuáles son las causas de la institución de este misterio y cuáles los motivos por los que lo recordamos en este tiempo.
San Carlos da la comunión
a los apestados, Tanzio da Varallo, colegiata de los Santos Gervasio y Protasio, Domodossola (Italia)

San Carlos da la comunión a los apestados, Tanzio da Varallo, colegiata de los Santos Gervasio y Protasio, Domodossola (Italia)

Se narra en el Viejo Testamento la noble historia del cordero pascual que cada familia debía comer en casa; si sobraba y no podía ser consumido, había que quemarlo en el fuego. Ese cordero era figura de nuestro Cordero inmaculado, Cristo Señor, para ofrecerlo por nosotros al Padre eterno en el altar de la cruz. Juan, el precursor, al verle dijo: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»1. Esa maravillosa figura nos ha enseñado que el Cordero pascual no podía comerse totalmente con los dientes de la contemplación, sino que debía quemarse completamente en el fuego del amor2.
Pero cuando medito para mí mismo que el Hijo de Dios se ha donado completamente a nosotros en alimento, me parece que ya no hay espacio para esta distinción: hay que quemar totalmente este misterio en el fuego del amor. ¿Qué motivo, si no solamente el amor, pudo llevar a Dios buenísimo y grandísimo a donarse en alimento a esa pobre criatura que es el hombre, rebelde desde el principio, arrojado del Paraíso terrenal, en este mísero valle desde el principio de la creación por haber gustado el fruto prohibido? Este hombre había sido creado a semejanza de Dios, colocado en un lugar de delicias, puesto a la cabeza de toda la creación; todas las demás cosas había sido creadas para él. Desobedeció el precepto divino, comiendo el fruto prohibido y, «mientras estaba en una situación de privilegio, no lo comprendió»; por eso «fue asimilado a los animales que no tienen intelecto»3; por eso fue obligado a comer lo que éstos comían.
Pero Dios ha amado siempre tanto a los hombres que pensó en el modo de levantarlos inmediatamente después de su caída; y para que no se alimentase con el mismo alimento destinado a los animales –¡mirad la infinita caridad de Dios– se dio a sí mismo en alimento al hombre. Tú, Cristo Jesús, que eres el Pan de los ángeles, no has desdeñado ser el alimento de los hombres rebeldes, pecadores, ingratos. ¡Oh grandeza de la dignidad humana! Por un hecho singular ¡cuán grande es la obra de la reparación!, ¡cuánto supera la desventura esta dignidad humana! ¡Dios nos ha hecho un favor especial! Su amor por nosotros es inexplicable. Sólo esta caridad pudo impulsar a Dios a hacer tanto por nosotros. Por eso qué ingrato es quien en su corazón no medita ni piensa a menudo en estos misterios.
Dios, creador de todas las cosas, había previsto y conocido nuestra debilidad y que nuestra vida espiritual necesitaría un alimento del alma, así como la vida del cuerpo necesita un alimento material; por esto dispuso para nosotros que hubiera abundancia de cada uno de estos dos alimentos: por un lado, el del cuerpo; por el otro, ese del que gozan los ángeles en el cielo y que nosotros podemos comer, aquí en la tierra, oculto bajo las especies del pan y del vino. La santísima sierva de Dios, Isabel, al recibir a la Madre de Dios, no pudo por menos que exclamar: «¿Y de dónde a mí esto que venga la madre de mi Señor a mí?»4. Mucho más debería exclamar quien recibe en sí a Dios mismo: «¿Y de dónde a mí esto que venga a mí, pecador, miserable, ingrato, indigno, gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección del pueblo; que entre en mi casa, en mi alma que a menudo he convertido en cueva de malhechores, y habite en ella mi Señor, Creador, Redentor y Dios mío, ante el cual desean estar los ángeles?».
Como cualquier rey, en el acto de recibir la posesión de un reino, va antes que a cualquier otra ciudad a la capital y metrópolis del reino, así también Cristo: distinguido con el poder más amplio y con todo derecho en el cielo y en la tierra, lo primero que hizo fue tomar posesión del cielo y desde allí, casi como demostración, derramó sobre los hombres los dones del Espíritu Santo. Pero como había decidido reinar también en la tierra dejó a sí mismo aquí, en el sacratísimo sacrifico del altar, en este santísimo misterio que hoy veneramos. Por ese motivo extraordinario la Iglesia ordena que sea llevado por todos en procesión de forma solemne por ciudades y pueblos
Pasemos al segundo punto de la reflexión.
Acertadamente la Iglesia celebra hoy la solemnidad de este santísimo misterio. Podría parecer más oportuno celebrarla en la Feria quinta in Caena Domini, día en el que sabemos que nuestro salvador, Cristo, instituyó este sacramento. Pero la santa Iglesia es como un hijo, correcto y bien educado, cuyo padre ha llegado al final de sus días y, mientras está muriendo, le deja una herencia vasta y rica; no tiene tiempo de pararse a pensar en el patrimonio que ha recibido: pone sus cinco sentidos en llorar al padre. Así la Iglesia, esposa e hija de Cristo, está de tal modo sumida en el llanto durante esos días de pasión y de atroces tormentos que no es capaz de celebrar como quisiera la inmensa herencia que ha recibido: los Santísimos Sacramentos instituidos en estos días.
Por este motivo ha fijado este día para la celebración: en él, por el inmenso don recibido, quisiera de un modo especial rendir a Cristo ese agradecimiento maravilloso que a causa de nuestra pobreza nosotros no somos capaces de ofrecer. Por eso el Hijo de Dios, que conoce todo desde la eternidad, ha salido al encuentro de nuestra debilidad con la institución de este Santísimo Sacramento: por nosotros «Él rindió gracias» a Dios, «bendijo y partió»5. Con esta institución nos enseñó a darle las gracias lo más que podamos por un don tan grande. Pero ¿por qué la santa madre Iglesia ha fijado precisamente este tiempo para recordar este misterio? ¿Por qué después de la celebración de los otros misterios de Cristo: después de los días de la Navidad, de la Resurrección, de la Ascensión al Cielo y el envío del Espíritu Santo? ¡No temas, hijo, todo esto no carece de motivo! Este misterio santísimo está tan unido a todos los demás y es remedio tan eficaz en vista de éstos, que con todo derecho se une a ellos. Por medio de este santísimo misterio del altar, a través de la recepción de la vivificante eucaristía, con este Pan celeste los fieles se unen tan eficazmente a Cristo que pueden tomar con su boca los ilimitados tesoros de todos los sacramentos del costado abierto de Cristo.
Pero hay otra razón. Entre los misterios del Hijo de Dios que hemos meditado hasta ahora, el último fue la Ascensión al Cielo, que se dio para que Él recibiera a título suyo y nuestro la posesión del reino de los Cielos y se manifestase ese dominio del que poco antes había afirmado: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra»6. Como cualquier rey, en el acto de recibir la posesión de un reino, va antes que a cualquier otra ciudad a la capital y metrópolis del reino (y como un magistrado o príncipe que se dispone a administrar un reino en nombre del rey), así también Cristo: distinguido con el poder más amplio y con todo derecho en el cielo y en la tierra, lo primero que hizo fue tomar posesión del cielo y desde allí, casi como demostración, derramó sobre los hombres los dones del Espíritu Santo. Pero como había decidido reinar también en la tierra dejó a sí mismo aquí, en el sacratísimo sacrificio del altar, en este santísimo misterio que hoy veneramos. Por ese motivo extraordinario la Iglesia ordena que sea llevado por todos en procesión de forma solemne por ciudades y pueblos.
Cuando el poderoso rey Faraón quiso honrar a José, mandó que lo llevasen por las calles de la ciudad y, para que todos conocieran la dignidad de aquel que había explicado los sueños del Faraón, le dijo: «Tú estarás al frente de mi casa, y de tu boca dependerá todo mi pueblo. Tan sólo el trono dejaré por encima de ti. Mira, te he puesto al frente de todo el país de Egipto”. Y Faraón se quitó el anillo de la mano y lo puso en la mano de José, le hizo vestir ropas de lino fino y le puso el collar de oro al cuello, luego le hizo montar en su segunda carroza e iban gritando delante de él para que todos se arrodillaran. Así le puso al frente de todo el país de Egipto»7.
También Asuero, cuando quiso honrar a Mardoqueo, le hizo poner los vestidos reales y cabalgar su caballo, y mandó a Amán para que lo llevase por la ciudad gritando: «Así se trata al hombre a quien el rey quiere honrar»8.
Dios quiere ser el Señor del corazón del hombre; quiere ser honrado, como conviene, por todos los hombres. Por esto hoy, de forma solemne, conducido por el clero y por el pueblo, por los prelados y por los magistrados, recorre las calles de las ciudades y de los pueblos. Por esta razón la Iglesia profesa públicamente que Él es nuestro Rey y Dios, del cual hemos recibido todo y al cual todo le debemos.
Hijos queridos en el Señor, mientras hace poco caminaba por las calles de la ciudad, pensaba en la gran multitud y variedad de personas que hasta hoy, en nuestros días, está oprimida por la miseria de la esclavitud y durante mucho tiempo ha tenido que servir padrones tan viles y crueles. Entreveía cierto número de jóvenes que se han dejado dominar por lascivia y libídine y, como dice el Apóstol9, han proclamado dios a su propio vientre. (Todo el que pone como fin de su existencia una cosa, quiere que esta cosa sea su dios. Dios, en efecto, está al final de todo). Renuncien a la carne, a la lujuria, a frecuentar las tabernas y las ventas, las malas compañías; renuncien a los pecados y reconozcan el verdadero Dios que la Iglesia profesa por nosotros. Lloraba por la intolerable soberbia y vanidad de algunas mujeres que son ídolos para sí mismas y que dedican esas horas de la mañana que deberían consagrar a la oración a pintarse la cara y rizar el pelo; que piden todos los días nuevos vestidos, de modo que convierten a sus maridos en pobres infelices, a sus hijos en necesitados y consuman sus patrimonios. De aquí nacen muchos males, los contratos ilícitos, el no pagar las deudas, el no cumplir con los piadosos legados; de aquí el olvido del Dios buenísimo y grandísimo, el olvido de nuestra alma. Veía tantos avaros, mercaderes de infierno, gente que a tan caro precio compran para sí el fuego eterno; con razón dijo de ellos el Apóstol: «La avaricia es una forma de idolatría»10. Fuera del dinero no tienen otro Dios; sus acciones y palabras miran a pensar y decidir cómo ganar mejor, comprar tierras, comparar riquezas.
Veía también la infelicidad de algunos que se declaran expertos en la ciencia de gobernar y sólo esto tiene delante de sus ojos. Son aquellos que no dudan aplastar bajo los pies la ley de Dios que ellos declaran contraria a la de su gobierno (¡míseros y desgraciados!) y obligan a Dios a retirarse. ¡Hombres que hay que compadecer! ¿Y hay que llamar cristianos a estos que consideran y declaran públicamente que ellos y el mundo son más importantes que Cristo?
El Señor ha venido, con esta santa institución de la eucaristía, a destruir todos estos ídolos de modo que, con el profeta Isaías, hoy podamos gritar al Señor: «Sólo en ti hay Dios, no hay ningún otro, no hay más dioses. De cierto que en ti está Dios oculto, el Dios de Israel, Salvador»11. Oh Dios bueno, hasta ahora hemos sido esclavos de la carne, los sentidos, el mundo; hasta ahora para nosotros ha sido dios nuestros vientre, nuestra carne, nuestro oro, nuestra política. Queremos renunciar a todos estos ídolos: sólo a ti te honramos como verdadero Dios, te veneramos porque nos has beneficiado tanto y, sobre todo, nos has dejado a ti mismo como alimento para nosotros. Haz, te ruego, que de ahora en adelante nuestro corazón sea tuyo y que nada nos separe de tu amor. Preferimos mil veces morir que ofenderte incluso mínimamente. Y así, mejorando con la ayuda de tu gracia, gozaremos en eterno tu gloria.

Amén
Notas

1 Jn 1,29
2 Cf. Ex 12, 10ss.
3 Sal 49,13
4 Lc 1,43
5 Mt 26,26; Lc 24,30
6 Mt 28,18
7 Gn 41,40ss.
8 Est 6,11
9 Cf. Fil 3,19
10 Ef 5,5; Col 3,5
11 Is 45,14ss.

(Homilía tomada de: sanCarlos
Borromeo, Omelie sull’Eucaristia e sul sacerdozio, Edizioni Paoline, Roma 1984)


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