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HELSINKI 1975-2005
Sacado del n. 07/08 - 2005

HELSINKI 1975-2005. Entrevista con el cardenal Achille Silvestrini

Los acuerdos sobre cosas posibles y honestas


Se cumplen treinta años de la firma del Acta de Helsinki, ejemplo de política exterior basada en el diálogo y el realismo. Fue firmado también por los países del Este, y la Iglesia se sirvió de él para mejorar la situación de los fieles del otro lado del muro


Entrevista con el cardenal Achille Silvestrini de Giovanni Cubeddu


El arzobispo Agostino Casaroli, delegado especial de Pablo VI para la Conferencia de Helsinki

El arzobispo Agostino Casaroli, delegado especial de Pablo VI para la Conferencia de Helsinki

El 1 de agosto de 1975, los 35 estados participantes en Helsinki en la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa, CSCE, firmaban el Acta final, que todavía hoy sigue siendo un hito en la diplomacia internacional. Estaban aquel día todos los líderes más importantes del mundo, del Este y del Oeste. El joven monseñor Achille Silvestrini fue uno de los protagonistas desde el principio, como representante de la Santa Sede, del proceso de Helsinki, que en 1995 desembocó en la creación de la OSCE (la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa), y que desde entonces es sinónimo de una política exterior –en la que la diplomacia pontificia participó plenamente durante un largo período– basada en el realismo y el diálogo para conseguir “cosas posibles y honestas”.
Hemos hablado con el cardenal Achille Silvestrini después de treinta años de aquel momento histórico.

Eminencia, ¿cómo se llegó a la convocación de una conferencia sobre la seguridad y la cooperación en Europa?
ACHILLE SILVESTRINI: Faltando un tratado de paz tras la Segunda Guerra Mundial, se había seguido adelante en una situación “de facto”. El proceso de diálogo político que culminó en Helsinki quería establecer un contexto de relaciones “posibles” entre el Este y el Oeste, y lo hizo con la conocida Acta final, que contenía diez principios compartidos por todos los Estados participantes.
En la práctica se había creado en Helsinki un equilibrio entre las exigencias del Este y del Oeste. Por ejemplo, si por un lado la afirmación de la inviolabilidad de las fronteras y la integridad territorial de los Estados satisfacía a Moscú, por el otro impedía que los soviéticos se volvieran a expandir, excluyendo episodios como los carros armados en Hungría o las intervenciones en Checoslovaquia. De modo que tras el 75 no volvió a producirse ninguna nueva invasión soviética en Europa.
La Iglesia católica participó desde el principio en la CSCE. Su compromiso quedó consagrado en el Acta final de Helsinki.
SILVESTRINI: El séptimo principio, relativo al respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, incluida la libertad de pensamiento y de conciencia religiosa o de credo, fue para nosotros un resultado importante. Mientras Occidente, los países “libres” y neutrales, pedían el respeto de los derechos del hombre, nosotros conseguimos además que se subrayara la libertad de conciencia, de religión o de credo, con la fórmula según la cual los Estados participantes «reconocen y respetan la libertad del individuo de practicar –solo o con otros– una religión o un credo, actuando según los dictámenes de su propia conciencia».
Esto tuvo una inmediata utilidad práctica.
SILVESTRINI: Nos legitimaba en las relaciones bilaterales con los Estados participantes en la CSCE, por ejemplo con Hungría, Rumanía, Yugoslavia, Polonia, Bulgaria, Checoslovaquia, para conseguir un mejor trato para las comunidades católicas locales. Después de Helsinki, ningún país firmatario podía rechazar unas negociaciones bilaterales con nosotros.
En la Iglesia no todos estaban de acuerdo en dar confianza al diálogo con el Este. La diplomacia vaticana experimentó, según una imagen del cardenal Casaroli, el “martirio de la paciencia”.
SILVESTRINI: Se ocupó de resolverlo Pablo VI, en la Ecclesiam Suam, cuando afirmó que la Iglesia se hacía diálogo en todas las instancias. Al mismo tiempo, el Papa añadía que con los regímenes totalitarios marxistas ello era casi imposible por dos razones: no existía un lenguaje común, y en aquellos países la Iglesia estaba silenciada. Así pues, era casi imposible tener esperanza en el diálogo. Pero el Papa añadía una llamada a la Pacem in terris de Juan XXIII.
¿Cuál?
SILVESTRINI: «Nos no perdemos la esperanza», dijo Pablo VI, «recordando todo lo que escribió nuestro predecesor Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris, es decir, que las doctrinas de estos movimientos, una vez elaboradas y definidas, siguen siendo siempre las mismas, pero los movimientos mismos no pueden más que evolucionar y quedar sujetos a cambios incluso profundos. No perdemos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo positivo, no como el presente de nuestra deploración y nuestro obligado lamento». Casaroli citaba a menudo este fragmento de Pablo VI y ponía el acento en el hecho de que el diálogo era “casi” imposible, no imposible.
¿Qué frutos dio este testimonio de Casaroli?
SILVESTRINI: Hizo más fácil la mejora. Si pensamos que en el pontificado de Pío XII había habido violentas rupturas durante prácticamente todo el período de Stalin –el proceso al cardenal Mindszenty, la deportación del arzobispo de Praga, monseñor Beran, el exilio del cardenal Wys­zynski, la condena al arzobispo de Zagreb, monseñor Stepinac. Luego, en los años sesenta, Kruchev y Kennedy se reunieron y comenzaron un diálogo; luego está la crisis de Cuba, que se resolvió gracias al llamamiento de Juan XXIII del 25 de octubre de 1962 en el que pedía a todos los líderes que se responsabilizaran de la suerte de millones de personas frente a la amenaza de la guerra nuclear. Se instaura un proceso de acercamiento en el que se inserta la Conferencia de Helsinki. En Helsinki no ocurren cambios históricos, sino que recibe un espaldarazo este proceso de negociaciones bilaterales con la Iglesia y se alcanzan concretamente algunos resultados.
¿Por ejemplo?
SILVESTRINI: En Hungría existía el problema del cardenal Mindszenty, y con mucho trabajo Pablo VI pudo invitarlo a salir, a petición de los obispos húngaros que querían alcanzar cierto modus vivendi con el Estado.
¿Qué pretendían ustedes con este modus vivendi?
SILVESTRINI: Ante todo dar prioridad a que las diócesis pudieran volver a tener un obispo, porque a muchas se les había quitado. La alternativa a esto podía ser a veces la “Iglesia clandestina”, como en Checoslovaquia. Pero la Iglesia clandestina no podía satisfacer las exigencias religiosas y pastorales del cada día de una comunidad católica… Por lo que poder reinstaurar a los obispos allí donde habían sido eliminados era ya un resultado notable.
Pero se corría el peligro de elegir a prelados siervos del régimen.
SILVESTRINI: De ningún modo. El criterio consistía en indicar a eclesiásticos no contrarios abiertamente al régimen y tampoco que fueran siervos del poder, pero que tuvieran las cualidades que se le exigen a un obispo, es decir, la integridad de su vida y su doctrina, la capacidad pastoral, y así sucesivamente. En algunos países se consiguió, especialmente en Hungría. En Polonia la situación era más sencilla, porque la fuerza de la Iglesia impedía que el gobierno consiguiera imponer a sus candidatos. La fuerza del cardenal Wyszynski, que se ocupaba de los nombramientos, era arrolladora, fuertemente anclada en toda la resistencia de la Iglesia polaca. La más débil era Checoslovaquia…
Henry Kissinger, el secretario del PCUS, Leónidas Brezniev, el presidente de EE UU, Gerald Ford, y Andrey Gromyko en Hensilki durante la firma del Acta final de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa;

Henry Kissinger, el secretario del PCUS, Leónidas Brezniev, el presidente de EE UU, Gerald Ford, y Andrey Gromyko en Hensilki durante la firma del Acta final de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa;

¿Por qué?
SILVESTRINI: El gobierno quería imponer a sus propios candidatos a través de la asociación filogubernamental Pacem in terris. Cuando una sede episcopal se quedaba vacante, los párrocos consultores elegían a un vicario capitular, que según el derecho canónico no podía quedarse más de tres meses, pero que duraba años… Lo curioso es que, en ciertos casos, los que eran elegidos de este modo, luego resultaban ser buenos obispos, como fue el caso del arzobispo Gabris, de la diócesis de Olomouc. Casaroli sabía bien que por el momento los resultados no podían ser mucho mejores… Y naturalmente dentro de la Iglesia había cierto escepticismo… no quiero decir hostilidad. Casaroli respondía que se trataba de dar margen a la Iglesia para que pudiera resistir “hasta…”, es decir, hasta el momento del cambio político. Esta era la Ostpolitik cuando en el 78 fue elegido Juan Pablo II.
¿Qué pasó entonces?
SILVESTRINI: El Papa polaco conocía la declaración de Helsinki y la utilizaba en Polonia para pedir la libertad religiosa. El Acta final llevaba la firma de la Unión Soviética, y Juan Pablo II la utilizaba como instrumento de reivindicación. Por lo demás, también la Charta 77 en Checoslovaquia pedía la libertad basándose en el Acta final de Helsinki. Pero el papa Wojtyla, naturalmente, le da un impulso nuevo, distinto.
¿Cuál?
SILVESTRINI: Hasta aquel momento había habido una especie de apremiante dilema. Durante todos los años de la Ostpolitik hubo en la Iglesia un duro enfrentamiento… no sobre las posiciones de trinchera a las que la Iglesia de todos modos estaba obligada, sino sobre las opciones de política eclesial. Nadie podía decir si el comunismo iba a caer, ni cuándo caería, y en aquellos años pensábamos que el cambio se produciría sólo con la guerra, inevitablemente nuclear… Para los padres del Concilio Vaticano II, «la humanidad tenía frente a sí la angustiosa perspectiva de no poder conseguir otra paz que no fuera la de una horrible muerte», como dijo la Gaudium et spes. Y el equilibrio del terror alejaba la esperanza de liberación de los pueblos del Este de sus regímenes.
Decía a propósito del enfrentamiento dentro de la Iglesia…
SILVESTRINI: No era entre un clero intransigente y otro colaboracionista –minoría reducidísima y desacreditada–, porque las posiciones del comunismo eran tan absolutas que no propiciaban ningún tipo de compromiso personal. El programa de “demolición” de la Iglesia era perseguido con tanta saña que, como mucho, el único vislumbre de esperanza lo representaba el hecho de que el efecto real de la lucha antirreligiosa era inferior al proyectado. El dilema, en cambio, era si beneficiaría más a la Iglesia hacer frente al comunismo con una resistencia a ultranza, o si esta resistencia, firmísima en sus principios, podía admitir, según Juan XXIII y Pablo VI, entendimientos limitados a “cosas posibles y honestas”.
¿Sobre qué bases discutían ustedes?
SILVESTRINI: Nos preguntábamos si negociar podía otorgarle a la vida religiosa espacio y aliento o bien si no era más que una ilusión que solo beneficiaría a los regímenes, sin resultados duraderos para la Iglesia. Así que, ¿qué era lo mejor?, ¿el desafío –una posición de total resistencia de la Iglesia que, impavidam ferient ruinae, un día saldría victoriosa de la prueba mientras se desmoronaba todo el mundo– o bien un intento de recoger para los hijos las migajas honestas que pudieran caer de la mesa del poder? La Iglesia, se observaba, más que preocuparse por la fama que la historia le reservaría, debía ocuparse, como una madre, de las necesidades actuales de los fieles. Como hace una madre: teníamos que pensar en los que vivían entonces y no en lo que los historiadores iban a decir treinta años después.
Esta fue la opción pastoral de Juan XXIII, que Pablo VI hizo suya repitiendo: «Nos no perdemos la esperanza». Y por este camino se llegó a la Conferencia de Helsinki. Luego fue elegido el Papa que vino del Este.
Y se produce el cambio.
SILVESTRINI: Ante todo Wojtyla es pastor de una Iglesia que ha sufrido opresiones e injusticias, él mismo las vivió y padeció personalmente. En segundo lugar, él afirma que los derechos del hombre están fundados en la única raíz de la dignidad de la persona y que las elecciones de conciencia, las expresiones de pensamiento, la libertad de asociación, de trabajo, etc., están ligadas entre sí y de que sean respetadas depende la legitimidad de los gobiernos. He aquí de nuevo un reto global: Juan Pablo II, a través del Acta final de Helsinki, lanza el guante a estos gobiernos del Este porque, escribe en la Redemptor hominis, estos son legítimos solo si respetan la libertad y la dignidad de la persona. De esta manera el Papa dio aliento a Solidaridad e inflamó el orgullo de una nación, que, como decía el cardenal Wyszynski, «habiendo tenido confiscada su libertad y soberanía, reivindicaba la devolución de su dignidad histórica y cristiana».
¿Cómo definiría con una imagen la relación de Juan Pablo II con la Ostpolitik?
SILVESTRINI: Más o menos así: el Papa decía: «Muy bien, ustedes sigan con las negociaciones, que yo seguiré con mi reto por esta otra parte». El Papa Wojtyla nunca pretendió sustituir la Ostpolitik con su desafío, y quiso que las negociaciones llegaran hasta el final.
Pero el espacio de la diplomacia había quedado restringido.
SILVESTRINI: Es cierto. Además, mientras la Ostpolitik se ocupaba de la libertad religiosa, el Acta final de Helsinki ofrecía una base para desafiar al gobierno también sobre las libertades sociales, como hizo Solidaridad. La Quadragesimo anno pone de manifiesto que el gran cambio ocurrió pacíficamente, por lo que atañe a la libre asociación de los obreros. Aquí estamos frente a algo mucho más amplio de la Ostpolitik, que se concentra en la petición de una libertad posible, aunque sometida a condiciones, de las comunidades eclesiales.
Esta interpretación de Helsinki llevó luego a una elaboración teórica de los derechos humanos que considera posible y deseable la injerencia humanitaria.
SILVESTRINI: En el célebre séptimo principio del Acta final, los Estados reconocen «el significado universal de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, cuyo respeto es un factor esencial de la paz, de la justicia y del bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de una relación de amistad y de una cooperación entre ellos como entre todos los Estados». Decir “universal” significa establecer un interés general de superar la precedente indiferencia sobre los asuntos internos de un Estado en cuestión de derechos humanos. Pero la injerencia humanitaria es un arma de doble filo.
La tutela de los derechos humanos fue invocada a favor de la intervención en Irak.
SILVESTRINI: Para seguir fieles al proceso de Helsinki y al ámbito de los intereses de la Iglesia, hay que mirar las decisiones que se tomaron luego en Viena y París. En Viena se formuló la noción de libertad religiosa más circunstanciada que se haya hecho jamás en ningún documento de las Naciones Unidas; en París se crearon las bases para crear la OSCE, que hoy debería garantizar la aplicación de todos estos principios a todo el conjunto de los Estados participantes.
¿Qué ha quedado del proceso de Helsinki? ¿Puede pensarse hoy en relanzar la OSCE?
SILVESTRINI: Yo diría que sí. Se podría volver a empezar teniendo presente el mensaje que, hace treinta años, envió Pablo VI a monseñor Casaroli delegándole para la firma de Helsinki. En él mencionan no sólo las raíces cristianas de Europa, sino también las de la razón, de la cultura, del arte…
La falta de diálogo y la inseguridad preocupan también hoy por el terrorismo. Desde luego, la Ostpolitik no es aplicable en el contexto de la guerra asimétrica.
SILVESTRINI: Pero es deseable retomar su espíritu, aun teniendo en cuenta las diferencias. Entonces eran los Estados soberanos los que tenían dificultades para comprenderse, y normalmente no había atentados de Estados en territorio ajeno, pero existía la amenaza de la guerra. Hoy ninguno de los países de alguna manera benévolos hacia el terrorismo internacional “islámico” puede ser tomado como interlocutor particular para negociar acciones prácticas contra el terrorismo. ¿Quién puede decir que de lo ocurrido en Londres es responsable directo un país islámico?
¿Y entonces?
SILVESTRINI: La situación actual me recuerda más bien a las Brigadas Rojas. Contra el gobierno había una oposición de tipo social, amplia, incluso extremista, pero no violenta. Luego de repente aparecían formas de violencia que se motivaban con la oposición social, pero que en realidad nunca se sabía quién había detrás.
Para mí el problema es este.
Hoy existe una especie de organización invisible que trama emboscadas por todas partes.


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