Home > Archivo > 12 - 2005 > Benedictos reformadores
HISTORIA DE LA IGLESIA
Sacado del n. 12 - 2005

Benedictos reformadores


De cónclaves dominados por las potencias salen en el siglo XVIII dos “independientes”: Benedicto XIII y Benedicto XIV. En muchos aspectos distintos, sin embargo, no se asemejan sólo por el nombre, sino por un sincero afán de reforma


por Lorenzo Capelletti


Ilustración con la que se abre la edición de las Actas del Sínodo romano de 1725 impresa en Roma el mismo año 
por la imprenta Rocchi Bernabò

Ilustración con la que se abre la edición de las Actas del Sínodo romano de 1725 impresa en Roma el mismo año por la imprenta Rocchi Bernabò


BENEDICTO XIII
(1724-1730)
Hay que esperar al siglo XVIII para ver aparecer de nuevo el nombre de Benedicto en la lista de papas. Quizá porque los últimos en elegirlo habían sido, entre los siglos XIV y XV, dos antipapas.
Lo toma de nuevo, en el momento de su elección al trono pontificio en mayo de 1724, el cardenal Pietro Francesco Orsini, es decir, según el nombre de religión, el dominico fray Vincenzo Maria Orsini, quien como papa tomó el nombre de Benedicto en referencia al beato papa dominico Benedicto XI (1303-1304). Refiriéndose al humilde sucesor de Bonifacio VIII de principios del siglo XIV –y no a Pío V, por ejemplo, papa dominico de época más reciente y proclamado santo pocos años antes, en 1712–, Benedicto XIII ofrecía, a quienes quisieran entender, la clave de su pontificado, como veremos.
De noble y religiosísima familia pullesa (su madre, viuda desde 1658, vestiría después el hábito dominico), hizo su profesión con los dominicos en febrero de 1669 cuando contaba con poco más de diecinueve años, con gran escozor de sus familiares en aquel momento, pues le estaban preparando un matrimonio digno del heredero del duque de Gravina. Pero sus familiares no se desmoralizaron y arreglaron el matrimonio del otro varón con la sobrina del papa entonces reinante, Clemente X Altieri, haciendo nombrar al mismo tiempo cardenal, con gran desazón por parte de éste, a fray Vincenzo María pocos meses después de su ordenación sacerdotal, en 1672.
Podía tratarse del comienzo de una típica carrera eclesiástica de ancien régime. Y de algún modo así fue. En aquella época no había cardenal que no saliera de la combine entre trono y altar. ¿Quién puede prescindir del período histórico que le ha tocado vivir? Y sin embargo, escribe Luigi Fiorani en el Dizionario storico del Papato, «su itinerario personal y su ascensión siguen sólo en parte el modelo de un prelado de rango» (DSP, I, p. 163).
Tampoco su pontificado puede ser fácilmente encuadrable en un esquema, aunque, si se interpreta mediante algunos parámetros, no se aleja demasiado de otros pontificados “débiles” típicos de la edad moderna. Con setenta y cinco años, italiano, “zelante”, es decir, perteneciente al grupo de cardenales que obedecían solo al bien de la Iglesia, fue elegido unánimemente justo porque las potencias del momento, reflejadas en el cónclave, tras haberse enfrentado durante más de dos meses, hallaron al final el acuerdo en torno a un candidato considerado políticamente inofensivo. Mucho mejor si, en el caso de Orsini, su neutralidad no era táctica sino que derivaba de auténtica profundidad religiosa. Escribía el cardenal Cienfuegos al emperador pocos días después de la elección de Benedicto: «El pronóstico que se hace del gobierno del Papa se reduce a creerlo rígido en las cosas eclesiásticas, y que donde se trate de éstas pueda dar él en algún que otro roce incluso con las coronas. Por lo demás sus intenciones son rectísimas y su vida lo canoniza por santo» (citado por Pastor, Storia dei papi, XV, p. 502, nota 2).
En el juicio historiográfico se pone de relieve sobre todo el celo religioso de Benedicto XIII. Tanto si se interpreta su figura en clave puramente elogiosa hasta negar su más o menos voluntaria (volveremos sobre ello) ineptitud político-diplomática, como si la ineptitud político-diplomática se hace depender de manera ni siquiera demasiado velada del mismo celo. Si en la ficha que se le dedica como “siervo de Dios” en el I Suplemento de la Bibliotheca Sanctorum (emulando, es fácil comprenderlo, la monumental “memoria defensiva” que G.B. Vignato le dedicó entre 1952 y 1976) se lee que «fue la fama de “santo” lo que le valió el consenso unánime [ingenuamente enfatizado en el texto] de los cardenales» (p. 159), Pastor, aun reafirmando que «no cabe duda de que fue uno de los papas más devotos y humildes», al final de su estudio concluye con una sentencia de condena: «No es suficiente con ser un religioso excelente para llegar a ser también un papa válido» (XV, p. 638). Permítasenos, pues, preguntarnos si las más de ciento cincuenta páginas de documentadísimo análisis que Pastor le dedica a Benedicto XIII (las hemos leído todas) no son en este caso el legajo judicial de una acusación más que un intento real de comprensión histórica.
Busto de Benedicto XIII, Pietro Bracci, baptisterio de la Basílica de Santa María la Mayor, Roma

Busto de Benedicto XIII, Pietro Bracci, baptisterio de la Basílica de Santa María la Mayor, Roma

De los unos y de los otros, de todos modos, y también del tiers-parti historiográfico intermedio, para salvaguardar la santidad del Papa, se desvían las responsabilidades de los límites de su acción de gobierno a los corruptísimos beneventanos de los que se rodeó el Papa, especialmente a Niccolò Coscia, que era ya secretario suyo en Benevento, y que fue creado en junio de 1725 cardenal y se convirtió en factotum de su pontificado. «Hombre de sentimientos bajísimos», dice Pastor con énfasis judicial, «abusó de la posición de confianza que le había conferido Benedicto XIII de la manera más vergonzosa» (XV, p. 507). En este caso, además, el juicio de los historiadores concuerda y coincide con una verdadera sentencia de condena que alcanzó a Coscia después de la muerte de Benedicto XIII. Sus maniobras parece que consiguieron influir incluso en las relaciones internacionales de la Santa Sede en el caso de las conversaciones concordatarias con el emperador para Sicilia y con los Saboya para el Reino de Cerdeña.
Para comprender el porqué de esta decisiva influencia beneventana, hay que recordar que Benedicto XIII había mantenido incluso como papa un vínculo privilegiado con la archidiócesis de Benevento, donde había estado 38 años dedicando, no sin gratificación personal, sus mejores energías. Aquí había experimentado la intercesión de san Felipe Neri, su santo predilecto, a quien atribuyó su salvación en el terremoto que había sembrado la muerte en Benevento en 1688. Aquí había realizado una intensa acción reformadora de la organización eclesiástica con quince visitas pastorales. Aquí había emprendido iniciativas de carácter fiscal y social. Benevento, efectivamente, no era solo una importante sede arzobispal, formaba parte del Estado pontificio, un enclave del mismo, casi una Aviñón post litteram dentro del Reino de Nápoles; y al arzobispo le correspondían naturalmente también las tareas del gobierno civil.
«La obra de reforma perseguida durante casi cuarenta años por Orsini en la provincia de Benevento difícilmente podría ser sobrevalorada […], prueba de que no carecía de experiencia de las cosas administrativas y políticas y de que estaba siempre tan exclusivamente dedicado a las prácticas ascéticas, como luego fue opinión común», escribe G. De Caro en el agudo artículo del Dizionario biografico degli italiani dedicado a Benedicto XIII (DBI, VIII, p. 385). Así pues no fue probablemente por pura «simpleza» (Pastor, XV, p. 638) por lo que se puso en manos de los beneventanos. El Papa pensaba que apoyándose en los “suyos”, a los que conocía bien, iba a tener más libertad de acción para la «política nueva que meditaba» (DBI, VIII, p. 394).
Efectivamente, no sólo a nivel de disciplina eclesiástica (no hay más que pensar en el Sínodo romano celebrado en 1725, ¡el primero desde la época de Inocencio III!), no sólo a nivel social (no hay más que pensar, con ocasión del Jubileo de aquel año y obedeciendo literalmente a su significado, en la espectacular procesión en Roma de esclavos liberados, sobre la que ha llamado recientemente la atención Guido Miglietta, o en la iniciativa, similar a la ya experimentada en Benevento, de agilización del crédito y de correspondiente defiscalización), tuvo el valor de dar un paso atrás, o adelante si se prefiere, con respecto a sus inmediatos predecesores. Incluso en los terrenos minados de los llamados ritos chinos (la costumbre de seguir celebrando los ritos tradicionales de la propia estirpe por parte de conversos del Imperio Celeste) y de la querella sobre la gracia (cuyos coletazos todavía se hacían sentir en Francia), había intentado una obra de reconciliación. Casi émulo, a siglos de distancia, de la obra de su lejano predecesor Benedicto XI, Benedicto XIII, en un breve de noviembre de 1724 trataba de reconquistar para la unidad a los disidentes franceses concediendo que «la doctrina de la gracia por sí misma eficaz y de la predestinación a la gloria sin previsión de méritos era una doctrina antigua conforme a la Sagrada Escritura, a los decretos pontificios y a las enseñanzas de san Agustín y santo Tomás» (DBI, VIII, p. 390).
Pero son precisamente los “suyos” los que le ponen la zancadilla. Por un lado, la Curia, y principalmente los “zelantes”, es decir, el “partido” original del Papa, de acuerdo con las potencias cristianísimas y catolicísimas desgraciaron «las aperturas doctrinales intentadas por Benedicto XIII» (DBI, VIII, p. 389), incluso con bellaquerías como la interpolación de textos dogmáticos del Sínodo del 25. Los pícaros beneventanos, por otro lado, dieron al traste con el intento innovador de política fiscal quedándose, ellos y sus socios, con la recaudación. Y no se pararon aquí.
Quizá precisamente en esta “presbicia”, en parte querida, por la que demasiado ciegamente se fiaba, o se veía obligado a fiarse, de los vecinos, y demasiado agudamente sospechaba, o se veía obligado a sospechar, de los lejanos, reside la efectiva debilidad de Benedicto XIII. «Orsini se mostraba inflexible con los ataques exteriores, efectivos o presuntos», se lee en un pasaje marginal del artículo del DBI (VIII, p. 386), que, sin embargo, puede ser una clave interpretativa central no sólo por lo que se refiere al pontificado de Benedicto. Porque nos obliga a reflexionar sobre cómo cada vez más, en el segundo milenio, las dos ciudadanías de Agustín se redujeron indebidamente a un “ser de los nuestros” y a un “ser de ellos” prescindiendo del dinamismo de la gracia. Y esto precisamente por parte de quienes quizá trataron de vivir fielmente la Tradición. No es casualidad que fuera Benedicto XIII, al finalizar su pontificado, quien extendiera a toda la Iglesia el culto a san Gregorio VII y con ello quien agrandara las distancias, desencadenando una verdadera barahúnda diplomática. Dando mucho más que «en algún que otro roce con las coronas», como había pronosticado el retumbante cardenal Cienfuegos.
Pero precisamente todo este clamor para nada nos sugiere rastrear el verdadero significado del pontificado de Benedicto XIII (a la espera de que otros estudios que todos invocan ilustren más a fondo su figura) en algunos datos y algunas fechas que nadie, creemos, ha subrayado. No podemos por menos que destacar, efectivamente, a partir de su muerte, ocurrida la vigilia de la fiesta de la Cátedra de San Pedro de 1730, que la fecha del 22 de febrero acompañaba desde siempre a Benedicto XIII casi como un presagio. En ese mismo día (en el que, el año 1700, había muerto su madre, a la que de embarazada se le había predicho el futuro de su hijo) había sido creado cardenal, y aún antes había sido ordenado diácono. Aunque lo había sido sólo durante dos días, como se acostumbrada entonces, Benedicto, cuyo nombre de pila era Pietro Francesco, no podía tener como destino más que el de ser toda la vida, e incluso después, un papa “diácono”, un siervo (de los siervos) de Dios. Es el título que la Tradición le asignaba y que acompaña por ahora a su memoria.

BENEDICTO XIV
(1740-1758)
Si existe un papa estudiado y divulgado, este es Benedicto XIV. Esto nos evitará alargarnos y hará que nuestros veinticinco lectores, si mientras tanto no han disminuido, se vayan a leer lo que en estas mismas páginas escribía recientemente el cardenal Bertone (cfr. 30Días número 5 de 2005, pp. 66-69): ubi maior…
Benedicto XIV no sigue inmediatamente a Benedicto XIII, sino que sucede, diez años después de la muerte de éste, a Clemente XII (1730-1740), que había sido un papa aún más ancien… régime (había sido elegido a la edad de setenta y ocho años) y en cierto sentido más débil (ciego realmente durante casi todo el pontificado) que Benedicto XIII.
Benedicto XIV fue un papa que pareció tan distinto de éste y de los demás predecesores y sucesores que pudo nacer un mito de Benedicto XIV similar pero mucho más duradero que el de Pío IX, que, como se sabe, desapareció rápidamente. Fundado en la bondad jocosa del papa Lambertini, en su moderación y su sana apertura a la modernidad, divulgadas ya por escritos repletos de anécdotas, coetáneas o inmediatamente posteriores a su desaparición, aquel mito fue reverdecido en el siglo XX por la obra teatral El cardenal Lambertini interpretada, en una conocida versión para la televisión, por el gran maestro del escenario que fue Gino Cervi.

Retrato de Benedicto XIV, Pierre Subleyras, 1740-1741,
Musée du Château, Versalles

Retrato de Benedicto XIV, Pierre Subleyras, 1740-1741, Musée du Château, Versalles

Pero la historia no es un mito. Todos los papas, independientemente de las alabanzas o las censuras que los hombres les hayan tributado, realizan queriendo o sin querer el dicho según el cual no pueden ir donde quieren ni atarse solos las vestiduras. Comenzando por su elección. Especialmente cuando, como en el caso de Benedicto XIV, se es elegido inesperadamente al terminar el cónclave más largo y penoso de la época moderna. Sólo después de seis meses salió su nombre: nada de su experiencia jurídica y pastoral había servido para hacer valer su candidatura hasta que el cónclave, que «a lo largo de todo el siglo XVIII refleja los equilibrios políticos en transformación» (escribe Alberto Melloni en el reciente Il conclave), por demasiado equilibrio terminó en la inmovilidad.
Prospero Lorenzo Lambertini se llamó Benedicto, dicen los historiadores, porque Benedicto XIII le había concedido la púrpura. No salen otros motivos. Incluso Mario Rosa hace notar que Benedicto XIV pretendió abandonar completamente las huellas de su homónimo predecesor «si no es con respecto a una tensión religiosa que, con todos los límites de un gobierno débil, dominado por grupos de negocios sin escrúpulos, no dejó de ser una connotación real del discutido pontificado del papa Orsini» (DSP, I, p. 169). Además de que ya esto no es poco, como hemos podido ver, y que Benedicto XIV por si fuera poco liberó a Coscia (cosa sobre la que, quizá, habría que reflexionar más), se pueden establecer algunas relaciones más entre ambos papas, prestando también atención en el caso de Benedicto XIV a algunas fechas –sobre las que llamó justamente la atención Tarcisio Bertone en un hermoso libro de 1977, Il governo della Chiesa nel pensiero di Benedetto XIV. Si se hace esto se descubre, por ejemplo, que llega a diácono y sacerdote muy tarde, casi a los cincuenta, justo después de la elección de Benedicto XIII, quien después le ordena obispo el 16 de julio de 1724. Luego, durante aquel pontificado, llega a ser el estimado «doctor» llamado a desarrollar un papel importante en las conversaciones con los Saboya y con el emperador Carlos VI. Pero trabajará también en un segundo plano en el Sínodo diocesano de 1725, del que sacará materiales e inspiración para componer De synodo dioecesana, quizá la más importante y conseguida de sus obras.
También cierto aislamiento une a Benedicto XIV con Benedicto XIII, provocado en ambos por la tensión religiosa con la que vivieron su pontificado.
Pero dicho esto no cabe duda de que el pontificado de Benedicto XIV marcó un giro decisivo en la historia del papado, no sólo del siglo XVIII, porque Benedicto XIV ve los peligros del aislamiento, y Benedicto XIV no sacrifica los príncipes a los principios.
Así que, por una parte, en los distintos concordatos con los gobiernos católicos, «infestados por el espíritu del absolutismo y el iluminismo anticlerical» (Pastor, XVI, pp. 460-461), cede todo lo cedible, aceptando de hecho «el papel secundario y pasivo en el tablero político europeo» (DBI, VIII, p. 398) que el papado había debido asumir a partir de mediados del siglo XVII. Por la otra, media con el emergente Reino de Prusia de Federico II, aceptando por primera vez desde los tiempos de la Reforma tratar directamente con representantes de un príncipe protestante al cual, como escribía en 1746, le reconoce el título de rey «por no perjudicar a tantos pobrecillos que tienen el cuello expuesto al golpe del hacha». Y a la hora de la verdad elige en realidad no la neutralidad sino una «actitud especialmente favorable a Francia», escribe Tarcisio Bertone (p. 25), quien ve la confirmación de esto en las innumerables cartas al ministro de la Corona francesa, el cardenal Pierre Guérin de Tencin, verdadero “amigo de pluma” con el que el Papa mantuvo una correspondencia de increíble confianza y amplitud, recogida en tres volúmenes por Emilia Morelli tras un trabajo de treinta años.
Pero cuando en la querella del siglo en la que en suelo francés se enfrentaban jansenistas y antijansenistas se requiere que tome una postura de principio por razones de Estado, en junio de 1746 es capaz de cantarlas claras incluso a su amigo Tencin: «Escribe usted en su carta que siente una animadversión especial por la secta de los jansenistas. Aseguramos tenerla también Nos, y le aseguramos que en la franja de hombres de garbo que hay en Roma existe la misma animadversión: pero aquí se cree que no hay que dar ciegamente la acusación de jansenismo en aquellas cosas en las que no tiene nada que ver». En resumidas cuentas, del mismo modo que «no halla correspondencia en los documentos que conocemos», escribe Morelli, su animadversión por los jesuitas, de quienes estimaba sobre todo el ardor misionero, por lo mismo no podemos atribuirle a Benedicto XIV simpatías jansenistas. Sencillamente no da crédito a aquellos «demasiados sambenitos de jansenista [que] se achacan incluso a quienes condenan sinceramente las proposiciones de Jansenius y todas las otras condenadas» (de una carta del Papa de 1748 dirigida una vez más a Tencin).
A comienzos del siglo pasado la acusación de filomodernismo será igualmente esparcida a veces como un veneno que alcanzará también a muchos sinceros hombres de Iglesia, culpables sólo de ausencia de torpeza mental y de corazón. Fue víctima de ello el papa Juan XXIII, que en ciertas cosas se parece a Benedicto XIV y cuyas palabras en el acto de apertura del Concilio Vaticano II parecen reevocar su clarividencia.
También Pablo VI, concluyendo el Vaticano II, en el motu proprio con el que reformaba el Santo Oficio, retomará una disposición de Benedicto XIV (nunca respetada desde el siglo XVIII) por la que, conforme al derecho, se le concedía a todo autor católico cuya obra se condenara al Índice el poder ser escuchado. Sabiamente aplicada en años recientes, esta disposición ha podido favorecer a la justicia.
Por lo demás, del mismo modo de ciertos predecesores suyos lejanísimos de nombre Benedicto que habían aprendido el derecho y la justicia estudiando y trabajando asiduamente dentro de la Iglesia de Roma, también Benedicto XIV se había hecho romano residiendo a la sombra de la Cúpula desde 1688 hasta 1724, primero como estudiante y luego recorriendo todos los grados y los oficios de la Curia. Así que cuando llegó a arzobispo de su ciudad natal, Bolonia, en 1731, «como las condiciones de su ciudad natal se habían vuelto para él bastante extrañas, no tomó inmediatamente ninguna medida, sino que primero trató de informarse exactamente sobre todo» (Pastor, XVI, p. 23). Y después de informarse –esto también hay que señalarlo– notificó que no pretendía «introducir novedades, sino poner en pie lo establecido por las sagradas leyes y lo practicado otras veces en esta nuestra diócesis, con el añadido de alguna que otra moderación y alguna cosa de mayor equidad» (de la Raccolta di notificazioni publicada en Roma en 1742, I, p. 5).
Lo mismo haría, tras aquel paréntesis, en Roma, a la que pertenecería para siempre después de ser llevado a ella inesperadamente como Papa.


Italiano English Français Deutsch Português