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ARTE
Sacado del n. 11 - 2005

El camino hacia Asís revestido de ternura


Ha salido el volumen que presenta al gran público los excepcionales hallazgos realizados en la iglesia de Santa María de Araceli, Roma. Son frescos de un autor desconocido, de la última parte del siglo XIII. Las imágenes espectaculares llenan de conmoción y parecen confirmar la hipótesis de que fueron maestros romanos los que pusieron en marcha las revolucionarias obras de la Basílica superior de Asís


por Giuseppe Frangi


En estas páginas, algunos detalles de la Virgen con el Niño entre san Juan Bautista y san Juan Evangelista, capilla de San Pascual Bailón, iglesia de Santa María de Araceli, Roma

En estas páginas, algunos detalles de la Virgen con el Niño entre san Juan Bautista y san Juan Evangelista, capilla de San Pascual Bailón, iglesia de Santa María de Araceli, Roma

Causó asombro hace cinco años el descubrimiento de estos frescos en la última capilla de la nave derecha de la basílica de Santa María de Araceli. Era una capilla dedicada a san Pascual Bailón, un catalán canonizado por Alejandro VIII en 1690 y por tanto cubierta con decoraciones tardo barrocas. Las pruebas realizadas para comenzar la restauración habían revelado restos de frescos de finales del siglo XIII en las paredes laterales. Pero la verdadera sorpresa que se llevaron los restauradores estaba en la pared del fondo: tras quitar el retablo dedicado al santo, obra de Vincenzo Vittoria, salió a la luz un fresco con la Virgen y el Niño que se había conservado en muy buenas condiciones. A los lados se veía claramente, bajo la capa de yeso, el perfil de dos aureolas en relieve. Hoy, cinco años después de dicho hallazgo y dos después de la conclusión de las obras de restauración, el ciclo de la capilla Bailón ha sido examinado detalladamente (gracias a una serie de emocionantes fotografías) en un volumen preparado por el protagonista del hallazgo, Tommaso Strinati (Tommaso Strinati, Aracoeli. Gli affreschi ritrovati, Skira 2005, 60,00 euros).
Pero antes de hojear estas imágenes, hay que dar un paso atrás. La importancia de estos frescos reside en el contexto artístico en el que se colocan. Un contexto fundamental para el desarrollo de la historia del arte italiano: ese crucial lapso de tiempo entre la estancia romana de Cimabue (1272) y el comienzo de las obras de la Basílica superior de Asís (a partir de 1297). Precisamente en esos años tiene lugar el extraordinario florecimiento de frescos y mosaicos de la Roma de finales del siglo XIII, con tres personalidades que sobresalen sobre todas las demás: Iacopo Torriti, Filippo Rusuti y Pietro Cavallini.
Es la llamada escuela romana, dentro la cual, según los críticos de arte Federico Zeri y Bruno Zanardi, tomó cuerpo la nueva pintura que se alejaba de los estilemas bizantinos y que estaba destinada a encontrar su definitiva consagración en el florentino Giotto.
En este crisol intrincado y apasionante se colocan los frescos de Santa María de Araceli, realizados en torno a la última década del siglo por el taller de Pietro Cavallini. Hasta aquí podríamos concluir que se trata de una de las muchas teselas que componen el grandioso mosaico de la Roma del siglo XIII. Pero no es así: los estudios presentados por Strinati en el volumen recién publicado demuestran que el ciclo de Santa María de Araceli confirma una tesis de fundamental importancia, aunque muy discutida por los críticos, esto es: los frescos de la Basílica superior de Asís, atribuidos tradicionalmente a Giotto, son de la escuela romana, y el jovencísimo genio florentino era un comprimario, aunque eso sí quemaba etapas. En fin, que fue Roma y no Florencia la “locomotora” del arte nuevo, también gracias al hecho de que el más grande de los florentinos, Arnolfo di Cambio, arquitecto y escultor, había trabajado en Roma durante treinta años por lo menos, interviniendo en todas las obras más importantes, desde San Pablo a Santa Cecilia, desde San Pedro a la misma Santa María de Araceli. En 1296 Arnolfo regresó a Florencia para poner en marcha las obras de la Catedral de Santa María del Fiore y así Florencia pudo conquistar la hegemonía en pocos años. ¿Qué importancia había tenido su larga estancia en Roma? Arnolfo había puesto a punto un lenguaje gótico distinto, capaz de metabolizar el realismo y el sentido de racionalidad de la Roma clásica; un lenguaje capaz de librarse de la hegemonía del gótico nervioso y a veces oscuro de la tradición nórdica. Como ha escrito Richard Krautheimer, Arnolfo dio mucho a Roma, pero también recibió muchísimo de Roma.
Así fue que en la iglesia de Santa María de Araceli concebida por el arquitecto florentino, donde una vez más el gótico “romano” se explayaba con sus arcos abiertos, luminosos y acogedores; en la iglesia que Inocencio IV quitó en 1249 a los benedictinos para dársela a los franciscanos; en la iglesia que ya había visto la obra del gran Cavallini en un fresco del ábside, hoy perdido pero que fue alabado por Vasari; así fue, decíamos, que en esta iglesia, por muchos aspectos crucial en la Roma de aquellos años, una familia patricia romana, cuyo nombre desconocemos, hizo pintar al fresco su capilla dedicada a los dos san Juan.
San Juan Evangelista

San Juan Evangelista

Efectivamente, las dos aureolas que los restauradores entrevieron bajo la capa de revoque pertenecían al Bautista y al Evangelista, pintados respectivamente a la izquierda y a la derecha de la Virgen y del Niño. Mientras que de los frescos que cubrían las dos paredes laterales se han recuperado sólo las cenefas altas encima de las marcas sutiles de la sinopia recuperada detrás de los altares barrocos: pocos indicios, pero suficientes para descifrar los dos sujetos. A la izquierda estaba originariamente el Banquete de Herodes (se han salvado sólo los hermosos elementos arquitectónicos del palacio); a la derecha se hallaba la Visión de san Juan Evangelista, sujeto tomado de la leyenda áurea de Jacopo da Varagine y que se refiere a los últimos días de vida del Evangelista en Éfeso (se ha salvado el hermoso cuerpo de Cristo con los dos ángeles y otros apóstoles que se le aparecen a Juan).
Son pocos fragmentos de frescos, pero se conservan con todo el brillo de sus colores; y es suficiente el escorzo profundo del templete en la escena relativa al Evangelista para comprender que nos encontramos con pintores que se han dejado atrás el encanto bidimensional de la pintura bizantina. Y es una novedad, como subraya Strinati: «En las obras romanas de Cavallini no hay todavía una intención de representar un espacio real, sino más bien de enriquecer la narración con elementos escenográficos. El Juicio de Santa Cecilia es un espacio celestial e intangible. En cambio aquí aflora un sentido concreto del espacio». Es inútil decir que los paralelismos con Asís son muchos: la misma compaginación de los frescos entre dos columnas salomónicas; el mismo recurso de encuadrar las escenas con un marco de tres cenefas de color; el mismo modo de recortar las arquitecturas en el fondo azul del cielo, dándoles un resalte clamoroso para aquella época.
San Juan Bautista

San Juan Bautista

Pero debían ser años en los que las aceleraciones se repe­tían. Así, quien parece estar en vanguardia a la hora de pintar los frescos arquitectónicos, paradójicamente se queda atrás a la hora de pintar las estupendas figuras de la escena central de la capilla. Este es el núcleo del ciclo; aquí el artista (o el equipo de artistas, como sugiere Strinati) toca el cénit de la intensidad y de la dulzura. El rostro de María se aleja poco de los prototipos bizantinos; tiene los ojos y las cejas marcados por líneas curvas trazadas con mano segura, siguiendo una costumbre secular. La mirada, de soslayo, planea con discreción sobre el que mira, pero se mantiene fuera del grupo. Qué diferente es, y en este caso más nueva, la Virgen de Cavallini en el Juicio universal de la iglesia de Santa Cecilia: su rostro es irregular, como si ya no temiera las imperfecciones de lo contingente; los ojos parecen escapar del sublime linealismo bizantino; y la sombra profunda en la parte derecha nos habla de realidad, de consistencia física, de un tiempo que ya no es inmóvil.
Y, sin embargo, volviendo a la iglesia de Araceli, y acercando la mirada, descubrimos que la pincelada, plena, filiforme y continua, propia de la pintura del siglo XIII vibra delicadamente de vida. Más que pinceladas parecen caricias que el pintor ofrece al rostro amado de María, sobre todo cuando usa el color verde salvia para definir las sombras delicadas: parece que habilidad y afectividad han encontrado una perfecta coincidencia. Esas mismas pinceladas, fluidas y sin interrupciones, en el cuerpo del Niño asumen una consistencia aún más física; parecen de verdad que están a punto de hacerse cuerpo, y no sólo de representarlo.
En el fondo, una hermosa cortina amarilla presenta un bordado elegante, con los nudos de Salomón alternados con cuatro pétalos dispuestos como rayos: motivo idéntico al que hallaremos en Asís muchas veces, por ejemplo sobre el catafalco de san Francisco en la escena del llanto de Santa Clara sobre su cuerpo. Otro pequeño pero indiscutible indicio del doble cordón que unió a Asís con Roma.



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