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HISTORIA DE LA IGLESIA
Sacado del n. 11 - 2005

Un “continuum” discontinuo


El segundo capítulo de la reseña de los papas que llevaron el nombre Benedicto presenta la figura de Benedicto XI, el sucesor de Bonifacio VIII, y la de Benedicto XII, el tercero de los llamados papas aviñoneses. En apéndice, los dos antipapas Benedicto XIII y Benedicto XIV


por Lorenzo Cappelletti



Busto de Bonifacio VIII procedente 
de su sepulcro, 
Sala San Juan, Palacio Apostólico Vaticano, Ciudad del Vaticano

Busto de Bonifacio VIII procedente de su sepulcro, Sala San Juan, Palacio Apostólico Vaticano, Ciudad del Vaticano


Ningún papa de nombre Benedicto reinó en los siglos XII y XIII, en la época de los frutos maduros de la Reforma gregoriana, cuyo origen se encuentra precisamente en el antagonismo de los reformadores contra “dos Benedictos”: contra Benedicto IX, cuya resistencia fue tan tenaz que dio lugar al inusitado triple pontificado de este Papa, entre 1032 y 1048, y luego contra Benedicto X, destituido por Nicolás II en 1059. Hablamos de ello en el número anterior de 30Días.
El nombre Benedicto aparece de nuevo, lo que quizá no sea una casualidad, podríamos decir a posteriori, con Benedicto XI (1303-1304), el inmediato sucesor de Bonifacio VIII (1294-1303) que, a caballo de los siglos XIII y XIV, fue el último alfil de esa Reforma en creer que podía dar jaque mate al rey.

Benedicto XI
Al parecer Benedicto XI no tomó este nombre en señal de discontinuidad sino como homenaje a Bonifacio VIII (Benedetto Caetani), a quien fue fiel en la vida y en la muerte. Y, sin embargo, su pontificado, en los límites de las posibilidades y del tiempo demasiado breve de ocho meses, muestra cierta discontinuidad respecto al de su predecesor, que puede verse, según los prestigiosos estudios de Gerhart Ladner, en la forma sencilla de la tiara que usó a diferencia de la monumental con triple corona de Bonifacio. Poco importa que esta discontinuidad fuera el fruto de una impotencia en vez de una estrategia deliberada. ¿Acaso no es la Iglesia del Señor? Son los idealismos, viejos y nuevos, de derechas y de izquierdas, los que gustan distinguir en la historia del papado, casi como fases dialécticas, subjetividades fuertes y subjetividades débiles: «la fe y la voluntad inquebrantable» (G. Falco, La Santa Romana Repubblica, 346) de Bonifacio, por una parte; por la otra, la incompetencia e incapacidad de Benedicto XI, leitmotiv del artículo que le dedica la reciente Enciclopedia dei papi. Artículo que ya apareció idéntico, incluso en la división de los párrafos, hace 35 años en el Dizionario Biografico degli Italiani (¡qué mala publicidad para la enciclopedia Treccani! Sobre todo considerando los numerosos estudios recientes de Vito Sibilio, Carlo Longo y otros).
En realidad el pontificado de Benedicto XI marca una discontinuidad más fuerte cuanto más inalterada permanece la fidelidad de Benedicto a Bonifacio. En el fondo, cediendo respecto a las pretensiones de su predecesor, Benedicto no sólo preservó su memoria, sino que preservó la sucesión apostólica. La condena póstuma de Bonifacio por parte de un concilio, que los consejeros del rey francés pedían con obstinación, habría significado la anulación de las acciones de Bonifacio, y esto había que evitarlo.
Benedicto XI, en el siglo Niccolò di Boccassio, hijo de un notario de Treviso, se hizo dominico en 1257, en el convento de su ciudad natal, y luego siguió un carrera normal como profesor y como superior dentro de la Ordo praedicatorum, que, junto con «su propensión a arreglar las grandes divisiones» (como se lee en Bibliotheca sanctorum, porque Benedicto XI, único entre los papas con este nombre, fue proclamado beato: hay que tenerlo en cuenta), fue la mejor credencial en el momento de su elección como maestro general de la Orden en mayo de 1296. En aquel momento tenía lugar la dura lucha de la familia Colonna –heredera, podríamos decir, de las antiguas pretensiones localistas de los romanos sobre el papado– contra Bonifacio VIII. Pretensiones eficaces porque iban a unirse con las nuevas aspiraciones del rey de Francia Felipe IV el Hermoso.
Aquí arriba, Benedicto XI, detalle del monumento sepulcral, escuela de Arnolfo di Cambio, iglesia de Santo Domingo, Perusa

Aquí arriba, Benedicto XI, detalle del monumento sepulcral, escuela de Arnolfo di Cambio, iglesia de Santo Domingo, Perusa

Niccolò di Boccassio, en el capítulo general de 1297, hizo que su Orden tomara partido por la legitimidad del papa Bonifacio puesta en tela de juicio en esa lucha. La elevación al cardenalato el año siguiente y luego, en 1300, su promoción a decano del Sagrado Colegio fueron la recompensa por su lealtad. Una lealtad que no sólo le llevó a actuar como legado en varias misiones de paz, sino también a compartir personalmente todo el drama de los últimos días de Bonifacio, desde la injuria de Anagni hasta el regreso a Roma y la muerte del Papa en octubre de 1303. El delito tuvo lugar «palam […] in nostris etiam oculis», escribirá Benedicto XI en la bula de condena de los autores materiales, entre ellos Sciarra Colonna y Guillaume de Nogaret.
Además, él no era Bonifacio ni por temperamento ni por curriculum. Su elección como papa en la primera votación fue una decisión consciente de los cardenales que buscaban un pontífice que no desmintiera a Bonifacio pero que tampoco fuera una repetición. Precisamente el hecho de carecer de defensas y ser super partes favoreció, por lo menos al principio, que no se produjeran contiendas desastrosas. Por lo que algunos autores, como el historiador dominico Pierre Mandonnet, han creído ver en Benedicto XI al profético Veltro dantesco, que debía derrotar la cupiditas dominandi simbolizada por la loba y traer de nuevo la paz: «hasta que venga/ el Lebrel, que le dará [a la loba] espantosa muerte. / No se alimentará de tierra ni de oro, / mas de sabiduría, de amor y de virtud/ y su patria estará entre fieltro y fieltro. / Será la salud de aquella humilde Italia, / por quien murió la virgen Camila, / Eurialo, Turno y Niso, de sus heridas. / De ciudad en ciudad la perseguirá, /hasta que dé con ella en el infierno / de donde la primera envidia la hizo salir» (Divina Comedia, Infierno, I, 101-111).
En efecto, Benedicto quitó la excomunión a Felipe IV el Hermoso y el interdicto a varias ciudades de Francia, concediendo el perdón a todos, menos a aquellos que habían participado directamente en el atentado de Anagni, los cuales fueron llamados a presentarse ante él so pena de la solemne promulgación de la excomunión (pero el Papa murió inesperadamente y tampoco estos recibieron ningún castigo). Libró de la excomunión a los dos cardenales Giacomo y Pietro Colonna, aunque no los readmitió en el Colegio cardenalicio. Y a Iacopone de Todi, de la cárcel.
Para comprender el alcance de estos actos de clemencia, hay que considerar que el uso muy extendido, incluso por motivos políticos y fiscales, de la excomunión y del interdicto –que significaba privar de los sacramentos no sólo a los individuos sino a enteras ciudades y provincias– constituía en la primera edad moderna uno de los motivos más graves y objetivos de escándalo. Por tanto, el hecho de que Benedicto, en la carta del 2 de abril de 1304 dirigida a Felipe el Hermoso, motivara esta magnanimidad con su solicitud pastoral no fue sólo una treta diplomática.
Pero, a pesar de todas las astucias diplomáticas y pastorales, el mes siguiente Benedicto tuvo que abandonar Roma, que de nuevo era peligrosa para él, y refugiarse en Perusa de donde no volvería. Murió el 7 de julio por una imprevista disentería atribuida a los higos. ¿Envenenados? «La imprevista muerte dio pie a las acostumbradas habladurías que la atribuyeron al veneno de los cardenales o incluso de Nogaret», dice simplemente la Enciclopedia dei papi, quizá porque tenía prisa en salir con ocasión del Gran Jubileo. Pero, si nos atenemos sólo a lo que algunos cardenales junto con Nogaret habían tramado y seguían tramando, ¿no sería oportuno elevar la habladuría por lo menos al rango de hipótesis? Vox populi
Dante atacado por tres fieras (Infierno, I), detalle del fresco de Joseph 
Anton Koch, Estancia de Dante, 
Casino Massimo, Roma

Dante atacado por tres fieras (Infierno, I), detalle del fresco de Joseph Anton Koch, Estancia de Dante, Casino Massimo, Roma

Así pues, con Benedicto XI los papas y la Curia se alejan de Roma para no regresar más que después de sesenta años. Él fue el primer papa “aviñonés”. Por lo demás, el territorio de Aviñón (nunca se tiene en cuenta) era pontificio ni más ni menos que el de Anagni o Segni. Y además, ya en los dos siglos anteriores, el tiempo que pasaron los papas fuera de Roma había sido mayor que el que habían pasado en la ciudad. Así que hay que reflexionar sobre el «cautiverio babilónico» de Aviñón del que se quejaba Petrarca. Los estudios del siglo XX lo han puesto en evidencia.

Benedicto XII
Benedicto XII (1334-1342) es el otro papa del siglo XIV que tomó el nombre de Benedicto. Una decisión que en su caso parece referirse de nuevo al santo patriarca del monaquismo occidental. En efecto, Benedicto XII había sido cisterciense. Pero no podemos excluir que también quisiera recordar a Benedicto XI. Los dos papas tenían en común la profesión religiosa y el rigor de la vida. Pero también les unía la lealtad personal, junto con la necesidad de distinguirse, respecto a sus inmediatos predecesores que se habían visto implicados en luchas tan cruciales con el poder real e imperial (que ya no se distinguían sino por nacionalidades) que les obligaron a afirmaciones y reacciones tan duras como las que pretendían combatir. Si Bonifacio VIII, predecesor de Benedicto XI, había entablado una lucha sin cuartel con Felipe el Hermoso, Juan XXII (1316-1334) tuvo que hacer frente al asalto, en ciertos aspectos aún más decidido, tanto a nivel doctrinal como disciplinario, de Ludovico el Bávaro, que se hizo coronar emperador en Roma por un antipapa elegido específicamente para la ocasión y que por primera vez en la historia fue definido con este epíteto.
Soberanos y papas se desafiaban con todos los medios a su disposición, incluidos ejércitos de escritores y cúmulos de tratados. Los de eclesiología conocen entonces su nacimiento oficial: «Mientras que la gran Escolástica no había redactado tratados separados de eclesiología, de pronto, en unos años, aparecen muchos con títulos semejantes. Títulos significativos en los que se habla esencialmente de los poderes, de los dos poderes y de sus difíciles relaciones». Dice Yves Congar en L’Eglise de saint Augustin à l’époque moderne, (reimpreso de 1997, 270-271).
El clima de la época, efectivamente, está determinado por pretensiones de poder contrapuestas, donde cualquier partido, incluso el más legítimo, estaba destinado a servir a un “particular”. Cuanto más se teorizaba la globalidad más los hechos intervenían para desmentirla. Ya no se trataba del papa sino de un francés al que contraponerle un italiano; ya no se trataba del emperador sino de un alemán al que contraponerle un Anjou. Desde las familias a los partidos, desde las naciones a los clérigos, todos estaban en lucha: Colonna contra Caetani, güelfos contra gibelinos, franceses contra ingleses, clero secular contra clero regular. Dante no era el único que en su Monarquía (que estuvo en el Índice, no lo olvidemos, hasta que la legitimó en 1921 la encíclica de otro Benedicto, la In praeclara de Benedicto XV) recordaba la necesidad y la necesaria autonomía del poder imperial. Más o menos por los mismos años insignes juristas, como Bartolo de Sassoferrato, lamentaban que feroces tiranías habían surgido precisamente de la debilidad del Imperio. «Cum imperium fuit in statu et in tranquillitate totus mundus fuit in pace et in tranquillitate ut tempore Octaviani Augusti et cum imperium fuit prostratum insurrexerunt dirae tyrannides» (De tyranno). Y cuando la política del mundo cae en crisis, también la libertad en la Iglesia sufre las consecuencias. Es por este dolor y por nada más, o si se quiere por este amor, por lo que hombres como Dante y Bartolo intervienen. «La idea fundamental de Dante no es la reivindicación del poder laico. La idea es que la lucha contra la cupiditas comporta el dualismo de los remedios», escribía Augusto Del Noce en uno de sus muchos inéditos que aún esperan ver la luz.
El papa Benedicto XII en un busto 
de Pablo de Siena, siglo XIV, 
Grutas Vaticanas, Ciudad del Vaticano

El papa Benedicto XII en un busto de Pablo de Siena, siglo XIV, Grutas Vaticanas, Ciudad del Vaticano

Pero volvamos a Benedicto XII, cuyo nombre de pila era Jacques Fournier. Es el tercero de los siete papas llamados aviñoneses. El del reinado más breve, desde diciembre de 1334 a abril de1342. Era natural del condado de Foix (Pirineos), donde había predominado y seguía incubando la herejía cátara (los padres de Nogaret, también él natural de Languedoc, habían caído bajo el juicio de la Inquisición): Giacomo Fournier se enfrentó a ella como obispo de Pamiers, primero, y de Mirepoix, después. Su preparación en este tema fue uno de los motivos por los que Juan XXII lo creó cardenal en diciembre de 1327, para tenerlo a su lado como teólogo de la Curia pontificia. Y será una suerte, como veremos.
Su elección a papa fue rápida, tras pocos días de cónclave, y también esto recuerda a Benedicto XI. «Al parecer la elección fue una sorpresa: el nuevo Papa no tenía ninguna experiencia en cuestiones políticas, pero su preparación teológica, su actividad pastoral, su austeridad eran adecuadas para producir un serio esfuerzo de rectitud doctrinal, moral y administrativa. […] Desde su primer consistorio secreto invitó a los cardenales que lo habían elegido a que le ayudasen a “hacer productiva la viña del Señor”» (del artículo del Dizionario Biografico degli Italiani, firmado por Bernard Guillemain que, con Guillaume Mollat, es quizá el mayor experto del papado aviñonés).
Podemos estar seguros de que no entendía la productividad en términos financieros de la Curia aviñonesa, que al contrario disminuyó. Al principio del pontificado anuló “gracias expectativas” (la asignación de un beneficio aún no vacante) y encomiendas (la asignación de los frutos económicos de un beneficio a quien no iba a desempeñar el correspondiente oficio); limitó los impuestos relativos a las visitas pastorales y llevó a cabo una investigación sobre las “mordidas” de los oficiales de la Curia. Pero sobre todo trató de reglamentar la vida del clero secular, remitiendo a sus respectivas iglesias a la multitud de clérigos que se movían en torno a Aviñón en expectativa, y a las nuevas órdenes religiosas que, además de mucho fervor, traían también turbación a la cristiandad, pues funcionaban a veces como legitimación religiosa para una u otra facción o simplemente como factor de anarquía.
Muchos, sin embargo, contrapusieron resistencias invencibles que anularon en parte el intento del Papa. Contra el espíritu del tiempo, aunque impalpable (pero san Pablo nos recuerda lo que cuentan las potencias del aire, que aunque sometidas por el Señor incumben sobre nuestra vida), a veces no existe dique que resista. En Italia, por ejemplo, el cisma en que habían incurrido muchos señores que se habían unido a Ludovico el Bávaro quedó zanjado, pero a cambio del reconocimiento formal del poder de estos sobre sus respectivos territorios, dispuestos a convertirse en muchos señoríos armados el uno contra el otro y todos contra el Papa. En especial en Bolonia, que debía ser el primer puente para el regreso de Aviñón a Roma, precisamente quien había encabezado la rebelión antipapal fue reconocido por el Papa como «administrador de los derechos y de los bienes de la Iglesia», escribe Guillemain, que termina más bien amargamente el artículo del Dizionario Biografico degli Italiani: «En realidad, la obra del papa Benedicto no modificó ni el Estado de la Iglesia ni el curso de la política europea».
Pero fuera de las fronteras de Europa, gracias a esa situación que determinaba luchas y contiendas, nuevas ocasiones de encuentro con gentes desconocidas se presentan para frailes y mercaderes que caminan juntos entre Persia y China. « El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad…», decía san Pablo en el Areópago. En última instancia, el movimiento de los hombres, pueblos y naciones está gobernado por Dios. Y el papa Benedicto lo secundó.
Pero el éxito más duradero lo consiguió el papa Benedicto XIII en el terreno teológico. «No cabe duda de que el documento más importante del magisterio eclesiástico sobre la escatología intermedia es la constitución Benedictus Deus de Benedicto XII» (C. Pozzo, Teologia dell’aldilà). Muchos siglos después, en cualquier tratado de escatología se lee una opinión semejante. No es cosa baladí, vista la presunción que a menudo acompaña a los teólogos.
Hay que volver atrás para comprender cómo y por qué fue decisiva la intervención de Benedicto XII sobre la cuestión.
Su predecesor se había metido en peligrosas elucubraciones, afirmando en una serie de sermones que las almas conocerán la perfecta bienaventuranza sólo en el momento del juicio final, cuando estén unidas a los cuerpos. Era una tesis que Juan XXII pretendía basar en la autoridad de san Bernardo. Benedicto XII, siendo aún cardenal, no sólo salvaguardó la ortodoxia de san Bernardo, dando una interpretación de sus escritos que le hacían justicia, sino también la de Juan XXII, reduciendo su tesis a una pura opinión personal sobre una cuestión aún no definida formalmente. Mientras tanto, cuando preparaba esa definición dogmática que desde entonces es ley al respecto (cf. Denzinger-Hünermann 1000-1002), corrigió amablemente al Papa hasta hacerle cambiar de idea en punto de muerte. Las palabras que Umberto Eco pone en boca de Juan XXII en El nombre de la rosa son las que el Papa pronunció efectivamente, según el testimonio del mismo Benedicto, pero la atmósfera en que las coloca es una deuda pagada a la lectura convencional de esa época, mejor dicho… un crédito adquirido.
Además, en el De statu animarum, un gran tratado en seis libros que salió tras ser elegido papa, Benedicto afrontó a su manera –como teólogo tomista, pero al mismo tiempo sin olvidar la lección que san Bernardo había sacado de los Padres, en especial de san Agustín– toda la cuestión, dejando entrever un posible modo de comprender correctamente, sin traicionar ni a Tomás ni a Agustín, que se puede hablar de un progreso de la intensidad de la visión beatífica entre juicio particular y juicio final. Hoy que algunos autores, incluso famosos, afirman una absoluta coincidencia de los dos momentos hasta el punto de anular el sentido mismo del juicio final, podía ser oportuno valorar la doctrina de Benedicto, como por lo demás señalaba el padre Henri de Lubac (Cattolicismo, 81-92).
Palacio de los Papas, Aviñón, Francia

Palacio de los Papas, Aviñón, Francia


Benedicto XIII y Benedicto XIV, antipapas
Pero, volvamos a la historia. A finales del siglo XIV y principios del siglo XV tenemos otros dos Benedictos. El aragonés Pedro de Luna, el antipapa que a finales del siglo XIV tomó el nombre de Benedicto XIII en la línea aviñonesa o clementista de Gran cisma de Occidente, merecería un amplio estudio tanto por la riqueza de su personalidad como por los problemas que comporta su elección (la monografía más reciente dedicada a él en 2002 se pregunta todavía Benedicto XIII ¿Antipapa o papa?). Nos hemos de limitar, en cambio, a breves notas para no perder a los últimos de los veinticinco lectores que han resistido hasta aquí.
Fue creado cardenal por Gregorio XI en 1375, antes del regreso definitivo a Roma de este Papa, y trabajó para poner bajo la obediencia de Clemente VII –que había sido elegido en 1378 en alternativa al papa romano sucesor de Gregorio XI– a todos los reinos ibéricos. Luego él mismo sucedió en 1394 a Clemente VII y pretendió reinar incluso después de la destitución pronunciada en 1417 por el Concilio de Constanza, que había resuelto la presencia simultánea no sólo de Benedicto XIII y del papa romano, sino también la de un tercer papa que se había sumado en esos años, destituyendo también a este y favoreciendo la renuncia del papa romano.
La pretensión de Benedicto XIII, como hemos dicho, permaneció intacta hasta su muerte que le llegó en 1423 en el castillo de Peñíscola donde se había retirado, pretensión que se basaba más que en apoyos políticos y motivos jurídicos sobre todo en el carácter indomable del hombre. Fue el último verdadero antipapa, aunque otros dos vinieron después. Uno de ellos, Benedicto XIV, fue antipapa del antipapa, porque fue elegido secretamente por uno de los cuatros cardenales seguidores de Pedro de Luna en contraposición al candidato de los otros tres. El fin del Imperio les quitaba cualquier consistencia a los antipapas menos el de ser pobres Don Quijotes con un sólo escudero. La Iglesia, en efecto, no conoció otros, si no el efímero Félix V (1439-1449) conocido en absoluto como el último antipapa. De aquí la ilusión de que en época moderna el enemigo esta sólo fuera.
De los legítimos Benedicto XIII y Benedicto XIV hablaremos en el capítulo siguiente.



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