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POLÍTICA INTERNACIONAL
Sacado del n. 10 - 2005

El testimonio de Primakov


En la embajada rusa de Roma nuestro director presentó el 2 de noviembre la traducción italiana del libro escrito por el ex primer ministro que estuvo al frente de la transición de su país desde la época de Yeltsin a la de Putin  


por Giulio Andreotti


La presentación de la edición italiana del libro Dall’Urss alla Russia, 
de Evgueni M. Primakov, el 2 de noviembre de 2005 en la embajada rusa de Roma

La presentación de la edición italiana del libro Dall’Urss alla Russia, de Evgueni M. Primakov, el 2 de noviembre de 2005 en la embajada rusa de Roma

Además de la grata participación en la presentación de la edición italiana de un ensayo político precedente suyo, conservo de Evgueni M. Primakov dos recuerdos muy claros, ligados al difícil año de 1991. En los meses precedentes se habían presentado muchas iniciativas para convencer a Sadam Husein a que diera marcha atrás a la ocupación de Kuwait, en la que insistía convencido de poder desoír impunemente la orden de retirada de la Organización de las Naciones Unidas.
En realidad en la historia de la ONU las desobediencias eran la norma.
De los gobiernos que desplegaron esfuerzos muy serios para convencer al dictador iraquí el soviético estuvo en primera línea y, como enviado del presidente Gorbachov, Primakov se acercó más de una vez personalmente a implorar la vuelta de las tropas invasoras. En nuestro pequeño ámbito también los italianos nos movimos, en estrecho contacto precisamente con Moscú y con algunos personajes de las áreas entonces clasificadas como alineadas a la izquierda o no alineadas (incluidos importantes estadistas de Latinoamérica), como Ortega.
Por desgracia, Sadam se rindió sólo después de la espectacular acción aeronaval de la Armada de la ONU entre enero y febrero de 1991.
Una vez devuelta la soberanía a Kuwait, los propósitos de castigar a Sadam invadiendo a su país fueron frenados por la gran mayoría de las naciones, tanto por motivos de principio como por la convicción (recuerdo una intervención del entonces jefe de Estado Mayor americano, Colin Powell) de que poner pie en el territorio de Irak sería una auténtica trampa.
No hay que olvidar por otra parte que Sadam había sido el gran benjamín de muchos países occidentales cuando le hizo la guerra al Irán de Jomeini.
No sería exagerado decir –y lo hago con tristeza– que si no hubiera agredido a Kuwait, muy probablemente Sadam Husein estaría todavía en el poder tranquilamente, pese a los curdos y demás .
Pero quiero referirme ahora al segundo de los encuentros con Primakov. Algunos meses después de la rápida Guerra del Golfo –exactamente a mediados de julio de 1991– se reunió en Londres el G7, al que fue invitado como huésped de honor el presidente Gorbachov, que estuvo acompañado precisamente por el señor Primakov. Su tesis era muy clara. Necesitaban sin duda alguna ayuda financiera, pero ante todo pedían comprensión política, especificando que esto quería decir gradualidad y diferenciación en el conjunto de los distintos componentes de la Unión. Pensar en un modelo único era equivocado e imposible, siendo muy distintas las realidades étnicas, económicas y psicológicas. Teníamos que darnos cuenta de estas diversidades. Pedir, por ejemplo, la inmediata restauración de la soberanía de los países bálticos estaba en contradicción con este diseño articulado, que por desgracia no fue comprendido por la mayor parte de los presentes (fue una excepción el presidente Mitterrand, que intervino inteligentemente). También una sabia exposición del presidente de la Comisión, Jacques Delors, sobre las características completamente anormales de la estructura económica del área –incluso con producciones integradas entre Estados vecinos– no fue comprendida. Más tarde la señora Thatcher (quien, sin embargo, no estaba en el G7 por haber dimitido como primera ministra) escribió en sus diarios que Delors tenía nostalgia de la Unión Soviética. Lo cierto es que Gorbachov y Primakov se fueron de Londres llevándose sólo un comunicado en el que se esperaba que se les admitiera como observadores en el Fondo monetario. Era muy poco para estadistas que habían de emprender la ardua empresa de hacer que la población y las fuerzas armadas aceptaran la disolución del Partido Comunista y la reunificación de Alemania. Llegados a aquel punto, eran inevitables las peligrosísimas maniobras del señor Boris Yeltsin y de otros nostálgicos.
Pero vayamos al último libro de Evgueni Primakov, cuya traducción italiana estamos celebrando hoy, traducción que lleva el emblemático título Dall’Urss alla Russia.
Pero quiero hacer otra premisa. Durante la posguerra la política exterior italiana se articuló dividiendo claramente las relaciones entre los Estados y entre los partidos. De este modo, cuando en mayo de 1947 el Partido Comunista Italiano fue colocado en una dura oposición, las relaciones diplomáticas de nuestro gobierno con el de Moscú no sufrieron por ello. Ni tampoco, dos años después, como resultado de nuestra participación en la OTAN, fueron interrumpidas las relaciones correctas entre los dos Estados. Yo mismo mantuve durante años relaciones muy frecuentes y recíprocamente útiles con un personaje como Andrei Gromyko, en el que yo apreciaba incluso una inteligente capa de humorismo. Como cuando, para decir que los gobiernos occidentales estaban separados de sus pueblos, me puso en un aprieto preguntándome cuánto costaba en Roma un viaje en tranvía –cosa que yo no sabía–. Poco después le hice yo la misma pregunta, sobre el metro de Moscú, y no me odió por tenerme que confesar que no lo sabía.
Me han interesado del libro del que estamos hablando los fragmentos que hablan de la gran transición institucional, aunque igualmente fascinantes me parecen las páginas sobre el nacimiento y la formación personal del autor. Su padre fue fusilado en 1937; su madre era médica de fábrica y le enseñó el orgullo y, dentro de lo que era posible, cierta autonomía. Recuerda de ella su gran popularidad entre las obreras de la fábrica y habla de la austeridad de la vida en la única habitación que les habían adjudicado en pisos de cohabitación familiar (lo mismo ocurrirá cuando se case, muy joven).
Durante los estudios superiores –había elegido los estudios orientales– se cruza con jóvenes que iban a tener un gran futuro, como Nehru y Tito; con este último se reuniría más tarde, tras la expulsión de Tito del Cominform.
Se hace periodista del Pravda y redactor radiofónico; como redactor viaja con Kruschev a Albania y refiere los interesantes comentarios de su jefe al culto de Stalin, que los albaneses conservaban intacto. A su vez Kruschev escandalizó a los camaradas albaneses expresando su pésame por la muerte, ocurrida en aquellos días, de John Foster Dulles.
Aquí arriba, Primakov con Yasir Arafat en Moscú en febrero de 1997

Aquí arriba, Primakov con Yasir Arafat en Moscú en febrero de 1997

Cronista político, sigue de cerca acontecimientos importantes como el golpe de Estado en Siria, el desarrollo de la política egipcia de Nasser, las difíciles relaciones entre Bagdad y los curdos. Algunas alusiones al partido Baaz nos ayudan a comprender el desarrollo de muchas situaciones. Pero también en otras zonas vivió experiencias singulares: los coloquios en Sudán con Nimeiry, cuyo programa fue el de imponer también en el sur cristiano y animista de su país la legislación islámica.
Descripciones de gran interés sobre los contactos mantenidos con Arafat (a quien subrayó el error en la valoración positiva de las gestas kuwaitianas de Sadam Husein), con el pobre Sadat, con altos representantes sauditas y con los reyes de Jordania y de Marruecos.
Difícil decir cuál de los once capítulos de este libro es el más interesante. Existe en él un constante cruce de historia y autobiografía, poniendo de relieve una personalidad muy fuerte y también una capacidad extraordinaria de intuir los cambios y dar con soluciones para corregir las crisis.
Cabe destacar las detalladas memorias de las reuniones, en varias circunstancias, con Sadam Husein y también con Tareq Aziz (que hoy son noticia no desde el punto de vista político sino judicial).



Las relaciones de Primakov con Gorbachov –inevitable entre dos personalidades motivadas y duras– no fueron siempre fáciles. Todo lo contrario. En varias páginas se describen encuentros y desencuentros, aunque siempre debidos a consideraciones para nada banales. Creo que la vocación orientalista de Primakov le daba una carta más en el juego.



Paso por alto el capítulo sobre los servicios secretos, que en todos los países y épocas históricas provocan problemas especiales, superabundancia de personal, desenvoltura en los procedimientos. Por otra parte nos estamos ocupando de ello también nosotros tras las revelaciones de un tránsfuga (Mitrokhin) hábilmente explotado por los ingleses y de hecho hoy ya carentes de interés tras tantos años y numerosas iniciativas editoriales.



Es de gran impacto la descripción de la investidura de Primakov como ministro de Exteriores, decidida por Yeltsin el 5 de enero de 1996. Sólo mantuve un encuentro de pocas horas con Yeltsin, por lo que no puedo dar una opinión personal de él. Lo cierto es que me dio una impresión decepcionante y desastrosa. Quizá para los rusos fue el castigo por haber aceptado (aunque, ¿qué podían hacer?) los largos años de la dictadura.
De todos modos, nuestro autor escribe que ante tanta insistencia no pudo por menos que aceptar.
Tuvo que afrontar el problema de la expansión de la OTAN. Según una alusión que se hace en el libro, algo antes (1990) Gorbachov habría propuesto tratar el retiro de Alemania Federal de la OTAN a cambio del retiro de las tropas soviéticas de la Alemania del Este. Pero la idea, extraña realmente, se quedó sólo en eso.
La habilidad diplomática del ministro Primakov resultó ser notable; prueba de ello son sus encuentros, especialmente con los americanos. De todos modos, tras algún tiempo, la fórmula del “dieciséis más uno” se convirtió en el modus operandi, lo cual contribuyó sin duda alguna a la efectiva distensión. Se habla también del papel de Solana, personaje anteriormente poco conocido. Pero es especialmente divertida la narración del encuentro en Helsinki de Yeltsin con el presidente Clinton, que estaba enfermo e iba en silla de ruedas. A su interlocutor ruso éste le dijo: «Boris, ten piedad de un lisiado».
De todos modos ni aquellos coloquios ni los que siguieron fueron estériles. Se informa también de los resultados, que llegaron más tarde a la declaración conjunta Putin-Bush del 24 de mayo de 2002 sobre la reducción de las armas estratégicas.
Sigue una descripción interesante de los contactos de Primakov con la difícil señora Albright, a la que Primakov –cosa que me sorprende– define «incisiva, determinada, inteligente y (sobre todo) encantadora».
Primakov con el secretario general de la OTAN, Javier Solana, en Bruselas en  diciembre de 1997

Primakov con el secretario general de la OTAN, Javier Solana, en Bruselas en diciembre de 1997

Al final de este capítulo, Primakov regresa a los contactos mantenidos varias veces con Solana y define la relación Rusia-OTAN como garante de la paz a través de un compromiso constructivo y sólido.



Sin quitarle nada a la importancia del resto del libro, creo que es especialmente interesante el capítulo sobre “El polvorín de Oriente Próximo”. Casi resignado, el autor subraya que el área nunca fue capaz de alcanzar y sostener un estado ni de guerra ni de paz, que habría podido llevar a la creación de la estabilidad territorial. Y arranca en su análisis de cuando era redactor de los programas de Radio Moscú durante el ataque anglo-franco-israelí a Egipto en 1956 (tras la nacionalización del Canal de Suez) que concluyó con la conquista por parte de Israel de la península del Sinaí, de la orilla occidental del río Jordán y de la Jerusalén oriental.
Primakov describe bien las involuciones y evoluciones en la zona, recordando que en 1948 también Stalin había reconocido formalmente el Estado de Israel. El principio del diálogo entre Israel y los palestinos ha venido inspirando desde entonces iniciativas cíclicas, antes y después de la Conferencia de Madrid de 1991. En especial se describen aquí las esperanzas y los intentos de superar las continuas crisis con Líbano, con Siria, más o menos con todos (poniéndose en evidencia también los diferentes tipos humanos: desde Simón Peres a Netanyahu). Se destaca también –cosa que no se debe olvidar– que siga existiendo una zona siria ocupada por los israelíes, el Golán. Es iluminadora la relación de los encuentros entre Primakov y el propio Netanyahu y más tarde con Barak. Pero problemas internos del área tuvieron la precedencia para nuestro personaje: entre ellos el intento de Abkasia de separarse de Georgia. Es una conclusión decepcionante de este capítulo.
El 12 de septiembre de 1998 Yeltsin elevó –si puede decirse– a Primakov a presidente del gobierno, en un momento de gran protesta de la Duma, que aceptó al nuevo candidato con un voto superior al quorum necesario. Estaba muy difundida la preocupación por la situación general tanto en economía como en todo lo demás. La moratoria de los pagos a los posesores de títulos estatales fue un desastre y había puesto en entredicho la validez de la acción de los llamados pseudoliberales. Primakov ilustra el plan que presentó para sanear de manera efectiva la economía, pero se dedicó también a otros sectores, demostrando buena intuición y sabiduría. La crisis de Chechenia (aún no resuelta) fue un tremendo golpe negativo, descrito en estas páginas eficazmente.
Lo que no hizo la crisis chechena lo hicieron –según Primakov– el Fondo Monetario y, en general, un cambio atribuido a la política americana hacia Rusia, tanto por parte de quien consideraba que Rusia debía apañárselas sola como por quienes censuraban la corrupción y el intento de los oligarcas de adueñarse del poder.
Transcribo una página importante de este libro por el tema, de cierta actualidad: ¿Qué había hecho Irán para convertirse en tema de interés en la relación Rusia-América? Irán es un Estado soberano en el que aún hay procesos complicados. Está caracterizado por una lucha interna entre el movimiento secular, que se refuerza cada vez más, y los extremistas religiosos, que seguían teniendo un poder notable. La elección del presidente Mohamad Jatamí en 1998 había demostrado que la gran mayoría del electorado rechazaba una organización estrictamente islámica del Estado y la sociedad. Había supuesto un paso adelante. Otro paso adelante lo representaba el hecho de que Qum, el centro religioso de Irán, parecía rechazar la idea de exportar la revolución islámica del ayatolá Jomeini: se trataba de una de las principales características de aquellos islámicos que habían subido al poder tras la expulsión del sha en 1979.
Rusia seguía con atención todos estos cambios, y no solo por pura curiosidad. Irán es una región cercana a nosotros con la que durante decenas de años hemos mantenido relaciones ventajosas para ambos. Estas relaciones siguen todavía y no solo tienen un fuerte componente económico, sino que desde mediados de los noventa incluyen también la cooperación política, especialmente en cuestiones en los que nuestros intereses coinciden.
En muchas ocasiones he hablado con Madeleine Albright de la situación en Irán, tratando de persuadirla de que los duros métodos que trataban de convertir a aquel país en un exiliado de la comunidad mundial servían solo para empeorar las cosas, resultando de este modo contraproducentes.
La cooperación entre Rusia e Irán para construir una central nuclear en Busher ha sido siempre el punto de discordia en las relaciones entre Rusia y Estados Unidos. Washington era sorda a nuestras explicaciones cuando le decíamos que lo que estábamos haciendo en Busher no tenía nada que ver con las armas nucleares, y que estábamos instalando reactores de agua ligera, cuyas características y potencialidades eran idénticas a las de los reactores que Estados Unidos había prometido a China. Una organización rusa tenía la intención, y era su única intención, de desarrollar en Irán un soporte científico (no militar) y una mina de uranio, pero estos proyectos fueron prohibidos por el presidente de la Federación rusa».
George W. Bush con Vladimir Putin en San Petersburgo, mayo de 2002

George W. Bush con Vladimir Putin en San Petersburgo, mayo de 2002

Este pasaje –como he dicho– tiene cierta actualidad hoy, tras una descabellada declaración del presidente de Irán.
Lo último que extraigo en la presentación de este libro realmente interesante: Primakov estaba volando a Washington para reunirse con el vicepresidente Gore sobre este tema, cuando le llegó una llamada telefónica del propio Gore que le comunicaba la decisión americana de atacar de allí a pocas horas Yugoslavia. Primakov habló con Milosevic y volvió a llamar a Gore para hacerle desistir, pero el intento fue inútil.
El ataque aéreo americano y –por desgracia– de la OTAN destruyó las infraestructuras civiles de Yugoslavia y, lo que es más grave, muchas vidas humanas. La mediación había sido rechazada.
Primakov concluye el capítulo con esta melancólica frase con la que yo también termino mi presentación, dejando para ustedes, si lo desean, la lectura del capítulo sobre las relaciones entre Primakov y la compleja “Familia del Presidente”: «Espero haber dejado, como primer ministro, una herencia positiva para quienes han seguido intentando con éxito acabar con los ataques aéreos y luego han trabajado para estabilizar la situación en Kosovo. Desgraciadamente, en el momento en el que escribo, la situación en Kosovo no ha recibido todavía una solución de tranquilidad y seguridad para todos».
Esta tarde no podemos decir lo contrario.


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