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LA ENCÍCLICA DE BENEDICTO XVI
Sacado del n. 12 - 2005

Captar lo esencial con claridad


Una reflexión del arzobispo emérito de Florencia sobre la encíclica del Papa Benedicto


por el cardenal Silvano Piovanelli


En esta página, detalles de los frescos de la Capilla de los Scrovegni, Giotto, Padua; aquí arriba, La última cena

En esta página, detalles de los frescos de la Capilla de los Scrovegni, Giotto, Padua; aquí arriba, La última cena

Cuando las carmelitas descalzas del monasterio de Santa Teresa de Florencia supieron la noticia del título y del tema de la primera encíclica del papa Benedicto XVI exclamaron casi a coro: ¡«Es él».
Sí, ¡es él! Al papa Benedicto le gusta captar con claridad lo esencial. Y no de un modo catedrático y con discursos difíciles, sino con profundidad y sencillez al mismo tiempo, de modo que todos lo puedan comprender.
Incluso el modo de anunciar la publicación fue insólito, casi familiar. Dio la noticia con un discurso improvisado ante los diez mil fieles de la audiencia general del miércoles, dando a entender que la redacción del texto, su elaboración, las traducciones han requerido más tiempo del previsto («¡el 25 de enero se publicará por fin mi primera encíclica!»), y reconociendo que el retraso ha sido providencial, porque ha hecho que la publicación de la encíclica coincidiera con la fiesta de la conversión de san Pablo y la conclusión de la semana de oración por la unidad de los cristianos.
¡Es él! En una conferencia pronunciada en el “Meeting para la amistad entre los pueblos” de 1990 decía valientemente: «Está muy difundida hoy día, incluso en ambientes eclesiásticos altos, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más comprometida está en actividades eclesiales. Se impulsa hacia una especie de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer: se trata de asignar a cada uno un comité, o, por lo menos un compromiso en el interior de la Iglesia. Así se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo; una ventana que en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte lejano se pone como una pantalla entre el observador y el mundo, ha perdido su sentido. Puede suceder que alguien se dedique ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera sea cristiano. Puede suceder que otro viva sólo de la Palabra y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber formado jamás un comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos y sin haber votado en ellos, y que, sin embargo, sea un cristiano auténtico. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces será verdaderamente humana… Cuantos más aparatos construyamos, aunque sean los más modernos, tanto menos espacio hay para el Espíritu, tanto menos espacio hay para el Señor, y tanto menor es la libertad. Pienso que deberíamos comenzar, desde este punto de vista, un examen de conciencia sin reservas en todos los niveles de la Iglesia».
Lo más importante para la Iglesia, por tanto, no es el hacer, sino el ser: elegir, como María de Betania, la parte mejor que es sentarse a los pies del Amado y beber su palabra con alegría. No para vivir un intimismo solitario encerrado en sí mismo, sino para dar un testimonio fuerte de ese Amor que mediante nosotros quiere llegar a todos.
¡Es él! Él que reconoce a su maestro en san Agustín, que escribía comentando la carta del apóstol san Juan: «“Dios es amor”: una frase breve de un único periodo, pero cuánto peso de significado contiene» (In Ep. Io., 1). «¿Qué más pudo decir, hermanos? Si nada se dijese en alabanza de la caridad en todas las páginas de esta Epístola, si nada en absoluto se dijese en toda la Escritura, y solamente oyésemos por boca del Espíritu de Dios “Dios es caridad”, nada más deberíamos buscar » (In Ep. Io., 7, 4).
«Busca de dónde puede venir al hombre amar a Dios; ciertamente no encontrarás motivo, a no ser porque Dios le amó antes. Aquel a quien amamos se entregó a sí mismo. Nos dio con qué amarle. Lo que nos dio para que le amaramos oídlo por boca del apóstol Pablo: “La caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones” ¿De dónde? ¿De nosotros tal vez? No. ¿De dónde, pues? “Por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Sermo 34, 2).
Noli me tangere

Noli me tangere

«Sígnense todos con la señal de la cruz de Cristo; respondan todos: Amén; canten todos: Aleluya; bautícense todos; frecuenten las iglesias; apíñense en las basílicas; no se distinguirán los hijos de Dios de los del diablo si no es por la caridad. Los que tienen caridad nacieron de Dios; los que no la tienen no nacieron de Él. Gran distintivo y señal. Ten todo lo que quieras; si te falta sólo la caridad, de nada te aprovecha todo lo que tengas. Si no tienes otras cosas, ten ésta, y cumplirás la ley » (In Ep. Io., 5, 7).
En un pasaje muy hermoso Agustín explica que la caridad no consiste principal y simplemente en el “hacer”, que podría ser también la expresión de un amor egoísta y soberbio, que desea recibir las alabanzas de los hombres: «Ved cuántas obras ejecuta la soberbia. Considerad cuán semejantes y como iguales a la caridad. La caridad alimenta al hambriento; también la soberbia; la caridad para alabar a Dios; la soberbia, para alabarse a sí misma. Viste la caridad al desnudo, también la soberbia le viste. Ayuna la caridad, ayuna también la soberbia. La caridad entierra a los muertos, también la soberbia… Luego la divina Escritura nos llama al interior apartándonos de la jactancia de estas apariencias externas; nos invita a entrar en el interior dejando las exterioridades que se ofrecen a las miradas de los hombres. Entra en tu conciencia y pregúntala. No atiendas a lo que florece fuera, sino a la raíz que está dentro de la tierra» (In Ep. Io., 8, 9).
El lavatorio de los pies

El lavatorio de los pies

«Dios no te prohíbe amar estas cosas, sino amarlas poniendo en ellas la felicidad» (In Ep. Io., 2, 11).
¡Es él! ¡Cuántas veces la palabra amor o algo correspondiente ha resonado en sus labios!
En la homilía de la misa de inicio de su ministerio petrino exclamó: «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas… Rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño… Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos». «Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él».
A los niños de la primera Comunión, que recibió en la plaza de San Pedro el 15 de octubre, les explicó: «Adorar es decir: “Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás esta amistad, esta comunión contigo”. También podría decir que la adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo: “Yo soy tuyo y te pido que tú también estés siempre conmigo”».
En la apertura del Congreso de la diócesis de Roma sobre la familias, subrayaba: «La vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama».
En Bari, durante la conclusión del Congreso eucarístico nacional, el Papa recordaba que al principio san Agustín tuvo dificultad en aceptar la perspectiva de la “comida eucarística”, que le parecía indigna de Dios: en las comidas comunes el hombre se hace más fuerte, pues es él quien asimila la comida, convirtiéndola en un elemento de su propia realidad corporal. Pero luego Agustín comprendió que en la Eucaristía sucedía exactamente lo opuesto: el centro es Cristo que nos atrae hacia sí, hace que seamos una sola cosa con él y de este modo nos introduce en la comunidad de los hermanos… No podemos comunicar con el Señor, si no comunicamos entre nosotros.
A los jóvenes peregrinos de Colonia les dijo con fuerza: «No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?».
El mal y el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento de los inocentes, pero también el odio y las crueldades gratuitas de muchas personas, son el escándalo que hace difícil la esperanza. Hoy para muchas personas la vida no tiene sentido. Saber que Dios tiene un amor sin límites para con todos nosotros, hombres y mujeres, y para con toda la creación, y que nos ha entregado a su único Hijo para salvar el mundo, da un sentido a la vida.
¡Es él! Tengo la encíclica entre mis manos, pero aún no he despegado las páginas. Lo que he dicho hasta ahora me lo ha sugerido la expresión acertada de una comunidad de carmelitas descalzas. Leeré con atención esta primera encíclica del papa Benedicto XVI, no olvidando que –como decía el zorro al Principito en la narración de Saint-Exupery– «sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos. Los hombres ya no recuerdan esta verdad. Tú no debes olvidarla».
Confío en que todas las personas a las que está dirigida la carta –obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y todos los fieles laicos– leyendo con el corazón las palabras del papa Benedicto XVI, asuman como programa de sus vidas lo que el nuevo Papa declaró al principio de su servicio petrino: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia»


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