Hizo de la Catedral un ejemplo para todos
Apenas entró en Milán, san Carlos colocó el tabernáculo en el puesto de honor de la Catedral, donde él mismo, con asiduidad, celebraba misa, predicaba, confesaba, enseñaba el catecismo
por Giuseppe Frangi
San Carlos celebra los concilios provinciales y los sínodos diocesanos en la Catedral de Milán
Pero lo peor era lo que el celebrante veía desde el presbiterio: «Cajas de madera adornadas con tapices brocados» pendían en los intercolumnios «colgadas con robustas cadenas». Eran los féretros de los duques, desde Galeazzo Maria Visconti a Francesco Sforza, suspendidos lúgubremente frente a los ojos del sacerdote. De las bóvedas, en cambio, descendían las insignias de las familias ciudadanas más poderosas. En fin, un espectáculo macabro y tardogótico que contravenía de modo manifiesto las indicaciones del Concilio de Trento, que confluirían en las celebres Instructiones fabricae et supellectilis ecclesiasticae redactadas por el mismo Borromeo en 1577.
Imaginar el sobresalto y la indignación del arzobispo frente a ese espectáculo no es forzar demasiado la realidad, si tenemos en cuenta que Carlos Borromeo se enfrentó muy pronto al Cabildo de la Catedral, al que consideraba responsable de la situación degenerada. En 1567 impuso un arquitecto romano (romano de formación pero nacido en Como), Pellegrino Tibaldi, como prefecto de la Fábrica, y destituyó a Vincenzo Seregni. El grupo de arquitectos locales, encabezados por Martino Bassi, no pudo nada contra la determinación del arzobispo y de su fiel intérprete. Había que poner orden radicalmente, y el primer paso fue el lugar crucial, es decir, el presbiterio. Borromeo había precedido su llegada a Milán con un regalo para la Catedral, que había recibido de su tío el papa Pío IV: un precioso tabernáculo en forma de torre para el altar mayor. Con Tibaldi preparó un proyecto que preveía alzar el presbiterio. El punto de vista de todos los que entraran debería converger en el punto focal: el altar mayor y en especial el espectacular tabernáculo ahora en una posición elevada y bien visible gracias a cuatro grandes ángeles. Los hermosos y gigantescos púlpitos apoyados a los pilares de la cúpula octagonal hacían de bastidor a esta nueva “composición” de la Catedral. El desorden policéntrico del edificio gótico quedaba invertido, poniendo en el centro la visible permanencia de la Eucaristía. El clásico ponía orden donde el gótico había dejado en herencia el caos.
Levantando el presbiterio se había creado el espacio para la cripta que debía recibir las reliquias de los santos ambrosianos y que luego conservaría también el cuerpo de Borromeo; las historias de esos santos, comenzando por la de Ambrosio, había sido encargadas a los tallistas que, dirigidos por Tibaldi, estaban realizando los asientos del nuevo coro detrás del altar (siguen estando en el mismo lugar, pero hoy se ha convertido en la Capilla de los días feriales). Además de Ambrosio, Borromeo tuvo una veneración especial por otro predecesor: san Juan el Bueno, obispo de Milán entre el 641 y el 660, cuyas reliquias hizo trasladar solemnemente a la Catedral el 24 de mayo de 1582. Había sido el obispo del primer periodo turbulento del dominio longobardo, y durante muchos años vivió exiliado en Liguria; un pastor proverbial por su generosidad y su espíritu pacífico. De este modo, según los planes de Borromeo, la Catedral se convertía de verdad en la casa de toda la santidad ambrosiana (una Iglesia que en su historia cuenta con 38 santos entre sus 143 obispos).
De otro género era su actitud hacia el poder mundano: tras eliminar los féretros de los duques, Borromeo hizo bajar del presbiterio al gobernador en funciones, acabando con un privilegio que olía a injerencia frente a la libertad de la Iglesia. Quitó también los altares con los que la aristocracia milanesa había ocupado desordenadamente las naves; los sustituyó con seis altares iguales, diseñados “a la romana” por su fidelísimo Tibaldi, que tenían la única función de mesas para la celebración de las misas. La única concesión que hizo, en el transepto derecho, fue el monumento fúnebre a Gian Giacomo Medici, llamado el Medeghino, hermano de Pío IV, que a su vez era tío por parte de madre del propio Borromeo.
En 1577, casi terminadas las obras, Carlos Borromeo quiso consagrar de nuevo la Catedral con una celebración solemne. Ahora el templo, además de ser el emblema de su acción y, por tanto, modelo para todas las iglesias que debían seguir los dictámenes del Concilio de Trento, se había convertido en su “parroquia”. El pueblo se quedó sorprendido ante la asiduidad de su presencia en la Catedral. A parte de los seis concilios provinciales y los once sínodos diocesanos que había presidido entre estas naves, Borromeo predicaba, celebraba misas solemnes, daba la comunión, confesaba y participaba a las procesiones penitenciales. Aquí organizó la Escuela de doctrina cristiana que sirvió de modelo para toda la diócesis. Y mandó que las campanas de la Catedral tocaran todas las veces que, durante el día, se celebraba misa.
El ciborio con el tabernáculo
Arriba, antigua vista de la Catedral
Como señal explícita de gratitud Borromeo estableció que el 3 de mayo, día en que la Iglesia recuerda el hallazgo de la Cruz por parte de santa Helena, la reliquia con el Clavo fuera expuesta en la Catedral a la veneración de los fieles durante cuarenta horas. «Carlos no se alejó nunca», escribe Bescapé: «según llegaba un nuevo grupo primero le dirigía una exhortación piadosa, luego, yendo desde el púlpito al altar, rezaba con toda la gente las letanías de los santos; por último, antes de que se fuera, impartía su bendición y concedía diez años de indulgencias». El gobernador no veía con agrado todo esto, porque entonces estaba vigente el toque de queda en la ciudad después de los días de la peste. Pero Borromeo «no pudo ser alejado nunca del altar por ninguna exigencia natural, hasta que no se completó el periodo de las cuarenta horas… por ese motivo no concedía ni siquiera de noche ningún tiempo al sueño ni a las otras exigencias de la vida».
El último acto de la relación entre Carlos Borromeo y su Catedral es póstumo: se trata del conmovedor y grandioso ciclo de lienzos con la historia de su vida que le fue dedicado con motivo de su beatificación (en 1604); y del otro ciclo “gemelo” con sus milagros realizado para la canonización (1610). Es una narración por imágenes que todos los años se expone en la Catedral desde el 4 de noviembre, día de su fiesta, hasta la Epifanía. Y es un ciclo “coral”, pues fue realizado por varios artistas, que, entre altos y bajos, expresan la admiración y el cariño de la ciudad por su gran obispo párroco, fallecido después de una vida tan febril con sólo 46 años de edad. Desde 1610 reposa en la cripta debajo del presbiterio que él mismo, con tanta determinación y perspicacia, había transformado, para que quedase claro que en el centro de su Catedral estaba la Eucaristía, es decir Jesucristo, por el que había dado toda su vida.