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PALACIO DE CRISTAL
Sacado del n. 12 - 2005

La libre competencia solo de los poderosos



de Giovanni Cubeddu


En la clausura de la cumbre de la ONU de septiembre de 2005 se había intuido ya que para conseguir más solidaridad en el comercio internacional habrá que seguir esperando todavía mucho tiempo. Y quienes entienden de Realpolitik habían acertado al pronosticar que la tan esperada VI Conferencia ministerial de la Organización Mundial del Comercio, el OMC, celebrada bajo los reflectores del mundo en Hong Kong, el pasado diciembre, les daría a todos la imagen de un time out en una partida de baloncesto: todos quietos, unos en ataque, otros en defensa, y ningún resultado final, “pero por lo menos se puede decir que seguimos jugando”. En espera del momento de la verdad, es decir, de las negociaciones que volvieron a empezar a finales de enero en Ginebra, de las que saldrán en los próximos meses los verdaderos números de vencedores y vencidos.


¿Cuáles han sido los resultados, de todos modos, de la Conferencia de Hong Kong, punto de partida de las conversaciones?
Las naciones menos desarrolladas están en una situación por lo que se refiere a las negociaciones mucho más débil, y podrían verse obligadas en breve plazo a aceptar un calendario obligatorio para eliminar las restricciones a la “invasión” de productos industriales a bajo precio procedentes del mundo rico. Podrían también verse obligadas a abrir las puertas a las corporations occidentales que vendrán a adquirir, sin frenos, cuotas de sus mercados de servicios. El precio pagado a los países pobres sería la renuncia, por parte de los ricos, a dar subsidios para la exportación de productos agrícolas, subsidios que falsean el mercado mundial con desventaja para los agricultores de los países pobres, imposibilitados para competir en igualdad de condiciones. Pero esta renuncia, si a ello se llega, arrancaría solo a partir de 2013 y no eliminaría los otros tipos de subsidio domésticos –formalmente no catalogados como ayudas a la exportación –que seguirían favoreciendo a los exportadores occidentales.
No se ha querido tocar (fuera de algunas concesiones más nominales que de facto en el sector del algodón) el meollo de la cuestión, es decir, la eliminación de los mecanismos que protegen a un número de productores estadounidenses en perjuicio de los miles de pequeños agricultores del África occidental. Se ha establecido, pues, que el 97 por ciento de los productos procedentes de los cincuenta países más pobres del mundo tendrán acceso a los mercados más ricos, sin límites, pero la prohibición que permanece para el restante 3 por ciento afecta precisamente a los productos políticamente más sensibles para las economías industriales avanzadas, que, por ello, siguen estando bien protegidas. Aquí no se entra.
¿Qué ha sido del llamado “Aid for trade”, es decir, las ayudas directas a los países pobres, esenciales para que sus economías se desarrollen? En Hong Kong se ha hablado de ello, por supuesto, pero se estableció, al final, que se crearía una task force que ofrezca “recomendaciones” sobre cómo actuar.
Sobre todas las negociaciones posibles e imaginables gravita además un plazo no escrito en las agendas de la OMC, y es que dentro de poco más de un año el Congreso estadounidense no tendrá ya que aceptar o rechazar en bloque lo que haya concordado en la OMC el gobierno de Bush. Y cuando el Congreso pueda aportar de nuevo enmiendas sobre cada punto, se volverá a empezar desde el principio…


Por desgracia forma parte de la naturaleza misma de la OMC catalogar toda acción desde el punto de vista de la libertad del mercado global, que, sin embargo, determina el mantenimiento y el refuerzo de los privilegios de los más fuertes, y hace que las economías industriales ganen sobre las que están en vías de desarrollo. A menos que no se aporte algún correctivo, en nombre de un mínimo de democracia y de solidaridad internacional. Porque si el OMC cesara de funcionar, quedaría solo el espacio para los acuerdos bilaterales, en los que las imposiciones de los pudientes serían aún más agobiantes y determinantes. Así que no hay que rasgarse las vestiduras si el problema de la deuda exterior sigue existiendo cuando nadie se ha preocupado realmente de acortar las distancias entre quienes producen las materias primas y quienes los bienes industriales.
Además, hemos de tener presente también que el desarrollo cada vez mayor de economías como las de Brasil, India y sobre todo China (que hoy ocupa ya el cuarto lugar en el mundo como Producto Interior Bruto), podría hacer que el “frente de bloque” de los países del Sur del mundo contra los países ricos sea cada vez menos unitario, como los juegos de las delegaciones demostraron en Hong Kong. En efecto, se va delineando una nueva “Yalta económica” en la que China maniobra para que el Este de Asia sea un gran mercado, con una cuota de comercio mundial mayor de la de Estados Unidos y de la Unión Europea.


Para concluir, volvamos a la cumbre de la ONU del pasado septiembre. Hemos señalado que en el documento final, en la sección sobre el comercio mundial, se borró la mención a la afortunada Conferencia del OMC en Doha de 2001 –que había levantado tantas esperanzas en los países en vías de desarrollo–, añadiéndose a su vez un grandilocuente inciso sobre la «significativa liberalización del comercio». Se ha visto qué se entiende por liberalización.
Si es así, en momentos de este tipo el único verdadero consuelo nos lo da la cita hecha por un delegado en el Exhibition and Convention Centre de Hong Kong durante los trabajos del OMC: «El consentimiento de las partes, cuando se hallan en situaciones muy desiguales, no basta para garantizar la justicia del pacto; y entonces la regla del libre consentimiento queda subordinada a las exigencias del derecho natural. Mas lo que allí se enseña como justo sobre el salario de los individuos, debe acomodarse a los pactos internacionales, porque una economía de intercambio no puede fundarse tan sólo en la ley de la libre concurrencia, que, a su vez, con demasiada frecuencia conduce a una dictadura económica. Por lo tanto, el libre intercambio tan sólo ha de ser tenido por justo cuando se subordine a las exigencias de la justicia social» (Pablo VI, Populorum progressio).


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