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LA VERNA Y CAMALDOLI
Sacado del n. 12 - 2005

Entre el Tíber y el Arno


Así indica Dante a La Verna, la ermita franciscana que, junto a la benedictina de Camaldoli, fueron definidos por La Pira «dos terrazas misioneras sobre el islam, sobre Israel, sobre el Oriente eslavo y bizantino». Un artículo del obispo de Arezzo-Cortona-Sansepolcro sobre la relación entre la vida monástica y los grandes acontecimientos que recorren nuestra época


por Gualtiero Bassetti


La antigua hospedería del santuario franciscano 
de La Verna. 
Las fotos de estas páginas son
de Andrea Barghi

La antigua hospedería del santuario franciscano de La Verna. Las fotos de estas páginas son de Andrea Barghi

«Fui a La Verna (porque Francisco, en La Verna, es como una terraza misionera sobre todas las naciones, especialmente las del islam e Israel); fui a Camaldoli (porque san Romualdo, en Camaldoli, es como una terraza misionera sobre el Oriente eslavo y bizantino: un discípulo de san Romualdo –san Bruno­– fue en el año Mil precisamente a Kiev, donde fue huésped del rey san Vladimiro)»1.
Con estas palabras describía Giorgio La Pira, a finales de 1959 a las monjas de clausura (interlocutoras y colaboradoras privilegiadas de toda su acción política) la preparación espiritual del primer viaje a Rusia. La Unión Soviética representaba la “nueva Jericó” que el alcalde de Florencia había hecho asediar –ya a partir de 1953– no con las armas sobre las que los poderosos habían fundado su “equilibrio del terror”, sino con las armas de la contemplación y la oración incesante de las monjas de clausura del mundo entero, para «derribar, con la oración, las murallas fortificadas y cerradas de Jericó y poder entrar en la ciudad de Jericó para introducir en ella el mensaje de María: mensaje de gracia, mensaje de gozo, mensaje de amor, mensaje de paz»2.
Todos sabemos que las murallas de Jericó, cada vez más fatalmente agrietadas, terminaron derribándose exactamente treinta años después de aquella primera peregrinatio lapiriana a Moscú y a Kiev, en 1989. Este acontecimiento se sitúa como divisorio en la historia de la segunda mitad del siglo pasado, que es todavía nuestra historia, y abrió horizontes nuevos e inéditos a la posibilidad de los hombres de organizar su convivencia en toda la tierra. El proceso de unificación europea es quizá la oportunidad mayor que los hombres han sabido aprovechar de todas las que se les presentaron en los hechos de 1989. Se trata –pese a las grandes dificultades y las graves contradicciones– de un acontecimiento inédito en la historia de Europa y el mundo: por primera vez en la historia, pueblos y naciones distintas de todo un continente, antes enemigas, tratan de construir su unidad no con la lógica imperialista de la prevaricación violenta del uno sobre el otro, sino con el trabajo diplomático del encuentro y las conversaciones por el interés y el bien común. Los hombres de paz de hoy no pueden sino mirar con discernimiento y esperanza a esta trabajosa gestación europea. Pesa también sobre nuestros hombros la responsabilidad de hacer que los hombres de paz del mañana puedan mirar a Europa con gratitud y con espíritu de emulación.
Me alegra de que Camaldoli y La Verna sean vistas como tierras aretinas de espiritualidad europea: reflexionar sobre este tema nos obliga a medirnos con una triple fuerza sin la cual no es posible ninguna sólida construcción: la fuerza de la “tierra”, de la “espiritualidad”, de la “memoria”.
La tierra habla de lo concreto, lo peculiar, la atención a los valores y a las necesidades especiales y variadas que forman la multiforme riqueza y las potencialidades plurales de todas las “tierras”, las ciudades y las regiones de Europa. La espiritualidad –lejos de oponerse a lo concreto de la tierra– habla del alma, la trascendencia, la belleza, la “obediencialidad” propia de la estatura del hombre, por la que esta misma estatura crece hallando en sí misma en una continua superación que halla su vocación en la medida de Dios, mediante la cual incluso las civilizaciones crecen en armonía, belleza y justicia. La memoria, en fin, habla de nuestra capacidad de captar sintéticamente tanto la tierra como el espíritu, pues esta no reside solo en los genes y en el instinto, sino que es sobre todo acción de nuestro intelecto, es memoria creativa y crítica.
Sin memoria de la “tierra y del espíritu” Europa no puede nacer, del mismo modo que la vid no vive si no está bien injertada en las raíces y si estas no están bien arraigadas en una tierra rica en humus vital.
Memoria crítica, pues, que nos permite mirar los acontecimientos de nuestra historia reciente con la profundidad del creyente, que trata a golpes de ciego de encontrar bajo el terreno de la historia los manantiales cársicos de la gracia, es memoria sabia que evita toda claudicación maniquea y triunfalista.
La memoria de los hechos de 1989 nos impone como creyentes tres preguntas.
La primera es esta: las murallas de Jericó, del bloque ateo y comunista del Este, ¿se derribaron solo por la fuerza del asedio de oración, o bien también contribuyeron otras fuerzas en la aceleración del derrumbe? En otras palabras, teniendo presente la lógica de fe que animó la acción de La Pira, ¿deberíamos preguntarnos: hemos sabido creer en la capacidad de “conversión” de Rusia, tal como La Pira había intuido meditando en los mensajes marianos de Fátima o como Pío XII la había “forzado” consagrando Rusia a María? ¿Hemos sabido leer sus señales y esperar su tiempo?
El santuario de La Verna

El santuario de La Verna

La segunda pregunta es esta: una vez caídos los muros, ¿qué se ha llevado a su interior? ¿A estas tierras desnutridas de libertad y espiritualidad por setenta años de materialismo ateo y comunista se ha llevado la libertad de los hijos de Dios o bien la opresión de otro materialismo, del que también nosotros nos habíamos convertido en esclavos, el materialismo del dinero y del provecho?
La tercera pregunta afecta directamente a nuestra fe: las Iglesias cristianas ¿han sabido aprovechar hasta el fondo el momento favorable del nuevo testimonio de la presencia de Jesús vivo a través de la transparencia de su recíproca caridad y de su orgánica unidad? ¿Han sabido las Iglesias captar la unidad del Cuerpo de Cristo evidenciada místicamente por la gracia acogida en la sangre de tantos nuevos mártires?
La respuesta a estas preguntas puede contribuir probablemente a darnos una visión más consciente de cómo se ha podido pasar tan rápidamente de las esperanzas de 1989 a la tragedia de 2001, de cómo se ha pasado del “equilibrio del terror” a un “terror” que parece casi ser “sin equilibrio”.
Estas preguntas nos empujan a emprender el camino de la memoria con el traje de saco del penitente, pero tomando, en el gozo cristiano, también el bastón del peregrino y las alforjas de todos los pasos adelante de la humanidad y de todas las gracias que los hombres han sabido recibir y transformar en obras buenas.
Y, por fin, llegamos a la memoria de La Verna y Camaldoli, a las lapirianas «terrazas misioneras sobre el islam, sobre Israel y sobre el Oriente eslavo y bizantino». Desde estas dos terrazas en tierra aretina la mirada contemplativa de La Pira consigue atravesar las líneas del horizonte para abrazar globalmente la historia y la tierra de los hombres. Dos parecen ser los puntos de apoyo de esta mirada global: el conocimiento de la historia, especialmente la historia del monaquismo y las órdenes mendicantes, y el conocimiento de Dios cuya «ternura se expande por todos los confines de la tierra», ternura de la que precisamente los monasterios son su expresión fructífera por ser las vanguardias de la Iglesia en las tierras no cristianas. Para La Pira existe ya en la historia del mundo una “globalización de la gracia” que ha de informar la globalización comercial, económica, tecnológica, social y política para dar lugar a «la unidad de la familia humana».
Camaldoli y La Verna son dos terrazas sobre el mundo y sobre el sendero de la unificación de la familia de todos los pueblos y de todas las naciones.
Me permito indicar tres de las cuestiones que me parecen más urgentes sobre el proceso de globalización y, por tanto, ligadas a Europa si esta quiere realmente dar su aportación para que el mundo tenga un nuevo rostro.
Las cuestiones son: democracia, salvaguardia de lo creado y justicia.
La democracia atraviesa una fase crítica: ha de conseguir dar con modalidades y estructuras para informar la nueva governance mundial que cada vez más marcadamente condiciona la existencia de todos los ciudadanos de la tierra. Las democracias occidentales viven, efectivamente, en simbiosis con la crisis de la estructura de los Estados. La consecuencia es una crisis de participación (la última señal es la afluencia a las urnas polacas, que no ha superado el 40%), y también una crisis de la capacidad de la democracia de generarse y regenerarse. A las democracias, efectivamente, les cuesta trabajo nacer donde nunca existieron no solo por la convivencia con culturas y religiones no inmediatamente congeniales, sino también porque a cualquier comunidad política le cuesta hoy más que hace cincuenta años creer que es protagonista de su propio destino. Y, efectivamente, el modelo de democracia de exportación que hoy es preponderante no parece especialmente eficaz ni coherente.
Es preciso, pues, replantearse la democracia y estas terrazas de Camaldoli y de La Verna nos pueden ayudar a hallar algunos valores básicos que tener presentes. Naturalmente hay mucho que estudiar y yo puedo sólo compartir algunas reflexiones mías.
Creo que incluso sólo considerando la Regla de san Benito y las reglas franciscanas podemos encontrar algunos valores que, una vez sembrados, han fecundado tradiciones que a su vez –totalmente escondidas– han influido en la formación y en la práctica de la democracia moderna.
La estructura de convivencia ideada por Benito se funda en la autoridad del abad: mediante la obediencia los monjes pueden progresar en su camino de crecimiento humano y espiritual, porque por la voluntad del abad pasa la voluntad de Dios. Podría parecer lo más alejado del concepto moderno de democracia. Pero, considérese mejor: la aportación de inconmensurable valor que la regla de Benito ha dado al pensamiento democrático ha sido el hecho de haber vehiculado, mediante el florecimiento multiforme de las tradiciones benedictinas, un concepto evangélico de autoridad. Se trata de una autoridad que se funda en la escucha y se realiza en el servicio, finalizada al bien de la comunidad y a la valorización del individuo; además, en el plano práctico, está sometida a la Regla, y nace de una elección libre.
La autoridad del abad está finalizada al bien de los monjes, es una autoridad paternal que no tiene sentido sin la presencia de los hijos. No se trata del dominium del hombre sobre el hombre, sino del servicio del hombre al hombre del que hay que rendir cuenta a Dios. Además, la autoridad del abad, ejercida dentro de los criterios ofrecidos por la Regla, recibe su fuerza de la escucha recíproca que caracteriza la vida de los monjes, tanto que se ha de prestar mucha atención incluso al más joven y al que llegó en último lugar, por el cual puede hablar la sabiduría de Dios. La autoridad del abad se ejerce en el discernimiento de las almas y, por consiguiente, es capaz de considerar y valorizar la unicidad de la persona: disciplina sin masificar. No es totalizadora, pues Benito concibe su Regla como una traza para principiantes, y por consiguiente la autoridad del abad no vive de la lógica de tener que hacer que todo dependa de sí, sino que queda disponible para discernir en sus monjes las señales de un camino que puede proseguir más allá de los muros del cenobio. San Romualdo supo dar con una síntesis original de esta exigencia, atento a buscar a Cristo cuya Palabra y cuyo Espíritu –como él decía– «vive y preside en la conciencia de cada monje». Además la autoridad del abad es intérprete y trámite de la voluntad de Dios, pero esta no pierde nada de su trascendencia, de modo que la voluntad de Dios y voluntad del abad están llamadas a encontrarse en el discernimiento y en el camino de santidad sin confundirse, hasta el punto de que no se puede dar en el monasterio ninguna autoridad divinizada como en el mundo pagano. Y, finalmente, la elección: el poder del abad, obviamente, no se transmite –como el del rey y el emperador– de padre a hijo y no se transmite ni siquiera por designación; nace por la elección de los monjes. La historia del monaquismo benedictino nos muestra –incluso dramáticamente– que a menudo las instancias de reforma y renovación fueron acompañadas del celo con que los monjes defendieron, guardaron y repristinaron este principio electivo. No se trata aquí, anacrónicamente, de asimilar la elección del abad al espíritu de las consultas populares modernas, sino sencillamente de considerar que esta práctica electoral ha tratado de resistir incluso en períodos de imperialismo, de absolutismo y totalitarismo. Indudablemente esta institución monacal ha funcionado como paradigma en toda Europa. Efectivamente, el monaquismo ha tenido una difusión misionera e ingeniosa capacidad de organizar la comunión y la solidaridad entre los distintos monasterios: piénsese en especial en Vallombrosa y en la Carta Caritatis cisterciense.
Francisco subrayó en sus reglas radicalmente la necesidad de la autoridad evangélica, traducible solo en forma de servicio, que no se podía confundir ni siquiera desde el punto terminológico con el dominium. La autoridad de los “ministros y siervos” dentro de la Orden está sometida a la regla de la corrección fraternal. En una carta a un ministro expresa en términos de radicalidad extrema los límites de la autoridad para con la persona: «Te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras y no otra cosa [...] Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos. Y que esto sea para ti más que el eremitorio»3.
¿Cómo no tener en cuenta, buscando las raíces de la democracia europea, estas pluriseculares formas de ejercicio de la autoridad, encarnadas en la práctica de centenares de monasterios y conventos esparcidos por toda Europa?

El claustro de Maldolo en el monasterio de Camaldoli

El claustro de Maldolo en el monasterio de Camaldoli

Decimos esto no tanto para enorgullecernos de una identidad, sino para reafirmarnos en los valores. Se trata de valores irrenunciables sobre los que la democracia mundial ha de ser reconsiderada si no quiere quedar vacía de significado.
Y ahora, brevemente, los otros dos términos: salvaguardia de lo creado y justicia.
También por lo que respecta a la salvaguardia de la creación las tradiciones benedictinas y franciscanas han vehiculado, a mi modo de ver, la evangelización de las realidades terrestres. La relación con la naturaleza, efectivamente, es determinante en la espiritualidad de los monjes, tanto porque la belleza de la naturaleza es vehículo de contemplación como porque los monjes están obligados, por regla, a interactuar con ella, mediante su trabajo, para conseguir el sustento. De este modo atestiguan durante los siglos la doble vocación del hombre frente a la creación: la “vocación contemplativa”, por la que la naturaleza señala al Creador, y la “vocación productiva”, por la que la naturaleza, mediante el trabajo y la aplicación de las tecnologías (no es casualidad que los monjes figuren como precursores y pioneros de la agronomía), se transforma para que dé el sustento. La naturaleza, en efecto, señala al Creador, pero se le confía al cuidado inteligente del hombre.
En una síntesis algo paradójica podríamos resumir la relación del hombre occidental con la naturaleza como encerrada en los dos extremos del “hombre mágico” y del “hombre tecnológico”: el primero, en una visión confusa de naturaleza y divinidad, intentaba condicionar la naturaleza mediante la manipulación mágica de la divinidad; el segundo, en una visión burdamente materialista, condiciona la naturaleza mediante la manipulación tecnológica de la propia naturaleza. Tanto el primero como el segundo quedan decepcionados porque la naturaleza no parece querer siempre responder a su voluntad de potencia. La evangelización de las realidades terrestres, en cambio, tiene que ver con una visión sacramental de la naturaleza y a través de esta con una percepción de la relación con la naturaleza en relación con la “custodia”: un equilibrio –podríamos decir– entre contemplación y producción, utilización de los recursos y respeto, porque la naturaleza pertenece al Creador y por consiguiente a las generaciones futuras a las que Él querrá donarlas.
He aquí como describe un documento del siglo XIII la organización de los edificios del monasterio de Clairvaux: «Allí donde termina el plantío de árboles de fruta comienza el huerto, dividido en muchos recuadros, cuyas lindes están marcadas por pequeños regueros de agua. Este agua tiene dos usos: alimentar a los peces y regar las legumbres, y la abastece el caudal siempre abundante del Aube. Una parte del río, atravesando los distintos talleres de la abadía se gana todas las bendiciones por los servicios que rinde. Las aguas del Aube llegan a la abadía gracias a grandes obras (hidráulicas) y pese a no llegar en todo su caudal, no mueren allí inactivas. Efectivamente, no fue la naturaleza, sino la laboriosidad de los monjes la que excavó un cauce cuyas riberas cortan en dos el valle y por este camino el Aube manda la mitad de sus aguas a la Abadía, como si quisiera venir a saludar a los monjes […]»4.
Inútil detenerse en san Francisco, cuyo Cántico de las criaturas representa una sublime síntesis poética de esta visión sacramental de la creación.
Y llegamos a la justicia: creo que la aportación más asombrosa que las tradiciones monásticas y mendicantes han dado a la formación del sentimiento de justicia reside en el testimonio de la pobreza evangélica. Esta efectivamente está arraigada en el misterio de Dios que se vacía de su divinidad para enriquecer a toda la humanidad, a cada hombre, sin excluir a nadie. El misterio de Cristo realiza la solidaridad radical de Dios con los hombres, ésta sanciona también de este modo la solidaridad y la igualdad entre todos los hombres. La pobreza evangélica vivida en la realidad religiosa es anticipación y anuncio profético de esta realidad inmensa en la historia con vocación escatológica. Por lo que respecta más concretamente a nuestro tema, creo que el testimonio de la pobreza evangélica vivida (pese a todo) por tantas personas en la historia del monaquismo y de las órdenes mendicantes ha destacado a lo largo de los siglos la primacía de la persona sobre la posesión. La experiencia de Francisco, además, en una sociedad urbanizada donde el uso del dinero había hecho aún más fuertes y visibles las discriminaciones, carga de más significado social a la pobreza evangélica, pues la medida para juzgar la autenticidad de la pobreza religiosa se convierte en la pobreza del mísero: Francisco «se topó un día en el camino con uno muy pobre. Viendo su desnudez, se vuelve compungido al compañero y le dice: «La pobreza de este hombre es motivo de mucha vergüenza para nosotros y una muy grande reprensión de nuestra pobreza. Nunca me avergüenzo tanto como cuando encuentro a alguien más mísero que yo […]”»5. En Francisco la pobreza coincide de manera eminente con la decisión de seguir a Cristo y vivir en comunión con Cristo compartiendo la vida de los últimos y los excluidos. Este seguimiento y solidaridad es tan central en la vida según el Evangelio propuesta por Francisco que excluye de manera absoluta e inequívoca el derecho de propiedad. Se trata de una posición de difícil absorción en las realidades institucionales del hombre occidental, tanto civiles como eclesiásticas, y quizá es normal que sea así porque la pobreza de Francisco es profecía viva de aquella profecía de Dios con los hombres que ha regenerado la comunión y la fraternidad universal: es realidad encarnada pero que espera con impaciencia su cumplimiento. Y sin embargo esta dialéctica escatológica nada le quita a la fuerza histórica de la profecía. La asimilación de Francisco al Cristo pobre y humillado, glorificado y resucitado, ha recibido en La Verna el último y más luminoso “sello”, como recordando a la humanidad que el hombre puede parecerse a Jesús hasta el fondo. Esto hace de La Verna una terraza misionera hacia todos los pobres de la tierra. Quien busca con coherencia en la memoria de las raíces cristianas de Europa, ha de gritar en la sociedad que la solidaridad viene antes que el derecho de propiedad; si no lo hacemos nosotros, lo gritarán las piedras, como quizá ha ocurrido ya cuando hombres y mujeres que no habían recibido, o que habían olvidado, la gracia de saberse hijos han gritado su hambre y sed de justicia. Es urgente que nuestra oración, nuestra inteligencia y nuestra laboriosidad vayan dirigidas a que el corazón de millones de personas que llaman a las puertas de la opulencia del mundo occidental, o que viven en él sin derechos y sin voz, no se endurezca y no se haga de piedra, porque además las piedras que resbalan de la montaña hacen mucho daño.
Una profesión monástica en el monasterio de Camaldoli

Una profesión monástica en el monasterio de Camaldoli

Estas reflexiones me han traído a la memoria la carta que el prior general dom Emanuele Bargellini le envió al Santo Padre con motivo de su elección: «Le estamos profundamente agradecidos a Su Santidad que, adoptando el nombre de Benedicto XVI, ha querido recordar a la conciencia común el precioso testimonio del santo patriarca de la vida monacal en Occidente, cuya fe laboriosa supo darle al Occidente cristiano la profundidad creativa que forjó durante siglos su alma y sus instituciones civiles. Una herencia capaz de inspirar nuevos horizontes espirituales y nuevas solidaridades entre pueblos y culturas distintas, como Su Santidad recordaba hace pocos días en su importante intervención en la abadía de Subiaco».
De la riqueza y la potencialidad de esta herencia, Alcide De Gasperi fue industrioso y fecundo depositario: la supo recibir de manera nueva, es decir, de manera laica. Están ausentes en su visión europea las nostalgias ideológicas del Medioevo cristiano, o las actitudes defensivas contra el mundo moderno; por el contrario, con él las raíces cristianas de Europa se abren por primera vez a la construcción de una Europa genuinamente democrática.
Esta fue su percepción convencida, como atestiguan estas palabras suyas sacadas de uno de sus últimos discursos: «Si yo afirmo que en el origen de esta civilización europea se halla el cristianismo, no pretendo con ello introducir ningún criterio confesional exclusivo en la consideración de nuestra historia. Solo quiero hablar de la herencia europea común, de la moral unitaria que exalta la figura y la responsabilidad de la persona con su fermento de fraternidad evangélica, con su culto del derecho, heredado de los antiguos, con su culto de la belleza que se ha refinado a través de los siglos, con su voluntad de verdad y de justicia intensificada por una experiencia milenaria».


Notas
1 Giorgio La Pira, Lettere alle claustrali, Vita e pensiero, Milán 1978, pp. 213-214.
2 Ibidem.
3 Fonti francescane, 234.
4 Citado en Marcel Pacaut, Monaci e religiosi nel medioevo, Il Mulino, Bolonia 1979, p. 211.
5 Fonti francescane, 1700




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