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IGLESIAS DE LOMBARDÍA
Sacado del n. 04 - 2006

Hizo de la Catedral un ejemplo para todos


Apenas entró en Milán, san Carlos colocó el tabernáculo en el puesto de honor de la Catedral, donde él mismo, con asiduidad, celebraba misa, predicaba, confesaba, enseñaba el catecismo


por Giuseppe Frangi


San Carlos celebra los concilios provinciales y los sínodos diocesanos en la Catedral de Milán

San Carlos celebra los concilios provinciales y los sínodos diocesanos en la Catedral de Milán

Imaginémonos la escena: es el 23 de septiembre de 1565. Carlos Borromeo, que había sido nombrado arzobispo en Milán cinco años antes, entra por primera vez en la Catedral para celebrar el primer concilio provincial. Digamos que el aspecto gótico y nórdico del edificio aun por terminar, con todos esos recodos oscuros y esa sensación de desorden, no se esposaba con su carácter. Él que había creído en los espacios claros y desnudos de ambigüedades de la Roma renacentista, no toleraba ese aspecto provisional y caótico. Además, la Catedral milanesa se había convertido en aquellos años en una plaza cubierta, prolongación de la vida ciudadana. Las dos puertas del transepto eran una calle de paso para evitar dar la vuelta al edificio. Como refiere un cronista de la época: «entraban incluso los mozos de cordel cargados con cubas llenas de vino». Bajo las bóvedas se hacía también mercado, entraban los burros cargados de mercancías, entre los grandes pilares resonaban las voces alteradas de los tratantes.
Pero lo peor era lo que el celebrante veía desde el presbiterio: «Cajas de madera adornadas con tapices brocados» pendían en los intercolumnios «colgadas con robustas cadenas». Eran los féretros de los duques, desde Galeazzo Maria Visconti a Francesco Sforza, suspendidos lúgubremente frente a los ojos del sacerdote. De las bóvedas, en cambio, descendían las insignias de las familias ciudadanas más poderosas. En fin, un espectáculo macabro y tardogótico que contravenía de modo manifiesto las indicaciones del Concilio de Trento, que confluirían en las celebres Instructiones fabricae et supellectilis ecclesiasticae redactadas por el mismo Borromeo en 1577.
Imaginar el sobresalto y la indignación del arzobispo frente a ese espectáculo no es forzar demasiado la realidad, si tenemos en cuenta que Carlos Borromeo se enfrentó muy pronto al Cabildo de la Catedral, al que consideraba responsable de la situación degenerada. En 1567 impuso un arquitecto romano (romano de formación pero nacido en Como), Pellegrino Tibaldi, como prefecto de la Fábrica, y destituyó a Vincenzo Seregni. El grupo de arquitectos locales, encabezados por Martino Bassi, no pudo nada contra la determinación del arzobispo y de su fiel intérprete. Había que poner orden radicalmente, y el primer paso fue el lugar crucial, es decir, el presbiterio. Borromeo había precedido su llegada a Milán con un regalo para la Catedral, que había recibido de su tío el papa Pío IV: un precioso tabernáculo en forma de torre para el altar mayor. Con Tibaldi preparó un proyecto que preveía alzar el presbiterio. El punto de vista de todos los que entraran debería converger en el punto focal: el altar mayor y en especial el espectacular tabernáculo ahora en una posición elevada y bien visible gracias a cuatro grandes ángeles. Los hermosos y gigantescos púlpitos apoyados a los pilares de la cúpula octagonal hacían de bastidor a esta nueva “composición” de la Catedral. El desorden policéntrico del edificio gótico quedaba invertido, poniendo en el centro la visible permanencia de la Eucaristía. El clásico ponía orden donde el gótico había dejado en herencia el caos.
Levantando el presbiterio se había creado el espacio para la cripta que debía recibir las reliquias de los santos ambrosianos y que luego conservaría también el cuerpo de Borromeo; las historias de esos santos, comenzando por la de Ambrosio, había sido encargadas a los tallistas que, dirigidos por Tibaldi, estaban realizando los asientos del nuevo coro detrás del altar (siguen estando en el mismo lugar, pero hoy se ha convertido en la Capilla de los días feriales). Además de Ambrosio, Borromeo tuvo una veneración especial por otro predecesor: san Juan el Bueno, obispo de Milán entre el 641 y el 660, cuyas reliquias hizo trasladar solemnemente a la Catedral el 24 de mayo de 1582. Había sido el obispo del primer periodo turbulento del dominio longobardo, y durante muchos años vivió exiliado en Liguria; un pastor proverbial por su generosidad y su espíritu pacífico. De este modo, según los planes de Borromeo, la Catedral se convertía de verdad en la casa de toda la santidad ambrosiana (una Iglesia que en su historia cuenta con 38 santos entre sus 143 obispos).
De otro género era su actitud hacia el poder mundano: tras eliminar los féretros de los duques, Borromeo hizo bajar del presbiterio al gobernador en funciones, acabando con un privilegio que olía a injerencia frente a la libertad de la Iglesia. Quitó también los altares con los que la aristocracia milanesa había ocupado desordenadamente las naves; los sustituyó con seis altares iguales, diseñados “a la romana” por su fidelísimo Tibaldi, que tenían la única función de mesas para la celebración de las misas. La única concesión que hizo, en el transepto derecho, fue el monumento fúnebre a Gian Giacomo Medici, llamado el Medeghino, hermano de Pío IV, que a su vez era tío por parte de madre del propio Borromeo.
En 1577, casi terminadas las obras, Carlos Borromeo quiso consagrar de nuevo la Catedral con una celebración solemne. Ahora el templo, además de ser el emblema de su acción y, por tanto, modelo para todas las iglesias que debían seguir los dictámenes del Concilio de Trento, se había convertido en su “parroquia”. El pueblo se quedó sorprendido ante la asiduidad de su presencia en la Catedral. A parte de los seis concilios provinciales y los once sínodos diocesanos que había presidido entre estas naves, Borromeo predicaba, celebraba misas solemnes, daba la comunión, confesaba y participaba a las procesiones penitenciales. Aquí organizó la Escuela de doctrina cristiana que sirvió de modelo para toda la diócesis. Y mandó que las campanas de la Catedral tocaran todas las veces que, durante el día, se celebraba misa.
El ciborio
con el tabernáculo

El ciborio con el tabernáculo

Un capítulo a parte es el relativo a la reliquia del Santo Clavo [uno de los clavos de la cruz de Jesús] que, según la tradición, Ambrosio había recibido de Teodosio y que había sido conservada en la Catedral paleocristiana de Santa Tecla (Ambrosio habló de ella con motivo de la oración fúnebre por el emperador). Cuando Borromeo entró en la Catedral la reliquia se encontraba en lo alto del coro, a una altura de más de cuarenta metros; desde hacía veinticinco años nadie la había bajado para exponerla a la veneración de los fieles. En 1566 Carlos Borromeo le dio una nueva colocación, exhortando a que «se trate con esmero la lámpara del Clavo y que se limpie todas las semanas» (para Borromeo los detalles eran muy importantes). En 1576, con Milán devastada por la peste, el arzobispo convocó tres procesiones públicas para pedir el fin de la plaga, que él mismo encabezó, descalzo y con la cuerda al cuello, llevando por la ciudad esta reliquia. «Mandó bajar el Sagrado Clavo», refiere el fidelísimo obispo y biógrafo Carlo Bescapé, «a sacerdotes que fueron alzados por medio de unas máquinas y lo llevó, adecuadamente encajado en una gran cruz [que aún puede verse en el quinto altar de la nave izquierda, n. de la r], en procesión, en medio de las alabanzas de todo el pueblo». El miércoles 3 de octubre la procesión llegó hasta San Ambrosio; el viernes día 5 hasta la Basílica de los Santos Apóstoles y Nazario Mayor; el sábado 6 hasta Santa María cerca de San Celso. Fue un acontecimiento épico, que se grabó en la memoria de la ciudad, inmortalizado por mil imágenes y evocaciones: un obispo que participa y comparte el destino de su pueblo y lo llama a un acto de esperanza. «Y el resultado fue tan feliz», sigue diciendo Bescapé, «que con toda esa multitud de personas, no sólo nadie cayó en la calle, sino que tampoco sucedió nada que provocara un aumento del contagio».
Arriba, antigua vista de la Catedral

Arriba, antigua vista de la Catedral

Unos años después escribió de su puño y letra el balance de aquella experiencia, con un texto extraordinario por pasión, fe y realismo: «Huían los grandes, huían los humildes, muchos entonces te abandonaron, Milán, y nobles, y plebeyos… parecía que todo estaba lleno de desolación y desesperación, y que Dios nos había abandonado». Son palabras del Memorial a los milaneses, casi un testamento del obispo a su ciudad, que termina con una exhortación a no olvidar: «Acordaros de muchos miles de pobres, para cuyo sustento en aquellos pestíferos años, tuve que vender y empeñarlo todo…». Y luego, de su parte: «No olvidaré de recordar a mis hijos y a mi posteridad y de predicar a los demás la gracia recibida. Me acordaré de ir buscando siempre nuevos caminos para ser grato a Dios con las obras».
Como señal explícita de gratitud Borromeo estableció que el 3 de mayo, día en que la Iglesia recuerda el hallazgo de la Cruz por parte de santa Helena, la reliquia con el Clavo fuera expuesta en la Catedral a la veneración de los fieles durante cuarenta horas. «Carlos no se alejó nunca», escribe Bescapé: «según llegaba un nuevo grupo primero le dirigía una exhortación piadosa, luego, yendo desde el púlpito al altar, rezaba con toda la gente las letanías de los santos; por último, antes de que se fuera, impartía su bendición y concedía diez años de indulgencias». El gobernador no veía con agrado todo esto, porque entonces estaba vigente el toque de queda en la ciudad después de los días de la peste. Pero Borromeo «no pudo ser alejado nunca del altar por ninguna exigencia natural, hasta que no se completó el periodo de las cuarenta horas… por ese motivo no concedía ni siquiera de noche ningún tiempo al sueño ni a las otras exigencias de la vida».
El último acto de la relación entre Carlos Borromeo y su Catedral es póstumo: se trata del conmovedor y grandioso ciclo de lienzos con la historia de su vida que le fue dedicado con motivo de su beatificación (en 1604); y del otro ciclo “gemelo” con sus milagros realizado para la canonización (1610). Es una narración por imágenes que todos los años se expone en la Catedral desde el 4 de noviembre, día de su fiesta, hasta la Epifanía. Y es un ciclo “coral”, pues fue realizado por varios artistas, que, entre altos y bajos, expresan la admiración y el cariño de la ciudad por su gran obispo párroco, fallecido después de una vida tan febril con sólo 46 años de edad. Desde 1610 reposa en la cripta debajo del presbiterio que él mismo, con tanta determinación y perspicacia, había transformado, para que quedase claro que en el centro de su Catedral estaba la Eucaristía, es decir Jesucristo, por el que había dado toda su vida.


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