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LAS JORNADAS DE COLONIA
Sacado del n. 09 - 2005

Una alegría inerme


«El primer viaje fuera de las fronteras de Italia del papa Ratzinger era una encrucijada difícil. Y una vez más las claves que usó Benedicto XVI fueron la humildad y el realismo». El análisis del vaticanista del periódico La Stampa


por Marco Tosatti


Benedicto XVI en Colonia

Benedicto XVI en Colonia

Era una prueba difícil; un examen complicado, lleno de tramas emotivas, mediáticas, personales. Las cuatro jornadas de Colonia, el primer viaje fuera de las fronteras de Italia de Benedicto XVI, del 18 al 21 de agosto, eran –y el Papa lo sabía– no sólo un test importante de su capacidad de afrontar muchedumbres inmensas y huéspedes difíciles, memorias históricas pesadas como el plomo y la incógnita de un país superlaico, «pagano» en algunas regiones, según el pensamiento del Papa. Era el elemento de unión real entre dos reinados, el de Juan Pablo II y el suyo, el momento definitivo de un largo adiós al Papa polaco que había comenzado la noche del 2 de abril. Y Benedicto XVI lo sabía; quizá por esto es por lo que se prodigó humanamente de manera tan generosa, forzando un carácter tímido, esquivo, ajeno a gestos de escenario; trató, como un tío cariñoso, de suplir el vacío palpable de una ausencia sentida por todos con un exceso de abrazos.
Era una encrucijada difícil, y una vez más las claves que usó Benedicto XVI fueron la humildad y el realismo, al límite casi de la crudeza. La humildad de darse completamente: al final de los cuatro días estaba visiblemente agotado, cansado como no se le había visto ni siquiera durante los días de las Congregaciones generales, cuando tenía –provisionalmente– en sus manos el timón de la barca de Pedro, en aguas no tranquilas. Y el realismo: ofreció a los muchachos un cuadro de la Iglesia, y de las perspectivas de vida, para quien es y quiere ser cristiano, lúcido, sin ilusiones; sin ese entusiasmo humano, esa alegría de vida que el papa Wojtyla conseguía hacer emerger también de los remolinos del sufrimiento, y comunicar incluso en los últimos años marcados por el dolor.
Si el misterio del papa Wojtyla era la alegría verdadera, sincera, en el corazón de la tragedia y del lento desmoronamiento físico, podríamos decir que el misterio del papa Ratzinger es la alegría, igualmente arraigada y real, tras ojos que cortan como cuchillas la realidad, también y sobre todo la de la Iglesia. Y tal vez no sea superfluo recordar que por su cultura, y por el papel que ha desempeñado durante casi 25 años, su conocimiento de la barca de Pedro, mecanismos y hombres, es excepcional, quizás único.
Así que se dirigió a los centenares de miles de jóvenes como se habla a los adultos. «Se puede criticar mucho a la Iglesia. Lo sabemos, y el Señor mismo nos lo dijo: es una red con peces buenos y malos, un campo con trigo y cizaña». Llama una vez más la atención la sencilla, afilada lucidez usada por Benedicto XVI para dirigirse a los jóvenes de Colonia. Tajante; no ha edulcorado nada, no ha dorado la píldora. «El Papa Juan Pablo II, que nos mostró el verdadero rostro de la Iglesia en los numerosos beatos y santos que proclamó, también pidió perdón por el mal causado en el transcurso de la historia por las palabras o los actos de hombres de la Iglesia. De este modo, también a nosotros nos ha hecho ver nuestra verdadera imagen, y nos ha exhortado a entrar, con todos nuestros defectos y debilidades, en la muchedumbre de los santos que comenzó a formarse con los Magos de Oriente». Ese sábado por la tarde, en Colonia, frente a todos aquellos muchachos, dijo: «En el fondo, consuela que exista la cizaña en la Iglesia. Así, no obstante todos nuestros defectos, podemos esperar estar aún entre los que siguen a Jesús, que ha llamado precisamente a los pecadores. La Iglesia es como una familia humana, pero es también al mismo tiempo la gran familia de Dios, mediante la cual él establece un espacio de comunión y unidad en todos los continentes, culturas y naciones. Por eso nos alegramos de pertenecer a esta gran familia que vemos aquí; de tener hermanos y amigos en todo el mundo. Justo aquí, en Colonia, experimentamos lo hermoso que es pertenecer a una familia tan grande como el mundo, que comprende el cielo y la tierra, el pasado, el presente y el futuro de todas las partes de la tierra. En esta gran comitiva de peregrinos, caminamos junto con Cristo, caminamos con la estrella que ilumina la historia».
Benedicto XVI saluda a los peregrinos congregados para la Misa final en la explanada de Marienfeld
la mañana del 21 de agosto de 2005

Benedicto XVI saluda a los peregrinos congregados para la Misa final en la explanada de Marienfeld la mañana del 21 de agosto de 2005

Lo que Benedicto XVI piensa de la iglesia, con minúscula, como reunión de hombres, está muy claro, y no lo esconde. Basta recordar las meditaciones del vía crucis, en la novena estación, con la famosa referencia a la «suciedad» y a todos los demás defectos. Opinión repetida luego, casi de pasada. Un clásico ejemplo de predicación penitencial, podríamos decir, según el estilo de Jeremías. Y, sin embargo, no es así; y precisamente en Colonia Benedicto XVI demostró que es posible decir toda la verdad, no dejar ilusiones, y al mismo tiempo vivir, demostrar, ostentar la alegría. Hablando de los rudimentos de la fe cristiana. Porque sin rudimentos no se puede practicar ninguna disciplina con seriedad, y mucho menos el cristianismo.
Hablemos de los Reyes Magos, que Ratzinger no nos presenta empalagosos, de belén: «Aunque otros se quedaron en casa y les consideraban utópicos y soñadores, en realidad eran seres con los pies en la tierra, y sabían que para cambiar el mundo hace falta disponer de poder. Por eso, no podían buscar al niño de la promesa sino en el palacio del Rey». Y no sólo ellos, explica el Papa a sus oyentes, deben darse cuenta de que «el nuevo Rey ante el que se postraron en adoración era muy diferente de lo que se esperaban. Debían, pues, aprender que Dios es diverso de como acostumbramos a imaginarlo. Aquí comenzó su camino interior. Comenzó en el mismo momento en que se postraron ante este Niño y lo reconocieron como el Rey prometido».
Las palabras del papa Ratzinger en la vigilia son casi la primera parte de un programa de pontificado: un cuadro sobre el estado de las cosas, y sobre el papel de la religión en este mundo. Habla de los Magos, habla de nosotros: «Debían cambiar su idea sobre el poder, sobre Dios y sobre el hombre y así cambiar también ellos mismos. Ahora habían visto: el poder de Dios es diferente del poder de los grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo imaginamos, y de como quisiéramos imponerlo también a él. En este mundo, Dios no le hace competencia a las formas terrenales del poder. No contrapone sus ejércitos a otros ejércitos. Cuando Jesús estaba en el Huerto de los olivos, Dios no le envía doce legiones de ángeles para ayudarlo (cf. Mt 26, 53). Al poder estridente y prepotente de este mundo, él contrapone el poder inerme del amor, que en la cruz –y después siempre en la historia– sucumbe y, sin embargo, constituye la nueva realidad divina, que se opone a la injusticia e instaura el reino de Dios. Dios es diverso; ahora se dan cuenta de ello. Y eso significa que ahora ellos mismos tienen que ser diferentes, han de aprender el estilo de Dios».
Es difícil confrontar estas palabras con la cantidad de artículos que presentan a la Iglesia, hoy, sedienta o cómplice de poderes, políticos o económicos. Su Cabeza visibile predica la derrota terrena como destino evidente de la batalla. Algo raro; y aún más raro los centenares de miles de jóvenes que lo aplaudían. «Los santos, como hemos dicho, son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, se llama totalitarismo. No libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?».
Benedicto XVI durante la vigilia en la explanada de Marienfeld la tarde
del 20 de agosto

Benedicto XVI durante la vigilia en la explanada de Marienfeld la tarde del 20 de agosto

Otra vez rudimentos, otra vez palabras poco gratificantes, todo lo contrario. No la felicidad personal, no el éxito, no el poder. Ni siquiera la consolación de un «Dios self service», algo cómodo. Benedicto XVI no quiere granjearse la simpatía del auditorio con “descuentos”; sabe que lo que vale es la semilla de mostaza, y así ve a la Iglesia quizá no ahora, pero sí en el futuro inmediato; una Iglesia de testimonio, no una Iglesia de sociedad. Esto también ha sido Colonia; un volver a comenzar, desde los fundamentales, duros, poco gratificantes, pero necesarios, imprescindibles. Con alegría, y con las sonrisas que dispensó abundantemente en la visita de Alemania. Benedicto XVI sonrió mucho; y al final de la misa abre los brazos en saludos amplios, improvisa: «La Iglesia está viva y me gustaría saludaros uno a uno», dice; y luego: «Habría querido recorrer en el coche descubierto toda la explanada, a lo largo y a lo ancho, para estar lo más cerca posible de cada uno. El mal estado de los pasillos no lo ha permitido». Los jóvenes probablemente se esperaban un contacto más cercano, pero han aceptado como caballeros la desilusión y las chapuzas organizativas.
Todos tenían aún en sus ojos y en el corazón a Juan Pablo II; pero la impresión es que Benedicto ha pasado el examen. A su manera, y con su estilo. Los cuatro días de Colonia han sido, por supuesto, algo más que todo esto. No pueden olvidarse la visita a la sinagoga y el encuentro con los musulmanes; y tampoco, la sustancial desaparición de las amenazadoras protestas de “Wir sind Kirche”, “Nosotros somos Iglesia”, y de las demás iniciativas contrarias, señal evidente de una crisis profunda de cierto tipo de movimiento, que según algunos hoy no es nada más que una “cola” de fenómenos del tipo de los años sesenta. Pero el nudo de la visita estaba de todos modos ahí, en Marienfeld, en ese paso espiritual de consignas, frente a centenares de miles de jóvenes testigos, y en aquel mensaje: «La Iglesia está viva».


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