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REPORTAJE DESDE SIRIA
Sacado del n. 02 - 2007

SIRIA. Entre los refugiados iraquíes

A Damasco escapando de la pesadilla iraquí


Un millón de iraquíes que escaparon de su país han encontrado refugio en los arrabales de la capital siria. Historias e imágenes de un éxodo oculto que afecta a decenas de miles de cristianos y acelera la extinción del cristianismo en la tierra de la que salió Abraham. Reportaje


por Gianni Valente


Wissam el violinista y los otros muchachos del coro en la parroquia 
de Santa Teresita de Damasco

Wissam el violinista y los otros muchachos del coro en la parroquia de Santa Teresita de Damasco

Rita canta en el coro. A las ocho y media de la mañana sube con sus ancianos padres al autocar que desde el barrio de Yaramana lleva a la ciudad vieja. La madre, a su lado, se persigna cada vez que el desvencijado autobús pasa por delante de una iglesia: la de la Custodia franciscana, en Tabbaleh, luego la ortodoxa, luego la armenia que se entrevé al otro lado de las murallas cerca de Bab ash-Sharqi, la puerta del este. Bajan en la plazoleta de Bab Touma, y en la tranquilidad festiva del viernes musulmán sus pasos rápidos retumban en el laberinto de callejuelas junto a los de todos los demás –hombres, mujeres, familias completas, ancianos solos– que se acercan como ellos a la parroquia de Santa Teresita, donde ya repican las campanas llamando a misa. Las mezquitas esparcidas por los zocos y la grande de los omeyas se llenarán de hombres, mujeres cubiertas y oraciones solo dentro de un par de oras. Aquí los bancos están ya llenos, y los viejos comienzan a cantar las melancólicas letanías en lengua caldea. Iraquíes de Bagdad y de Mosul, de Kirkuk y de Basora, recuerdan hoy a sus difuntos. Lo hacen aquí en Damasco, lejos de su tierra. Lejos de casas y calles que probablemente no volverán a ver nunca más.
En el coro está también Wissam, que toca el violín en misa. Lo querían matar solo porque es alto, es de piel clara y puede parecer americano. También a Malad, que toca el laúd y malvive dando algunas clases de música, lo habían ido a buscar para secuestrarlo y pedir el rescate. Se escaparon con lo que llevaban puesto, con sus padres y sus muchas hermanas (tienen cinco cada uno), y se consideran afortunados. Cuando al final de la misa se lee la oración de difuntos, en la iglesia se escuchan sollozos contenidos. Todos han perdido a alguien recientemente en el matadero iraquí de bombas, atentados, desapariciones. Fuera de la iglesia hombres y mujeres se apiñan para leer la lista de las familias que esta semana pueden ir a recoger su ración de azúcar y aceite. La sacristía se ha convertido en un almacén de primera necesidad para los desplazados que escapan del nuevo Irak “democrático”. Leche en polvo y rosarios, bombonas de gas y estampitas de María, mantas y velas para los santos. «Este es un buen momento para saborear el consuelo que nos da Jesucristo, nosotros, los que no tenemos ya nada y a Dios le podemos ofrecer solo nuestro corazón. Venga a nosotros Tu Reino, y danos el pan nuestro de cada día», ha predicado el padre Yussif desde el púlpito, con los ojos hundidos de cansancio, él, que como todos los demás tuvo que escapar cuando le dijeron que su nombre estaba en la lista de los condenados a muerte. En el atrio reparten dulces y rosquillas a los que salen. Giorgio cuenta cómo son las guerras para exportar la democracia vistas desde abajo: «No entiendo de alta política. Sadam, desde luego, era una persona mala, pero ahora todos nosotros sabemos que había algo peor».

Mujeres iraquíes encienden velas a la Virgen en la iglesia de Santa Teresita

Mujeres iraquíes encienden velas a la Virgen en la iglesia de Santa Teresita

Amigos frágiles
También la fuga de los iraquíes hacia Siria representa con sus anomalías un indicio de la catástrofe causada por la “guerra de los voluntariosos”. Explica el holandés Laurens Jolles, representante del Alto Comisionado de la ONU para los refugiados en Damasco: «Cuando cayó el régimen, todos se esperaban una riada de prófugos de golpe, como las ocasionadas por las guerras africanas. Estábamos preparados. Había fondos, estructuras, donadores y ONG en alerta. Pero no llegó casi nadie. Sólo pequeños grupos, en parte ligados a los viejos aparatos, que temían la represalia y que de todos modos habían tenido tiempo de trasladar al extranjero sus recursos». En los últimos dos años y medio, cuando la alerta internacional había bajado, el riachuelo procedente del Irak “liberado” se ha transformado en un río desbordante de personas, con una escalada impresionante que pone a dura prueba la estabilidad social del Estado que los aloja. «Llegan 30 ó 40 mil cada semana» confirma Jolles. Gente de todos los grupos étnicos y religiosos y de todas las clases, «pero incluso los que allí eran pudientes llegan ahora sin nada. Cruzando varios datos, se calcula que solo en Siria son ya por lo menos un millón, pero según el gobierno son muchos más». Un éxodo bíblico en sordina, que no inunda campos de refugiados sino que se pierde en miles de regatos anónimos por los slums y los arrabales caóticos de Damasco. Gente distinta escapando de las mismas bombas destructoras, de un mundo enloquecido de escuadrones de la muerte, secuestros, crueldades. Un horror cotidiano que afecta a todos, pero que los cristianos sienten que pagan a un precio especial.
En Yaramana, la pequeña oficina de Caritas repleta de bandejas llenas de fichas y fotos da la impresión de ser una generosa chalupa de valientes arrollados por una tempestad más fuerte que ellos. Sor Antoinette sintetiza la situación de los cristianos que escapan de Irak con una imagen fuerte aunque eficaz: «Allí ahora los suníes secuestran y matan solo a los chiíes, mientras que los chiíes secuestran y matan solo a los suníes. Pero tanto los chiíes como los suníes secuestran y matan a los cristianos». En la lacerante guerra tribal desencadenada en Irak por la intervención occidental ellos sienten que son el blanco más desprotegido, las víctimas predestinadas. Personas, casas y cosas a merced de la barbarie. Sin cuarteles-bastiones para resistir, sin milicias y clanes tribales poderosos a los que pedir protección.
En el barrio de Massaken Barzi, en el bloque reacondicionado como iglesia y dedicada a san Abraham de Ur de los Caldeos, padre de todos los creyentes, la tragedia colectiva se fragmenta en las narraciones de fuga de cada uno. Está Jalal, que trabajaba en el norte de Bagdad en un centro deportivo y que tuvo que vender la casa y el coche para pagar el rescate a los secuestradores de su hija. Está el pequeño Martin, que perdió la palabra durante dos años después de que lo torturaran para grabar sus gritos en la cinta de audio que luego mandaban al padre. Está Nader, un hombre grandote que trabajaba con las compañías petrolíferas, secuestrado también él y liberado solo después de desembolsar 20.000 dólares. «A algunos de nuestros vecinos se le deben de haber hecho los dientes agua sabiendo de nuestro dinero. Secuestran a los cristianos porque saben que muchos de nosotros tenemos familiares en el exterior dispuestos a pagar los rescates». Pero no es solo la exposición social lo que desencadena envidias y odios criminales. Al marido de Sherman, viuda de treinta años, lo mataron porque trabajaba como intérprete para las compañías americanas. Y el cariz religioso de los invasores ha ofrecido fáciles pretextos para la brutalidad fanática de los islamistas. «Decían que éramos los siervos de los cruzados, le imponían a mis hijas el uso del velo, nos mandaban cartas de amenaza: os largáis u os cortamos el cuello», cuenta Alisha. Dicen que en los últimos meses se alcanzó el punto más álgido de la violencia después del discurso de Ratisbona: «Nos amenazaban: nadie entrará en la iglesia hasta que el Papa no pida perdón a los musulmanes. Y decían que para nosotros ya no había futuro allí: largaos, pedidle asilo a vuestro Papa». Voces que circulan de boca en boca dicen que algunos curas y varios jóvenes cristianos fueron asesinados como represalia después de Ratisbona. Michel, taxista que escapó de Mosul, no tiene miedo de hacer ver que siente nostalgia: «Créeme, amigo mío: antes de la guerra vivíamos en paz. Se trabajaba, volvíamos a casa tranquilos». Nadie levanta objeciones. Casi todos le dan la razón. «Porque toda guerra fomentada en esta zona es siempre una guerra contra los cristianos, son siempre ellos los primeros en pagar», recalca amargamente y con realismo el sirio-católico Robert, tour operator en Aleppo.

Una familia de refugiados iraquíes en su cuarto en el barrio de Massaken Barzi

Una familia de refugiados iraquíes en su cuarto en el barrio de Massaken Barzi

Limbo sirio
En la masa de iraquíes amontonada en Siria los cristianos –caldeos, sirios, armenios, ortodoxos– son por lo menos cuarenta mil. La “nación-canalla”, que desde siempre está en el punto de mira de la administración de EE UU, es para ellos una especie de tierra prometida, el lugar mejor adonde escapar para alguien que lleve el nombre de Cristo. Se concentran en los barrios damascenos de Yaramana, en Tabbaleh, en Massaken Barzi o en Duela. «Cuando llega alguien nuevo, las familias suben al santuario a dar gracias a Dios y a la Virgen porque el viaje ha terminado bien», cuenta Toufic Eid, el párroco de la iglesia de los Santos Sergio y Baco en Maalula, el pueblo rupestre donde todavía hoy hablan el arameo, como Jesús. «Pero luego piden también que sea más fácil su vida de refugiados, que de fácil no tiene nada».
En Massaken Barzi, Samir y los suyos, ocho en total, viven, como todos, amontonados en dos cuartos, duermen en sofás y en colchones tirados en el suelo. Paredes llenas de Vírgenes, Sagrados Corazones, fotos de días felices, incluidos los de cuando su hija Yasmina fue liberada tras el acostumbrado secuestro rápido («once días con las manos atadas estuvo. Y nosotros esperándola, sin conseguir ni comer ni dormir…»). Montones de vestidos, críos llorando, jaulas de pájaros, maletas abiertas, siempre listas para llenarlas con los fragmentos de vida que sobrevivieron al naufragio. Casas de dos habitaciones cochambrosas que en el año 2000 se alquilaban a diez dólares al mes, ahora les cuestan a los iraquíes a partir de los cuatrocientos dólares. Con un efecto-Irak en el mercado inmobiliario que exaspera incluso a los sirios. «Mi hijo grande me manda de Australia cada mes el dinero para el alquiler», dice Samir. Pero hay que apañárselas. El gobierno sirio asegura la hospitalidad, abre las escuelas a los hijos de los refugiados, garantiza un mínimo de asistencia sanitaria a quienes muestran los refugee certificates distribuidos por la ONU. Pero la economía del país sufre, y los iraquíes que no pueden dar comienzo a ninguna actividad económica tienen que quedarse al margen del mercado del trabajo. Así pues, la condición de refugiado transforma la vida de muchos jóvenes y hombres en una sala de espera. Como le pasa a Michel, que en Bagdad estaba terminando la carrera de ingeniería y ahora –como muchos otros de sus coetáneos– pasa el día tumbado en el sofá tragándose todo tipo de idioteces televisivas por satélite, que llegan hasta estos tugurios decrépitos gracias a la densa selva de parábolas que envuelve a la ciudad. Mientras tanto, para muchas mujeres –que quizá son jóvenes viudas llenas de hijos, que han enterrado a sus maridos antes de escapar– el agobio de tener que salir adelante se convierte en una cuesta que les hace resbalar hasta la prostitución. También se registra entre los niños un alto porcentaje de abandono escolar (el 30 por ciento según estadísticas de la ONU de 2006), lo cual esconde un creciente fenómeno de explotación del trabajo infantil. Si a estos elementos se añaden los casi siempre más frecuentes casos de delincuencia que han tenido como protagonistas a refugiados iraquíes, se entienden también los crecientes síntomas de antipatía y alarma social registrada entre los sirios frente a la molesta inmigración iraquí post Sadam.
Niños iraquíes en Damasco: a la salida de la misa

Niños iraquíes en Damasco: a la salida de la misa

También por esto, a mediados de febrero el gobierno sirio –al que se le ha dejado solo a la hora de afrontar una emergencia humanitaria económica y políticamente desestabilizadora– pareció que estaba a punto de dar un portazo a la generosa hospitalidad a que le empuja su ideología panarabista. Se hablaba de una drástica reducción de la duración de los permisos de estadía, con la obligación de que todos los refugiados abandonaran Siria durante un período de tiempo antes de poder pedir otra renovación. Luego cesó la alarma. Se reforzaron solo las medidas de registro y control de los refugiados. Pasado el miedo, para todos –incluidos los cristianos– ha vuelto la cotidiana aprensión de una vida en vilo.
Hay algunos que en la tierra de nadie de los refugiados se mueve con ligereza, dispensando caridad y misericordia a la ciudad de náufragos escondida en los entresijos de la ciudad real. Sor Thérèse del Buen Pastor pasa cada día por Massaken Barzi, distribuye rosarios y pequeñas estufas, mini frigoríficos y crucifijos, y luego escucha –y socorre, en lo que puede, en la casi total ausencia de iniciativas incluso por parte de los organismos asistenciales eclesiales– las penas de todos. Sobre todo de las jóvenes madres que se han quedado viudas, que solo aquí son noventa de las quinientas familias que ella conoce. A algunos de los sesenta niños a los que les enseña catecismo de vez en cuando les debe pagar el jornal, cuando para podérselos llevar de excursión o a jugar los aleja por un día de los “trabajos” de tres dólares a la semana que han conseguido en barberías o tiendas. Con los mayores ha creado una especie de cooperativa. Se hacen llamar “los de Domingo Savio”, buenos chicos alegres como el santo salesiano que organizan clases de inglés, cursos de ordenadores y de maquillaje. Apuestan todos los días por una vida “normal” en el presente, el pequeño milagro de recoger cuadernos ordenados de apuntes que estudiar incluso en condiciones fuera de lo normal. Mientras, casi todo a su alrededor habla de sentimiento de vacío y vértigo que consume días inútiles.

Fin de una cristiandad
«Grupos iraquíes cristianos han definido las políticas de la administración Bush en Irak como una “pérfida conspiración”. Es probable que esta perfidia lleve a la extinción de una de las naciones cristianas más antiguas en el mundo en su propia tierra madre». Esto escribía el politólogo analista estadounidense Glenn Chancy ya en abril de 2004. A juzgar por los sueños y los proyectos de los refugiados caldeos en Siria, este proceso de extinción se está realizando a ritmo acelerado.
Cola para pedir los certificados de refugiado frente  a la sede del ACNUR en Damasco

Cola para pedir los certificados de refugiado frente a la sede del ACNUR en Damasco

Según sondeos de la ONU realizados en marzo de 2006, el 80% de los que abandonaron Irak no tenían ninguna intención de volver al país destruido. Un porcentaje que desde luego es aún más alto entre los prófugos cristianos, pese a todos los jefes de las Iglesias que desde el púlpito les repiten que no escapen. Robert, por ejemplo, también era taxista en Bagdad. Enseña sin enfatizar la profunda herida que un fragmento de metralla le ha dejado detrás del cuello. Ahora hay algunas certezas que le ayudan a seguir adelante: que su mujer Rania está de nuevo embarazada, que la madre y los hermanos de ella están en Michigan y que ellos harán todo lo posible para irse también allí. «Con Irak», dice, «hemos acabado. Basta. Se acabó. Si queremos vivir, tendremos que vivir en otro lugar. Antes las cosas iban bien. Pero ahora, si eres cristiano, ya no mereces vivir en Bagdad».
No pueden volver a Irak. No pueden comenzar a trabajar para recomenzar una nueva vida en Siria. Pero tienen cerradas también las puertas de otros países, sobre todo los occidentales, con sus políticas cada vez más blindadas contra la emigración. Éstas también aquí obligan a los refugiados iraquíes a frustrantes e inútiles recorridos por embajadas y consulados, donde los funcionarios les torean, se toman tiempo, alargan los trámites para la concesión de vistos con un “vuelva usted mañana”.
Susan también esta mañana ha estado en la embajada australiana. Otro golpe de ciego. Mira con sus ojos doloridos de niña a su hijo Semir, un muchachote de 15 años, primogénito de cuatro hijos, y habla de su marido, que ahora ha vuelto a Bagdad arriesgando la piel para intentar vendar la casa, el coche y volver con algo de dinero. Más de un padre de familia no ha vuelto de estos últimos viajes hechos con la intención de hacer cuentas con el pasado. Los nuevos “ocupantes” de sus casas se oponen de entrada a concesiones y echan a sus legítimos propietarios. Están tristes, ella y su hijo, se ve por la expresión de sus caras, y también por el tono con que repite preguntas sin respuestas: «¿Por qué no nos dan el visado en la embajada? ¿Cuánto podrá durar todo esto? ¿Hay algún futuro en alguna parte para nosotros?».


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