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ARTE
Sacado del n. 12 - 2007

GIOTTO. Los frescos de la Basílica Superior de Asís

Esas obras maestras en las que “Los vivos parecían vivos


La crítica siempre ha estado dividida sobre el autor de los frescos de la Basílica Superior de San Francisco, un giro decisivo de la historia del arte. Para Luciano Bellosi, el mayor estudioso del Trescientos italiano, ese factor nuevo que está presente en Asís lleva la misma firma del autor de la Capilla de los Scrovegni de Padua


por Giuseppe Frangi


Detalle de la nave de la Basílica Superior, Asís

Detalle de la nave de la Basílica Superior, Asís

“Y vivos parecían los vivos”. Más que el título de un libro, esta es su síntesis fulgurante. Luciano Bellosi, el mayor estudioso del Trescientos italiano, catedrático de Historia del Arte hasta el año pasado en Siena, docente que durante decenios de enseñanza ha apadrinado a decenas de jóvenes estudiosos que hoy están en la brecha, ha elegido este verso de Dante para transmitir el sentido de sus fundamentales investigaciones sobre Giotto. Bellosi había empezado a familiarizarse con el gran artista florentino ya a mediados de los años setenta, cuando publicó en Einaudi otro libro que había hecho época en el ámbito de los estudios de Historia del Arte. Y también en aquel caso el título tenía su indudable eficacia: La pecora di Giotto [La oveja de Giotto]. Pero ahora Bellosi con este último volumen que recoge todos sus escritos sobre el tema, y con otro que salió al mismo tiempo en la serie Los Grandes Maestros del Arte, del periódico económico Il Sole 24 ore, propone una lectura que pretende arrojar luz sobre uno de los puntos más controvertidos de toda la parábola de Giotto, aunque también de toda la historia del arte: la atribución de los frescos de la Basílica superior de Asís.
Todos están de acuerdo en que este ciclo representó un giro decisivo. Pero tras este juicio compartido los caminos se dividen. En especial en los últimos años ha venido adquiriendo relieve la hipótesis, sostenida por los minuciosos estudios de un gran restaurador como Bruno Zanardi y sufragada por la autoridad de Federico Zeri, de que esos frescos había que referirlos a un maestro del área romana, dadas las estrechas relaciones con Pietro Cavallini (el autor del fresco de la contrafachada de la Basílica de Santa Cecilia) y en especial con Jacopo Torriti (el maestro que firma en 1295 el mosaico del ábside de Santa María la Mayor). En los orígenes de este “taller” romano estaba Cimabue, el gran artista que había empezado el ciclo de Asís, y que está documentado que en 1272 trabajaba en la ciudad de los papas.
Bellosi, en cambio, le da la vuelta a la hipótesis y, casi metiéndose dentro de los frescos de Asís, con los que tiene una familiaridad de decenios, llega a demostrar que en aquel ciclo hay algo absolutamente nuevo. Y que ese factor totalmente nuevo obedece a la misma “mente razonante” que habría firmado en 1304 el ciclo de los frescos de la Capilla Scrovegni de Padua. Esa “mente razonante” corresponde, como es obvio, al nombre de Giotto.
En ayuda de Bellosi vienen algunos hallazgos recientes. En 2003 dos estudiosos ingleses dieron a conocer un texto fechado en 1310 en el que los franciscanos conventuales se defienden de la acusación de los “espirituales” de derrochar recursos en las decoraciones de sus iglesias. Pues bien, los conventuales replican diciendo que el caso de Asís representaba una excepción pues había sido directamente el Papa (de quien dependía la basílica) quien había querido que se pintara el ciclo. Y citan a Nicolás IV, primer papa franciscano (era Gerolamo da Ascoli, segundo general de la Orden, después de Bonaventura), como comisionista. Este documento, pues, asigna una fecha segura a las obras de la Basílica: el pontificado de Nicolás duró desde 1288 hasta 1292. En aquella época Giotto ya estaba activo, habiendo ya pintado una obra maestra que hablaba ya bien claro de la novedad que él aportaba: se trata del Crucifijo pintado para los dominicos de Santa María Novella en Florencia, que puede fecharse hacia 1290. Sobre la “tabla” (la madera recortada sobre la que se pintaba la figura de Cristo crucificado) Giotto traslada esa “fuerza de gravedad” que hace que sea real el cuerpo crucificado. Cimabue, solo 10 años antes, en la obra maestra de Santa Cruz tan dañada por el aluvión, seguía todavía atado a un elegantísimo recurso estilístico, con el cuerpo del Salvador dibujando una “ese”, arqueado hacia un lado. Con Giotto en cambio, escribe Bellosi, «por primera vez en pintura, las formas y las posturas de un verdadero cuerpo humano…; el dolor y la muerte no se representan ya en una forma heráldica».
En aquellos mismos años en Asís se manifiesta una novedad de alcance similar. En el nivel superior, el dedicado a las historias del Antiguo Testamento, a la altura del tercer arco, ocurre una verdadera revolución. En los dos recuadros que ilustran Isaac y Jacob e Isaac y Esaú cambia completamente incluso la técnica que guía la obra: el revoque fresco, sobre el que tenían que trabajar los artistas, se había extendido hasta aquel momento en franjas, más o menos a la altura de una persona. El nuevo maestro que se había hecho cargo de las obras impone, en cambio, que se extienda el revoque según un principio menos mecánico: el revoque seguía el trazado previsto para la jornada laboral, que correspondía casi siempre a una figura. Sustancialmente las obras se adaptan a las necesidades de un maestro que lleva un ritmo completamente distinto de quien le había precedido. Los dos recuadros de tres metros por tres, además, muestran una coherencia en la construcción completamente nueva. La escena se ambienta en la misma habitación, con el protagonista, Isaac, en idéntica pose: tumbado en la cama poco antes de su muerte. Bellosi en especial subraya una analogía con el Crucifijo de Santa María Novella: también en este caso la novedad absoluta es la unificación de la fuente luminosa, que procede de la izquierda y que crea un efecto de realidad, porque otorga relieve a los cuerpos. También el espacio es por primera vez un espacio real, incluso mensurable en la distancia que separa las dos barras que sujetan las cortinas rojas de la cama de baldaquín. En fin, por primera vez tenemos la sensación de estar en un lugar, perfectamente real y circunscrito, en el que los personajes “parecían vivos”, precisamente como le había pasado a Dante en el XII canto del Purgatorio delante de los bajorrelieves que representaban las historias de los soberbios. “Vivos parecían los vivos”: lo parece especialmente la figura de Jacob, con el ojo tenso, dirigido hacia su padre como para hipnotizarle y esconder el engaño.
Los dos recuadros que marcan este giro en las obras de Asís no son para nada casuales, sino que tenían una importancia sin duda alguna estratégica en el programa iconográfico. El viejo Isaac, en efecto, está representado con los ojos afectados por un tracoma, es decir, con el mismo problema que afectó a Francisco en los últimos años de su vida terrenal. En segundo lugar, representan una reflexión sobre el tema de la sucesión, que en aquellos años estaba dividiendo al movimiento franciscano. En fin, están colocados precisamente sobre una escena clave de las historias de Francisco (que están representadas en el nivel inferior), es decir, la escena de la Aprobación de la Regla por Inocencio III.
El papa Inocencio III aprueba la Regla. 
Un episodio de las Historias franciscanas de Giotto, Basílica Superior de Asís

El papa Inocencio III aprueba la Regla. Un episodio de las Historias franciscanas de Giotto, Basílica Superior de Asís

Todas estas son circunstancias en torno a las cuales los historiadores y los críticos han hecho correr ríos de tinta. El enfoque de Bellosi, en cambio, es más inmediato e intuitivo, igual que el enfoque fulminante de Roberto Longhi. Y frente a las tantas dudas planteadas sobre la paternidad real de estas Historias de Isaac, avanza por paralelos visuales que poseen la eficacia imbatible de las cosas sencillas. Por ejemplo, pone en relación el espacio de los dos recuadros bíblicos con el de Pentecostés pintado en la Capilla de los Scrovegni de Padua. Las cajas de los dos ambientes están construidas de manera análoga, con el lado más largo abierto hacia el espectador y el más breve en un escozo hacia la derecha. Pero mientras que en Asís el artista deja entrever e un ojo no demasiado entorpecido por los sofismas críticos no puede por menos que captar. Es lo que hace Bellosi en la lectura del ciclo de Asís. Se despoja de preconceptos y trata de captar la sencillez de la novedad de Giotto. Para Cimabue y para los otros que le habían precedido, incluidos los grandes artistas romanos presentes en las obras de Asís, la superficie a pintar era de dos dimensiones. En esas dos dimensiones ejercían toda su tensión poética y la gracia de la que eran capaces. Giotto en cambio abre clamorosamente una tercera, como se deduce de ese techo de artesones que encasilla todas las historias franciscanas y las hace excepcionalmente profundas. Hace que “atraviesen” la pared. La analogía entre este espacio y el de las dos Historias de Isaac es innegable. Y representa, para Bellosi, la prueba definitiva de que fue un artista solo quien llevó la gran novedad a las obras de Asís. Y que ese artista no puede ser otro que el mismo que unos 10 años después perfeccionaría aquella intuición en las paredes de la Capilla Scrovegni.
Naturalmente la grandeza de Giotto estriba en haber abierto aquel espacio no por cálculo intelectual sino por una intuición poética. O mejor, por la presión de una necesidad: la de hacer parecer “vivos a los vivos”. Es ese sentido de objetividad de lo ocurrido lo que le lleva a dar un paso tan innovador y tan conforme a la realidad.


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