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Sacado del n.10 - 2003


Preguntas y prejuicios sobre el Evangelio de Juan


Estimado senador vitalicio
Giulio Andreotti:
Tengo ochenta y siete años y me permito escribirle para que me aclare y dé algunos consejos, lo cual le agradezco anticipadamente.
Me he decidido someter a su aguda atención “un folio” de un libro mío in pectore, teniendo en cuenta que pertenece usted, de manera clara y abierta, a nuestra religión y que posee un carácter indómito y una franqueza no común, cosa que ha mantenido en sus vicisitudes humanas.
Este folio, resumiéndolo mucho, dice lo que todo el libro quiere demostrar, es decir, que el Evangelio de Juan es falso, y precisamente por eso la Iglesia lo ha considerado el más importante, ya que dice cosas que los tres Evangelios sinópticos no dicen, pero que son para la Iglesia de grandísima importancia estratégica y teológica por los efectos colaterales que siempre han causado sobre los fieles.
Se me ocurre pensar que a usted también le han asaltado las mismas dudas, pero dudo que haya encontrado una respuesta racional, ya que también usted posee lo que Juan Pablo II predicaba a los dos millones de jóvenes en la explanada de Tor Vergata: ¡la fe!
Esta carta quisiera saber, precisamente, si estas dudas contenidas en el folio las ha superado racionalmente usted o no.
Del análisis contenido en este folio resulta que todo es falso, de una falsedad enorme, ya que la cristiandad queda gravemente infectada desde su nacimiento por los oportunistas que enseguida se abalanzaron sobre la organización religiosa, como los halcones se precipitan sobre cualquier víctima que se les ponga por delante.
¡Y no me he limitado a la lectura de los Evangelios únicamente!
En la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea queda bien claro que existían en Efeso dos personajes, homónimos y contemporáneos, importantes, Juan el apóstol y Juan el presbítero.
El primero, de noventa y cuatro años, persona veneranda y de respeto, aunque totalmente incapaz de escribir nada; el segundo, una importante personalidad de la Iglesia local que era para la vox populi el verdadero autor del Evangelio de Juan.
La escritora inglesa Dorothy Sayers, profunda conocedora del tema, llega a sostener que Juan evangelista escribió su Evangelio con la ayuda de su querido amigo Juan.
¡Esto es lo mínimo que podemos imaginar que ocurriera! Pero en la realidad es evidente y lógico que el joven funcionario de la Iglesia, arropado por su experiencia, en realidad hizo lo que tenía intención de hacer frente a la veneranda figura de Juan el apóstol, que tenía que figurar como el verdadero autor para contar enseguida con el beneplácito de las masas.
Hace algún tiempo, cierto doctor a quien le hice notar las muchas y notables divergencias entre los Evangelios sinópticos y el de Juan, me respondía: «¡Es que los Evangelios sinópticos son teológicos!».
Además del asombro provocado por esta respuesta, se me ocurrió pensar que yo tendría que hacer un curso de teología para encontrar la explicación que busco.
De todos modos, senador, tenga a bien darme una respuesta que calme este inquieto espíritu que anhela vivir serenamente su vida cotidiana sin que casos de este tipo la turben.
Reciba un atento saludo y perdón de nuevo por las molestias que le habrá provocado esta carta.

Pasquale Lupi
Frosinone, 16 de agosto de 2003



La carta contiene preguntas legítimas y a la vez afirmaciones que parecen dictadas por prejuicios anticatólicos.

1.Qué cree la Iglesia sobre los cuatro Evangelios.
El Concilio ecuménico Vaticano II, en la Constitución dogmática Dei Verbum, por deseos de Pablo VI, afirma como hecho de fe la historicidad de los Evangelios y su origen apostólico.
«La Iglesia siempre y en todas partes ha mantenido y mantiene que los cuatro Evangelios son de origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Jesucristo, después ellos mismos con otros de su generación lo escribieron por inspiración del Espíritu Santo y nos lo entregaron como fundamento de la fe: el Evangelio cuádruple, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan» (Dei Verbum 18).
üLa santa madre Iglesia ha defendido siempre y en todas partes, con firmeza y máxima constancia, que los cuatro Evangelios mencionados, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos hasta el día de la ascensión (cf Act 1, 1-2» (Dei Verbum 19).

Como puede verse en el texto conciliar, hay libertad de investigación sobre cómo se formaron los cuatro escritos evangélicos y sobre sus inmediatos autores.
Recientemente el cardenal Ratzinger, con motivo del centenario de la constitución de la Pontificia Comisión bíblica, comentó las afirmaciones del Concilio con estas palabras:
«La realidad del nacimiento de Jesús de la Virgen María, la efectiva institución de la Eucaristía por parte de Jesús en la última Cena, su resurrección corporal de entre los muertos –este es el significado del sepulcro vacío–, son elementos de la fe en cuanto tal, que ésta puede y debe defender contra un presunto conocimiento histórico mejor.
Que Jesús, en todo lo esencial, fue efectivamente el que nos muestran los Evangelios, no es una conjetura histórica, sino un dato de fe. Las objeciones que quieran convencernos de lo contrario no son expresión de un conocimiento científico efectivo, sino una arbitraria sobrevaloración del método. Por lo demás, lo que mientras tanto hemos aprendido es que muchas cuestiones en sus detalles deben quedar abiertas y encomendadas a una interpretación consciente de sus responsabilidades (J. Ratzinger, «La fe exige el realismo del acontecimiento», en 30Días, n. 6, 2003, págs. 65-66).

2. Por lo que se refiere al autor del cuarto Evangelio, traemos aquí las observaciones sencillas y claras de la Bible de Jerusalem.
«La tradición [a la pregunta sobre el autor], casi unánimemente, responde: Juan el apóstol, el hijo de Zebedeo. Vemos ya en la primera mitad de siglo II que muchos autores conocen y utilizan el cuarto evangelio: san Ignacio de Antioquía, el autor de las Odas de Salomón, Papías, san Justino, y quizás el mismo san Clemente de Roma; todo ello es prueba de que el evangelio gozaba ya de autoridad apostólica. El primer testimonio explícito es el de san Ireneo, hacia el 180: “Luego Juan, el discípulo el Señor, el que reposó en su pecho, publicó también el evangelio durante su estancia en Éfeso”. Casi por la misma época, Clemente de Alejandría, Tertuliano y el canon de Muratori atribuyen también formalmente el cuarto evangelio a Juan el apóstol. Si se ha podido recoger una opinión opuesta entre los siglos II-III, es la de algunos que reaccionan contra los “espirituales” montanistas, quienes utilizaban el evangelio de Juan con fines tendenciosos. Pero esa opinión se reduce a poca cosa, y, basada en razones teológicas, no tiene ninguna raíz en la tradición».
El testimonio de Ireneo, obispo de Lyón y mártir, que pertenece a la segunda generación después de los apóstoles, en su obra Adversus haereses (III, 1,1), es especialmente significativo precisamente porque Ireneo había sido «de joven» discípulo de Policarpo, obispo de Esmirna, que a su vez había conocido al apóstol Juan (Adversus haereses III, 3,4,).

3. En la revista Rassegna di Teologia, número 4, julio-agosto de 2003, hay un artículo de Yves Simoens, Il Vangelo secondo Giovanni.
El capítulo sobre el autor del cuarto Evangelio está dividido en dos parágrafos: “Juan, ¿el hijo de Zebedeo?” y “El presbítero Juan y ‘el discípulo que Jesús amaba’”. El autor del artículo, valorando de estudios recientes que ponen en evidencia la dimensión sacerdotal del cuarto Evangelio (es significativo que el nombre de Zebedeo figure en la lista de los nombres de las clases sacerdotales) parece concluir sus observaciones prefiriendo la hipótesis tradicional de la identidad entre el apóstol Juan, el hijo de Zebedeo y el autor del cuarto Evangelio.
A propósito de la observación contenida en la carta de Lupi de que Juan el apóstol habría sido incapaz de escribir un Evangelio tan rico y hermoso, en el artículo se lee:
«El argumento que siempre se utiliza para negarle la paternidad a Juan, hijo de Zebedeo, de este Evangelio, consiste precisamente en la belleza y riqueza de este texto excepcional. ¿Cómo pudo escribir un pescador de Galilea una obra maestra de esta envergadura? Este escepticismo tiene poca razón de ser. El vocabulario de este Evangelio –lo mismo puede decirse de las epístolas– es mucho más pobre que el de Lucas, por no hablar de Pablo. De esta paleta reducida, sin embargo, el autor saca un conjunto de colores y medias tintas que llegan a producir cuadros hechos de degradados, con toques delicados y a veces muy sutiles. La profundización en la fe y en el amor, durante tantos años, de lo que había sido vivido en compañía de una persona como Jesús ha de poder transformar una mente y una sensibilidad para llegar a poder comunicar lo mejor posible el fulgor de una experiencia humana y espiritual semejante».


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