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Sacado de La humanidad de Cristo es...

La humanidad de Cristo es nuestra felicidad



de don Giacomo Tantardini


En primer lugar gracias por haberme invitado de nuevo a esta estupenda catedral. Además esta invitación renovada me parece el acontecer de esa «comunión de espíritu», como dice san Pablo, que cuando sucede gratuitamente «colma la alegría». Dice san Pablo escribiendo a los Filipenses (Flp 2, 1-2). Gracias también porque al entrar me recibió el párroco de esta catedral, y, después de la genuflexión ante el tabernáculo, me llevó sencillamente a la cripta para que venerase el cuerpo del mártir, san Donino, sobre el que está construida esta catedral. Este hecho tan sencillo me conmovió, porque los tesoros de una iglesia son dos. Primero, el tabernáculo donde está Jesús: me acuerdo de mi madre, que en paz descanse, que cuando era pequeño me llevaba a la iglesia de mi pueblo y me decía señalando el tabernáculo: «Ahí está Jesús»; y: «Mándale un beso a Jesús». No sabía mi madre que mandar un beso quiere decir adorar. En latín adorar quiere decir besar1. Mandar un beso a Jesús conmueve y confirma ahora mi fe más que los libros de teología. El segundo tesoro que hay en una iglesia son los cuerpos de los mártires. Esto, para uno como yo que ha tenido la gracia de nacer y hacerse sacerdote en la diócesis de Milán, de ir al seminario de Venegono, es de una evidencia manifiesta. El momento más bello del episcopado de san Ambrosio en Milán fue cuando encontró los cuerpos de los mártires Gervasio y Protasio. Efectivamente quiso que lo enterraran entre estos dos mártires (id a la Basílica de San Ambrosio, en Milán, donde está enterrado el obispo Ambrosio). «Nequimus esse martyres, sed invenimus martyres / No tuvimos la gracia de ser mártires, pero hemos hallado a los mártires»2. Con esto quiero daros las gracias por haberme ofrecido esta ocasión.

 

 

«La humanidad de Cristo es nuestra felicidad»: no es una frase mía. Es la frase con la que santo Tomás de Aquino comienza la parte de la Summa theologica en la que habla de Jesús3. Dice precisamente así: «Ad hunc finem beatitudinis / A su destino de felicidad [porque el destino del hombre es la felicidad: ad hunc finem beatitudinis] / homines reducuntur per humanitatem Christi / los hombres son reconducidos por medio de la humanidad de Cristo». Para ayudar a vivir la santa Navidad, a vivir estos días, a vivirlos, como trataré de sugerir, en la oración (porque la palabra oración lo indica todo, indica la posición del hombre frente al Misterio de Dios, del Misterio que, como aludía la frase de Giussani leída antes, se presenta en todas las experiencias humanas), quisiera empezar por una frase de una homilía de Navidad de san Antonio de Padua, que es doctor de la Iglesia, por lo tanto un santo cuya enseñanza la Iglesia reconoce como enseñanza segura y que edifica la fe. Antonio, que también tenía experiencias místicas de su relación con el niño Jesús, comenzó la homilía diciendo: «Navidad: he aquí el paraíso». He aquí el paraíso. Cuando hace dos mil años María dio a luz en Belén: he aquí el paraíso. La felicidad que deja de ser una promesa, una expectativa, una esperanza, que ya no se vislumbra a lo lejos. La felicidad hecha carne estaba presente. Era visible. Cuando salió del vientre de su madre, visiblemente la felicidad, es decir, el paraíso, el sumo placer (como dice Dante: «y así el sumo placer se le despliegue»4), el sumo placer había salido Él mismo al encuentro del hombre: he aquí el paraíso.

 

 

Y así esta frase de san Antonio (como la expresión de santo Tomás de Aquino: «Los hombres son reconducidos », re-conducidos) evoca ante todo la creación de Dios, el hecho de que la creación de Dios es buena. Es buena la creación de Dios, la creación de Dios está muy bien (cf. Gn 1, 31). Dios se asombró de su creación. Dios se asombró de la belleza de su creación. «Pulchritudo eorum, confessio eorum» dice san Agustín: «La belleza de las estrellas es el reconocimiento, el testimonio del Creador»5. Dios mismo se asombró de la belleza de su creación y de la belleza de su criatura en lo alto de su creación: la belleza del hombre y de la mujer. Y no sólo se asombró de esta belleza, sino que adornó de gracia, es decir, de una belleza aún más gratuita, esta belleza. Tan verdad es que, según la imagen poética del Génesis, puso a Adán y Eva en el paraíso, en el paraíso terrenal, y en el paraíso terrenal la relación con el Creador era inmediata. La Biblia describe poéticamente esta inmediatez de relación como el pasear de Dios con Adán y Eva (cf. Gn 3, 8). Dice Péguy: allí todo era estupor, un clima de estupor, un clima de gracia6. Esto es el paraíso, esto es el destino de felicidad.

 

 

Pero intervino el pecado, un pecado grave.

¿Por qué es tan grande, incluso en sus consecuencias que pagamos todos, el pecado original? Dice san Agustín: porque era muy fácil no pecar7. En el paraíso terrenal era muy fácil no pecar porque la presencia del Misterio estaba muy cerca, era muy inmediata, porque el estupor de esta presencia se renovaba continuamente. Era muy fácil no pecar. Por esto fue tan grave ese pecado. Era muy fácil no condescender al tentador. Era muy fácil ver que la felicidad no consistía en ser como dioses (cf. Gn 3, 5), sino que la felicidad era estar con Dios: ¡era tan fácil esto! Precisamente porque era tan fácil no pecar, el pecado fue tan grande. Pero quedó el corazón. Esto es importante. También san Agustín, que con tanta fuerza, siguiendo ante todo lo que Ambrosio, testigo de la Tradición, le había enseñado en Milán8, subraya el pecado original, afirma que la imagen de Dios, aunque herida, permanece en el hombre9. El corazón, aunque herido mortalmente, tanto que se muere, el corazón, aunque herido mortalmente, se mantiene expectativa de felicidad, es deseo de felicidad, el corazón sigue siendo capaz de la felicidad. «Capax Dei / capaz de felicidad»10. Y esta bondad de la creación queda atestigua también en señales muy humanas. La sonrisa del niño que sonríe a sus padres es señal de que Dios no ha abandonado a su creación. El nacimiento de un hijo es algo hermoso. La naturaleza humana, aunque herida por el pecado, sigue siendo señal de la belleza y de la bondad del Creador. Espera la felicidad. Es expectativa de la felicidad.

 

 

Y así intervino el Señor, intervino en primer lugar ... Qué hermoso es en la fiesta de la Inmaculada, leyendo el pasaje de la Biblia sobre el pecado original, oír la promesa, esa hermosa promesa: «Enemistad pondré» le dice el Señor a la serpiente, al tentador, al diablo, «entre ti y la mujer, y entre tu linaje», aquellos que pertenecen a satanás, al diablo «y su linaje: él te pisará la cabeza» (Gn 3, 15). El linaje de la mujer te pisará la cabeza. También la mujer (como nos muestra la imagen de la Virgen Inmaculada en la capilla de la eucaristía de esta catedral) te pisará la cabeza.

 

 

El Señor, para sustentar esta promesa, dio la ley a su pueblo. La ley es para la felicidad. También esto es hermoso: todos los mandamientos de Dios son para la felicidad. «Haz esto para que seas feliz» (cf. Dt 6, 3. 18. 24). Los diez mandamientos son para la felicidad. La ley señala el camino. Esto es lo que más evidencia el apóstol Pablo en sus cartas a los Gálatas y a los Romanos: la ley nos da a conocer el camino, pero la ley no nos hace caminar por el camino. Por tanto, la felicidad permanece lejana. La ley indica dónde está la felicidad. La ley y los profetas señalaron dónde está la felicidad: «Mi bien es estar junto a Dios» (Sal 72, 28), dice el bellísimo salmo 72. Es el salmo que parte del hecho que los malos prosperan, de la pregunta planteada por el hecho de que quien niega prácticamente a Dios prospera. Y el salmista queda aturdido ante la prosperidad de los malos. Y dice: «Estúpido de mí, no comprendía, una bestia era ante ti» (Sal 72, 22). Luego uno descubre que «mi bien es estar junto a ti» (Sal 72, 28), que estar junto a ti es mi felicidad. Pero una cosa es saberlo y otra es vivirlo. En el fondo, en esto reside el misterio del hombre y el misterio de la respuesta cristiana: una cosa es saber dónde está la felicidad y otra ser felices, una cosa es conocer el camino para ir a la felicidad y otra hacer el camino que lleva a la felicidad. Y si el hombre está herido mortalmente al borde del camino –como testimonia la imagen de la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37)– el hombre por su cuenta no puede caminar hacia la felicidad, ni siquiera cuando sabe que la felicidad es el Señor, ni siquiera cuando sabe que la felicidad es estar con Dios, ni siquiera cuando sabe. Creo que en esto la experiencia de san Agustín es paradigma para siempre. Agustín sabía que la felicidad es estar con Dios, Agustín sabía que la felicidad era la unidad con el Creador. Y dice: «Yo tenía por cierto esto»11. Y añade: «esta verdad vencía, pero los placeres del mundo cautivaban»12. Los placeres del mundo son más cautivadores incluso que una verdad cierta. Los placeres del mundo, cualquier tipo de placer del mundo. El hombre va en pos de lo que más le gusta 13. Los placeres del mundo son más cautivadores. Y sigue diciendo en Las Confesiones: «Que la felicidad verdadera fuera la unidad con Dios era evidente para mí, pero la voluntad no se apartaba de las imágenes de los placeres parciales»14. La evidencia de la verdad carece de fuerza para apartar la voluntad de las imágenes –¡qué realista es esta observación!– de los placeres mundanos, de los placeres parciales, de los placeres que Agustín advertía que eran parciales, no verdaderos. Y, sin embargo, la evidencia de la verdad no tiene la fuerza de apartar la voluntad de sus imágenes. Como mucho, y esto es el no va más de moralidad farisaica, Platón dice que cuando hablamos de la verdad nos olvidamos incluso de las mujeres. A lo sumo, en aquel momento, hay un olvido. El cristianismo no olvida nada. El abrazo de la gracia da la posibilidad de amar de manera casta, no de olvidar. De todos modos, lo sumo de la moralidad platónica es el olvido, en ese momento, de cierta imagen de placer.

La ley es buena, indica el camino. Pero hay un mar, dice san Agustín con una imagen fácil de captar, hay un mar infinito entre la ley que señala la felicidad y la felicidad. El hombre no es capaz de cruzar este mar15.

 

 

Hace dos mil años, pues, la felicidad vino: he aquí el paraíso. La felicidad vino: dejó de ser una promesa, dejó de ser indicada como término del camino humano. La felicidad vino, el paraíso vino. Vino en la carne para que fuera visto, para que fuera tocado, para que fuera abrazado. De modo que san Agustín puede decir: «Yo sabía que la felicidad era Dios, pero no gozaba de ti [porque no se goza del saber, se goza cuando somos abrazados], pero no gozaba de ti hasta que humilde no abracé a mi humilde Dios Jesús»16. Esta es la experiencia de la felicidad en la tierra: abrazar humilde a mi humilde Dios Jesús. No a Dios destino lejano, sino a Dios hecho niño, pequeñísimo niño: así el paraíso, la felicidad vino al encuentro, así la felicidad se hizo cercana, así se puso al alcance de la mirada, al alcance del corazón, al alcance de las manos, de las manos que la pueden abrazar. El paraíso en la tierra es Él: «Fiel es Dios...». Cuánto me ha impresionado antes, al rezar las vísperas, esta frase que puse en la estampita de mi ordenación sacerdotal. Pero las cosas se comprenden cuando el Señor nos las hace comprender... «Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Co 1, 9). La comunión es con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro. Es la comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro. Es Jesucristo la felicidad del hombre. Es ese hombre, en su singularidad, yo diría en su individualidad17: ese hombre. La comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro.

 

 

Hay una anticipación de este paraíso, de esta posibilidad de abrazar, de esta posibilidad de familiaridad con Jesucristo; con el paraíso que tiene un nombre, un rostro, una carne: Jesucristo. Esta anticipación es la Inmaculada Concepción. Porque dieciséis años antes (tendría quince años María cuando concibió a Jesús), cuando Joaquín y Ana, de modo natural –como ha sido concebido cada uno de nosotros–, concibieron a esta pequeña criatura, esta pequeña criatura no fue marcada por el pecado original. Desde ese instante, desde el primer instante en que fue concebida fue amada. Fue amada. Fue predilecta. Es algo del otro mundo, en este mundo, que exista una criatura que fue amada siempre. Porque hay que partir de aquí para comprender a la Virgen: una criatura que fue amada siempre, que no tuvo nunca la herida del aislamiento respecto a la felicidad, que fue amada siempre por la felicidad que es el Señor, que fue amada siempre. Fue amada siempre, porque fue preservada, incluso en aquel primer instante, del pecado. No por ella. Porque también ella ha sido redimida. María fue redimida como cada uno de nosotros es redimido por el único Redentor. Cuando Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción reconoció dos cosas: primero, que fue redimida, segundo, que fue redimida de un modo único, de un modo eminente, dice el Concilio ecuménico Vaticano II18, fue redimida anticipadamente, fue preservada del pecado original19. Fue preservada de la herida del pecado, es decir, siempre fue amada, por la sangre de su Hijo, por esa sangre que ella dio a su Hijo. En previsión de la muerte de su Hijo, dice el dogma. En previsión de esa sangre derramada en la cruz, en previsión de esa sangre que era de su Hijo y que ella le había dado en los nueve meses que lo llevó en su vientre. En previsión de esa sangre que era de Jesús y venía de María20. En previsión de esa sangre de Jesús fue amada siempre, redimida desde el primer instante, desde el primer instante de su existencia preservada del pecado.

Así describe san Ambrosio, para mí de una manera maravillosa, a esta pequeña criatura, a esta pequeña niña que se llama María. Dice: «Virgo erat Maria / Era virgen María / corde humilis / y humilde de corazón / in prece pauperis spem reponens / y ponía toda su esperanza en la oración del pobre, en la plegaria del pobre»21. Esta criatura, por su plenitud de gracia, la plenitud de gracia con la que había sido colmada desde el primer instante de su existencia, vivía así. Vivía como virgen, es decir, como siempre amada. La virginidad es esa gratuidad que el hecho de ser amados da a la vida. Esa posibilidad de gratuidad, y por tanto de posesión, que el ser amados anticipadamente entrega a la vida humana. Vivía como virgen. Humilde corazón, porque siempre había sido amada. El hecho de que fuera siempre amada no se lo había dado ella a sí misma. El ser amados no es algo que podamos darnos, podemos sólo recibirlo. Era de corazón humilde y así ponía toda su esperanza, toda la esperanza de su vida en la oración del pobre, en suplicar que este amor se renovara a cada instante, que esta plenitud de gracia se renovara continuamente. Porque también en el paraíso pediremos siempre, como dijo el Papa de un modo estupendo el año pasado en Colonia22: también en el paraíso pediremos siempre. En el paraíso pediremos siempre. También en el misterio de la Trinidad el Hijo recibe siempre todo el ser del Padre y, por así decir, por sobreabundancia infinita de dulzura lo pide siempre. Tan verdad es que dice: «El Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19. 30). Cuánto me gusta, cuánto me conforta esta frase de Jesús repetida dos veces en el Evangelio de Juan: «El Hijo no puede hacer nada por su cuenta». «No retuvo ávidamente» (Flp 2, 6) su divinidad: la divinidad del hijo de Dios es don perenne: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre.

 

 

Quisiera aludir ahora a lo que más asombra del acontecimiento del paraíso: «Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen» (Lc 1, 26-27). A una virgen: ¡cuántas veces lo repite el Evangelio! A una virgen: en el corazón y en el cuerpo; en el cuerpo porque en el corazón, ¡pero en el cuerpo! Hay que aceptar la doctrina de la fe: permaneció siempre virgen en el corazón y en el cuerpo. Porque esta plenitud de gracia es la salvación de la carne. «A una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: “Alégrate, llena de gracia [“chàire kecharitomène / alégrate, llena de alegría”], el Señor está contigo”» (Lc 1, 27-28).

«Virgo Verbum concepit / la Virgen ha concebido al Verbo / Virgo permansit / ha permanecido virgen / Virgo genuit Regem omnium regum / la Virgen ha parido al Rey de todos los reyes». Es la antífona que cuando era adolescente, cuando entré en el seminario de San Pedro mártir de Seveso, con catorce años, se cantaba el domingo durante las vísperas en la Basílica donde se conserva el alfanje con el que fue asesinado este dominico. El martirio de este dominico fue algo desconcertante para la Iglesia en la Edad Media. En tierra cristiana, el martirio era algo extraordinario. Así que cuando Pedro de Verona, yendo de Como a Milán, fue asesinado en los bosques cercanos a Seveso, su martirio suscitó gran conmoción en la cristiandad de aquel tiempo23. Decía que, cuando entré en el seminario con catorce años, el domingo se cantaba en la Basílica las vísperas de la Virgen y las vísperas de la Virgen en la liturgia ambrosiana terminan con esta pequeña antífona: «Virgo Verbum concepit...».

Dijo fiat, he aquí. «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). «He aquí» es una oración. «He aquí, hágase, suceda»: es una oración. Porque sólo Dios crea, sólo el fiat de Dios es creador. El fiat de María, ese fiat que concibió al Hijo unigénito de Dios, ese fiat era una oración. No era heroísmo suyo, no era capacidad suya, era una oración: «he aquí, hágase, suceda». «Hágase» es pedir. Y así lo concibió virginalmente, como virginalmente lo parió. Qué importante es la virginitas in partu de María. Qué importante es aceptar la certeza de la fe que lo parió virginalmente. ¡Porque la salvación no viene de los dolores! La salvación viene de la gracia. La salvación viene de la gracia, no viene de los sufrimientos, la salvación viene porque somos amados, no viene del dolor del hombre. La salvación viene de la felicidad de Dios, viene de la plenitud de la felicidad de Dios. La salvación viene porque somos amados. Que lo pariera con un parto sin dolor24, que lo pariera con un parto sin violencia, que lo pariera virginalmente, es decir, en el estupor, es señal de que la salvación viene del ser amados. La certeza de fe sobre el parto virginal la resume Pío XII en la Mystici Corporis con esta expresión: «Con admirable parto». Mientras que cada uno de nosotros ha venido al mundo en un parto de dolor, ese parto fue un parto de estupor, sin dolor, sin violencia: porque la salvación viene de la gracia. La salvación no nace del pecado, la salvación no nace del desierto: florece en el desierto, hace florecer el desierto, pero viene porque somos amados. El hecho de que seamos amados nace de la felicidad de Dios. Somos amados por la sobreabundancia de felicidad que es la Trinidad, somos amados por la sobreabundancia de correspondencia que es el eterno Amor del Padre y del Hijo que llamamos Espíritu Santo. Somos amados por gracia. El parto de María, el parto admirable de María es la señal física, es la señal carnal de que la salvación no viene de nosotros, que la salvación no viene de los sufrimientos, que la salvación no viene del dolor, que la salvación no viene del grito del hombre. La salvación viene por gracia de Dios, felicidad infinita, por sobreabundancia de felicidad, por sobreabundancia de gracia.

 

 

Y así la virginidad de san José. Y así el hecho de que María permaneciera siempre virgen se puede intuir por experiencia: no teniendo la experiencia del paraíso, del paraíso sobre la tierra, no se puede intuir que la caridad, es decir, el paraíso presente, es más poderoso, es más poderoso, como atracción, que la natural atracción del hombre y de la mujer. Dice santo Tomás de Aquino que la caridad, como atracción, para el hombre aunque herido por el pecado, es más poderosa, como intensidad de atracción y de deleite, que cualquier atracción natural25. La caridad es incomparable, como atracción cautivadora, respecto a la atracción natural del hombre por la mujer. Al no tener experiencia de esto, quizá, pintan a san José como a una persona anciana, como para defender así la virginidad de la Virgen. En cambio, era el paraíso presente, era el algo más presente lo que hacía que esa relación fuera virginal, tan humana: ningún hombre ha querido a su esposa como José quiso a María. Porque era un amor que nacía de la felicidad, no nacía de una carencia, como muchas veces es nuestro pobre cariño. Cuando nace de una carencia, el cariño está marcado inevitablemente por una última violencia. Nacía de una plenitud de felicidad: este era el amor de aquel hombre, de aquel pobre hombre que se llamaba José, hacia la más bella de las criaturas que era María. Habría sido un algo menos si su relación no hubiera sido virginal. Habría sido un algo menos. Un algo menos de placer. Era humanamente imposible no alegrarse en plenitud del paraíso presente. Y esto no elimina nada de la humanidad. Las vísperas de Navidad de la liturgia ambrosiana terminan con esta antífona: «Joseph conturbatus est de utero virginis / José quedo turbado cuando se dio cuenta de que el vientre de María aumentaba porque estaba embarazada». Una de las cosas a nivel exegético que ha confortado la fe me fue sugerida por el pobre don Saldarini cuando explicaba, en el primer curso de teología, el Evangelio de Mateo que dice que «José, como era justo, resolvió repudiarla en secreto» (Mt 1, 19). Quería repudiarla no porque dudara de María, sino porque se había dado cuenta de que el Misterio estaba presente y actuaba. La justicia para los judíos, frente al Misterio que actúa, consiste en mantenerse a distancia (cf Ex 3, 5). José no dudó nunca de María, no dudó cuando vio que el vientre de María aumentaba porque estaba embarazada, no dudó nunca. Solamente que, como era justo, no quería interferir con el Misterio presente, con el Misterio del Dios infinito que se hacía visible, tangible en su esposa. Entonces pensó repudiarla en secreto. Y el ángel se le apareció a José y le dijo: «José, no temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Uno de los versículos más bellos del Himno de Navidad de san Ambrosio dice «Non ex virili semine / No de semen de hombre / sed mystico spiramine / sino por soplo de gracia / Verbum Dei factum est caro / el Verbo de Dios se hizo carne / fructusque ventris floruit / y el fruto del vientre de María floreció»26. «Floreció», como dijo Giussani el 24 de diciembre de 2004, dos meses antes de morir: «En ese lugar [Belén] floreció»27. El vientre de María floreció, el fruto de su vientre floreció.

 

 

Hace una semana le sugerí a un periodista de 30Días que llamase por teléfono al cardenal Martini en Jerusalén para pedirle si podía mandarnos una meditación sobre la Navidad. Inmediatamente, al cabo de veinticuatro horas, al día siguiente, el cardenal Martini envió desde Jerusalén una meditación muy bella. Tan bella que también el diario de Turín La Stampa la publicó ayer íntegra con una llamada en su primera página28. Toda la meditación del cardenal Martini es hermosa. Hay una frase que lo resume todo. Si la Navidad es tan sencilla, si es la sencillez de un niño que nace, que nace de un modo admirable, pero que nace de mujer como cada uno de nosotros (cf. Ga 4, 4), si el Misterio es tan humano, debe ser humano, debe ser sencillo reconocerlo. La fe no puede que ser sencilla. Si vino de una manera tan sencilla, no puede haber venido para complicarnos la vida. Si vino la felicidad, no puede que ser sencillo abrazar la felicidad, no puede que ser sencillo estar contentos abrazando la felicidad. Porque de no ser así bastaba la ley para indicar cómo lograr la felicidad, cómo ir al paraíso (cf. Mt 19, 17). Para eso bastaba Moisés (cf. Jn 1, 17). Habría sido inútil que viniera la misma felicidad si luego no puede ser abrazada fácil y simplemente, si luego no puede ser reconocida fácil y simplemente. «No era preciso» diría Dante «el parto de María»29. Y efectivamente para los pastores fue sencillo reconocerlo. Fue sencillo, tras oír el anuncio de los ángeles, reconocer a aquel niño. No reconocieron que era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad hecha hombre. Esto no. Descubrieron solamente que nunca en su vida habían visto algo tan bello ni sentido una felicidad tan humana. Esto fue lo que reconocieron. Ante ese niño, ante José y su madre María reconocieron que nunca habían tenido una experiencia así. Reconocieron que nunca les había ocurrido una correspondencia de este tipo con las exigencias de su corazón.

Deseo leer un fragmento, que, en mi opinión, es uno de los más bellos y más compendiosos de Giussani, en el que dice qué es esta relación humilde con el humilde Jesús, este abrazo humilde con el humilde Jesús, este abrazo humilde con la felicidad aquí en la tierra, esta comunión de su Hijo Jesucristo, esta posibilidad de familiaridad con su Hijo Jesucristo. Dice Giussani: «Tu relación con Cristo no tiene que estar ya desarrollada, experimentada, madura, para que tu personalidad nazca de ella y para que, a partir de eso, sepas crear una compañía [sepas amar. Cuando somos amados gratuitamente podemos libremente, es decir, gratuitamente amar]. Basta –cómo decir– la sorpresa que tuvieron Juan y Andrés [que fueron los dos primeros que, al comienzo de su vida pública, lo encontraron], que no comprendían nada [que no comprendían nada y, sin embargo, lo habían comprendido todo, pues Andrés se encuentra con su hermano Pedro y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41). Lo que esperaban, lo habían encontrado, y por tanto lo habían encontrado todo, porque lo que el corazón espera es todo, por consiguiente lo habían comprendido todo. Basta la sorpresa que tuvieron Juan y Andrés, que no comprendían nada]; basta la sorpresa, basta una devoción inicial, basta la admiración. Con más precisión: basta pedirlo...»30. Y les sucedió lo mismo a los Magos. Qué bonito es lo de los Magos que se ponen en marcha sin haber recibido un anuncio. Los pastores corren a Belén porque los ángeles se lo anuncian, van porque han oído una palabra. Mientras que los Magos van por una señal entrevista. «Sic Magi ab ortu solis / per sideris indicium»: dice el himno Mysterium Ecclesiae de las vísperas de la Virgen que, cuando era un niño, cantaba el domingo en el seminario de San Pedro mártir. Por un indicio, por el indicio de una estrella. Como dice el cardenal Martini en el artículo de 30Días que os invito a leer. Bastan pequeños indicios para creer. Esto es tan cierto que Juan cuando corre al sepulcro la mañana de Pascua cree al ver la síndone doblada de un modo que hacía entrever que el Señor había resucitado: este fue el pequeño indicio. Los Magos se ponen en camino debido a un pequeño indicio, una estrella, y prosiguen el viaje siguiendo esta estrella. Pero luego dejan de ver la estrella. Y es muy hermoso que, al no verla, pidieron información. Cuando ya no se ve la estrella, lo único que se puede hacer es pedir. Nosotros no podemos poseer la gracia, no la podemos poseer. No es una ciencia que se posee. Cuando ya no se ve la gracia que precede se puede sólo pedir. Pidieron información, se lo preguntaron incluso a Herodes, solamente pidieron. Se sigue la gracia, y cuando la estrella de la gracia no es evidente se puede sólo pedir. Y luego –«videntes stellam Magi gavisi sunt gaudio magno valde»31(cf. Mt 2, 10)– cuando la volvieron a ver, como nuevo inicio, cuando la volvieron a ver (las palabras de la liturgia no saben como expresar esta alegría de un nuevo inicio, porque esta alegría es aún más bella, «gavisi sunt gaudio magno valde») se alegraron con una alegría, con una alegría aún mayor, con una alegría aún más bella. Sigue diciendo Giussani: «Con más precisión basta pedirlo [porque la admiración es lo que te hace pedirlo], basta esa percepción embrionaria de lo que Él es que te lo hace suplicar, por lo cual lo pides»32. Para iniciar la experiencia de la felicidad en la tierra, para abrazar la felicidad en la tierra, para abrazar, humilde, a mi humilde Jesús, basta esa percepción embrionaria por lo cual lo pides, esa admiración embrionaria, esa dulzura embrionaria por lo cual lo suplicas. Basta esto para comenzar en la tierra a abrazar la felicidad.

 

 

Termino sugiriendo algo que es lo último que el Señor me ha hecho intuir como paso de un camino que Él dona. Porque Él da las cosas a su tiempo, ¡a su tiempo! No se puede anticipar nada, se puede sólo dar las gracias por las cosas que suceden. Y las cosas que suceden, mientras suceden, hacen patente ese hilo de oro que es la predilección del Señor. Predilección que comienza con el venir al mundo, y de ese venir a la vida de gracia que es el bautismo, por lo que venir al mundo es también bellísimo. La gratitud hacia el padre y la madre que te han traído al mundo, que me han traído al mundo, es incomparablemente más sencilla, más querida, más cercana cuando me doy cuenta de que a través de ellos fui llevado a la fuente bautismal. Y después del bautismo, como me dijo una vez mi madre, bueno, se lo contó a mis hermanas que luego me lo contaron a mí, después del bautismo me llevó al altar de la Virgen para ofrecerme a Nuestra Señora. Es incomparable el cariño que uno tiene por su madre que le ha dado la vida, conociendo este gesto tan cristiano y tan humano de ofrecer el primer hijo que tenía a la Virgen.

Quiero decir que cuando la vida se reconduce a oración y por tanto al hecho de que «el Señor piensa en mí» (Sal 39, 18) –porque la oración, ese abrazo que se renueva humilde al humilde Jesús, le da a la vida esta serena seguridad del niño que «el Señor piensa en mí»– y cuando este «el Señor piensa en mí» abraza de verdad a nuestra pobre persona, entonces uno empieza a descubrir que el Señor piensa en todos. Y entonces la misericordia hacia todos es como la última gracia, como el último camino de gracia que el Señor da. Porque tantas veces he repetido con gratitud hasta derramar lágrimas de conmoción que «el Señor piensa en mí». Pero puede pasar como cuando uno es niño, pero no un niño pequeñín, sino de cinco, seis, siete años que juega y quiere ganar (esto es propio del hombre, ganar es un deseo natural del hombre, y este deseo natural será perfecto en el paraíso. «Desventurados los que», dice san Agustín, «con mayor gusto se dedican a luchar que a vencer, siendo la victoria el fin de la lucha»33). El niño de cuatro, cinco, seis años quiere ganar, pero quiere también que los demás pierdan, quiere también que los demás sean derrotados. Mientras que el pequeñín quiere sólo ganar. Cuando pequeñines nos dormimos en los brazos de nuestro padre o de nuestra madre no tenemos el problema de que los demás pierdan, que sean derrotados. Y este es el inicio de aquel «sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36) «que hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5, 45) y da la vida, y en su misericordia, quizá en el último instante, la vida eterna incluso a las personas más malas. «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso». Y esto nace del hecho de que somos muy amados, nace del hecho de que «el Señor piensa en mí». Se tiene de verdad cuidado del alma y del cuerpo, porque el Señor lo cuida todo, «el Señor piensa en mí», ¡qué hermoso es que piense en todos! Qué hermoso, como dice Manzoni en La Pentecoste, qué hermoso es que «el Vencedor sea para los vencidos la recompensa divina», que no haya ningún derrotado de manera malvada, sino que todos sean vencidos por ser tan amados, vencidos por esta felicidad al alcance de la vista, al alcance del corazón, al alcance del abrazo. Que «el Vencedor sea para los vencidos la recompensa divina», que el Vencedor sea el premio divino para los vencidos, la felicidad misma, el Vencedor, Aquel que solo vence, que solo ha vencido porque cautiva, cautiva el corazón como sumo placer, Aquel que solo cautiva en plenitud de correspondencia el corazón y en el paraíso lo cautiva para siempre.

 

 

Termino leyendo un fragmento de san Agustín sobre la belleza de Jesús: «Para nosotros los creyentes, en todas partes se presenta hermoso el Verbo de Dios / pulcher Deus, Verbum apud Deum, / hermoso siendo, Verbo en Dios, / pulcher in utero virginis, / hermoso en el seno de la Virgen, donde no perdió la divinidad y tomó la humanidad; hermoso niño recién nacido, porque aun siendo pequeñito, mamando, siendo llevado en brazos, hablaron los cielos, le tributaron alabanzas los ángeles, la estrella dirigió a los Magos, fue adorado en el pesebre y en todo tiempo fue alimento de los mansos. Luego es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres [de María y José], hermoso en los milagros, hermoso en los azotes. [Sí, también en la flagelación porque –dice Agustín– en la flagelación, cuando estaba todo desfigurado, pensemos por qué estaba así, por qué se había dejado azotar así por los flagelos, pensemos en la misericordia que le hizo llegar a esto por ti, por tu amor, era hermoso incluso en la flagelación. Cuando María lo tomó muerto en sus brazos debajo de la cruz («vidit suum dulcem Natum morientem desolatum / vio a su dulce nacido, dulce hijo, morir solo, solo en la cruz»34), cuando lo tomó en sus brazos, no había nada más hermoso que su hijo, ese hijo desfigurado. Cuando el buen ladrón le dijo «Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino» (Lc 23, 42), no había encontrado nunca en toda su vida nada más hermoso que aquel momento, en el momento de la muerte, cuando Jesús le respondió: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43)]. Hermoso en los milagros, hermoso en los azotes, hermoso invitando a seguirlo, hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso resucitando / pulcher in ligno, pulcher in sepulcro, pulcher in coelo / hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo»35.

Gracias

 

 

Notas

1 Cf. Benedicto XVI, homilía de la santa misa celebrada en Colonia el 21 de agosto de 2005.

2 Ambrosio, himno Grates tibi, Iesu, novas; cf. Antico Breviario Ambrosiano, in festo sanctorum Gervasii et Protasii martyrum (19 de junio).

3 Tomás de Aquino, Summa theologiae III q. 9 a. 2.

4 Dante, Paradiso XXXIII, 33.

5 Agustín, Sermones 241, 2.

6 Cf. Ch. Péguy, Eva, Città Armoniosa, Reggio Emilia 1991, p. 13.

7 Cf. Agustín, De civitate Dei XIV, 15, 1.

8 Cf. Agustín, Contra Iulianum opus imperfectum 6, 21.

9 Cf. Agustín, De Trinitate XIV, 8, 11.

10 Ibid.

11 Agustín, Confessiones VIII, 5, 12.

12 Ibid.

13 Cf. Agustín, In Evangelium Ioannis XXVI, 4.

14 Agustín, Confessiones X, 22, 32.

15 Cf. Agustín, In Evangelium Ioannis II, 4.

16 Agustín, Confessiones VII, 18, 24.

17 Cf. L. Giussani, «“Me parece que no buscan a Cristo”», en El atractivo de Jesucristo, Ediciones Encuentro, Madrid, 2000, p. 166.

18 Constitución dogmática Lumen gentium, n. 53; Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 30 de junio de 1968.

19 Pío IX, bula Ineffabilis Deus (Denzinger 2803).

20 Cf. Liturgia de las horas, solemnidad de María Santísima Madre de Dios, oficio de las lecturas, segunda lectura: de las Cartas de san Atanasio obispo.

21 Ambrosio, De virginibus II, 2; cf. Antico Breviario Ambrosiano, in festo Praesentationis Beatae Virginis Mariae (21 de noviembre), ad Matutinum, Lectio III.

22 Cf. Benedicto XVI, encuentro con los obispos de Alemania en Colonia el 21 de agosto de 2005.

23 Cf. Juan Pablo II, Carta al cardenal arzobispo Carlo Maria Martini en el 750° aniversario del martirio de san Pedro de Verona, 25 de marzo de 2002.

24 Cf. Antico Breviario Ambrosiano, in festo Septem Dolorum Beatae Mariae Virginis (15 de septiembre), antiphona ad Laudes: «Maria virgo quos in partu dolores effugerat...»; himno Dum vitam in ara Golgothae: «Mater doloris nescia / Gavisa partum viderat».

25 Cf. Tomás de Aquino, Summa theologiae II-II q. 23 a. 2.

26 Ambrosio, himno Veni Redemptor gentium; cf. Antico Breviario Ambrosiano, in Nativitate Domini.

27 L. Giussani, Un Ser nuevo germinó en ese lugar, en G. Tantardini, Memoria de ecuentros, en 30Días, n. 3, marzo 2005, p. 26.

28 C.M. Martini, Presepio, un piccolo segno che ci invita a credere, en La Stampa, 19 de diciembre de 2006, p. 47; Id., Sencillez de la Navidad, en 30Días, n. 11, noviembre de 2006, pp. 31-38.

29 Dante, Purgatorio III, 39.

30 L. Giussani, «Volver al primer encuentro», en El atractivo de Jesucristo, op. cit., p. 38.

31 Antico Breviario Ambrosiano, in Epiphania Domini, ad Vesperas, psallenda II.

32 L. Giussani, «Volver al primer encuentro», en El atractivo de Jesucristo, op. cit., p. 38.

33 Agustín, De vera religione 53, 102.

34 Iacopone da Todi, Stabat Mater.

35 Agustín, Enarrationes in psalmos 44,3.



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