El camino hacia Asís revestido de ternura
Ha salido el volumen que presenta al gran público los excepcionales hallazgos realizados en la iglesia de Santa María de Araceli, Roma. Son frescos de un autor desconocido, de la última parte del siglo XIII. Las imágenes espectaculares llenan de conmoción y parecen confirmar la hipótesis de que fueron maestros romanos los que pusieron en marcha las revolucionarias obras de la Basílica superior de Asís
por Giuseppe Frangi
En estas páginas, algunos detalles de la Virgen con el Niño entre san Juan Bautista y san Juan Evangelista, capilla de San Pascual Bailón, iglesia de Santa María de Araceli, Roma
Pero antes de hojear estas imágenes, hay que dar un paso atrás. La importancia de estos frescos reside en el contexto artístico en el que se colocan. Un contexto fundamental para el desarrollo de la historia del arte italiano: ese crucial lapso de tiempo entre la estancia romana de Cimabue (1272) y el comienzo de las obras de la Basílica superior de Asís (a partir de 1297). Precisamente en esos años tiene lugar el extraordinario florecimiento de frescos y mosaicos de la Roma de finales del siglo XIII, con tres personalidades que sobresalen sobre todas las demás: Iacopo Torriti, Filippo Rusuti y Pietro Cavallini.
Es la llamada escuela romana, dentro la cual, según los críticos de arte Federico Zeri y Bruno Zanardi, tomó cuerpo la nueva pintura que se alejaba de los estilemas bizantinos y que estaba destinada a encontrar su definitiva consagración en el florentino Giotto.
En este crisol intrincado y apasionante se colocan los frescos de Santa María de Araceli, realizados en torno a la última década del siglo por el taller de Pietro Cavallini. Hasta aquí podríamos concluir que se trata de una de las muchas teselas que componen el grandioso mosaico de la Roma del siglo XIII. Pero no es así: los estudios presentados por Strinati en el volumen recién publicado demuestran que el ciclo de Santa María de Araceli confirma una tesis de fundamental importancia, aunque muy discutida por los críticos, esto es: los frescos de la Basílica superior de Asís, atribuidos tradicionalmente a Giotto, son de la escuela romana, y el jovencísimo genio florentino era un comprimario, aunque eso sí quemaba etapas. En fin, que fue Roma y no Florencia la “locomotora” del arte nuevo, también gracias al hecho de que el más grande de los florentinos, Arnolfo di Cambio, arquitecto y escultor, había trabajado en Roma durante treinta años por lo menos, interviniendo en todas las obras más importantes, desde San Pablo a Santa Cecilia, desde San Pedro a la misma Santa María de Araceli. En 1296 Arnolfo regresó a Florencia para poner en marcha las obras de la Catedral de Santa María del Fiore y así Florencia pudo conquistar la hegemonía en pocos años. ¿Qué importancia había tenido su larga estancia en Roma? Arnolfo había puesto a punto un lenguaje gótico distinto, capaz de metabolizar el realismo y el sentido de racionalidad de la Roma clásica; un lenguaje capaz de librarse de la hegemonía del gótico nervioso y a veces oscuro de la tradición nórdica. Como ha escrito Richard Krautheimer, Arnolfo dio mucho a Roma, pero también recibió muchísimo de Roma.
Así fue que en la iglesia de Santa María de Araceli concebida por el arquitecto florentino, donde una vez más el gótico “romano” se explayaba con sus arcos abiertos, luminosos y acogedores; en la iglesia que Inocencio IV quitó en 1249 a los benedictinos para dársela a los franciscanos; en la iglesia que ya había visto la obra del gran Cavallini en un fresco del ábside, hoy perdido pero que fue alabado por Vasari; así fue, decíamos, que en esta iglesia, por muchos aspectos crucial en la Roma de aquellos años, una familia patricia romana, cuyo nombre desconocemos, hizo pintar al fresco su capilla dedicada a los dos san Juan.
San Juan Evangelista
Son pocos fragmentos de frescos, pero se conservan con todo el brillo de sus colores; y es suficiente el escorzo profundo del templete en la escena relativa al Evangelista para comprender que nos encontramos con pintores que se han dejado atrás el encanto bidimensional de la pintura bizantina. Y es una novedad, como subraya Strinati: «En las obras romanas de Cavallini no hay todavía una intención de representar un espacio real, sino más bien de enriquecer la narración con elementos escenográficos. El Juicio de Santa Cecilia es un espacio celestial e intangible. En cambio aquí aflora un sentido concreto del espacio». Es inútil decir que los paralelismos con Asís son muchos: la misma compaginación de los frescos entre dos columnas salomónicas; el mismo recurso de encuadrar las escenas con un marco de tres cenefas de color; el mismo modo de recortar las arquitecturas en el fondo azul del cielo, dándoles un resalte clamoroso para aquella época.
San Juan Bautista
Y, sin embargo, volviendo a la iglesia de Araceli, y acercando la mirada, descubrimos que la pincelada, plena, filiforme y continua, propia de la pintura del siglo XIII vibra delicadamente de vida. Más que pinceladas parecen caricias que el pintor ofrece al rostro amado de María, sobre todo cuando usa el color verde salvia para definir las sombras delicadas: parece que habilidad y afectividad han encontrado una perfecta coincidencia. Esas mismas pinceladas, fluidas y sin interrupciones, en el cuerpo del Niño asumen una consistencia aún más física; parecen de verdad que están a punto de hacerse cuerpo, y no sólo de representarlo.
En el fondo, una hermosa cortina amarilla presenta un bordado elegante, con los nudos de Salomón alternados con cuatro pétalos dispuestos como rayos: motivo idéntico al que hallaremos en Asís muchas veces, por ejemplo sobre el catafalco de san Francisco en la escena del llanto de Santa Clara sobre su cuerpo. Otro pequeño pero indiscutible indicio del doble cordón que unió a Asís con Roma.