El corazón y la gracia en san Agustín. Distinción y correspondencia
por Pietro Calogero
Pietro Calogero
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El tema que voy a tratar continúa la temática de los que desarrollamos en este aula durante las dos intervenciones anteriores, que vertían sobre el análisis de los elementos constitutivos de la concepción agustinana de justicia terrenal.
En la segunda conferencia, que pronuncié en marzo del año pasado, llegaba a la conclusión de la extraordinaria modernidad de dicha concepción, basada en el reconocimiento del «ius suum unicuique tribuendum», es decir, del derecho subjetivo que se ha de atribuir a cada uno, no por un acto unilateral de la voluntad (voluntas o auctoritas) del Estado –como era en la concepción clásica romana de la justicia que nos llega del jurista Ulpiano– sino por voluntad convencional o acuerdo sobre el derecho (iuris consensus) que vincula a los individuos y al Estado y cuya fuerza impone a este último reconocerlo y respetarlo.
No sólo el elemento convencional de los derechos, expresado por la locución iuris consensus, es –según Agustín– constitutivo de la noción de justicia, sino que lo es también de la noción de pueblo y de la noción de Estado. De aquí dos importantes corolarios: que, al faltar el pacto fundacional de los derechos, no sólo no hay justicia sino que tampoco existe el pueblo como pluralidad de personas asociadas por los mismos intereses reconocidos y garantizados por el Estado; y tampoco existe éste, porque no hay Estado si no está fundado en el reconocimiento de los derechos individuales y, por tanto, en la justicia.
La idea básica que mantiene unidas, como un poderoso cemento conceptual, a estas tres entidades posee una fecundidad sorprendente, por lo que ha sido estudiada detenidamente y ha recibido una sistematización teórica en los siglos sucesivos, especialmente por el pensamiento ilustrado y por el constitucionalismo moderno.
Decir, en efecto, que el Estado cae si la política no reconoce los derechos de la persona, es decir, si queda excluido el iuris consensus, significa sólo una cosa: que estos derechos son intangibles e inviolables y el Estado no puede negarlos si no causando esa ruptura del sistema que, para las cartas constitucionales de los sistemas liberales europeos de los siglos XIX y XX (incluida la vigente Constitución italiana), se verificaría si las normas que proclaman los derechos y las libertades fundamentales de la persona fueran objeto de revisión.
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Pasando al tema de hoy, observo que la modernidad de Agustín aflora con fuerza incluso cuando, en varias partes de sus obras, afronta problemas peculiares de la justicia de su tiempo como los relativos al desarrollo de los juicios, a los requisitos morales y culturales de los jueces, a la aplicación de las penas y el tratamiento de los condenados, a la pena de muerte y a la tortura: problemas en el centro de los cuales pone siempre e invariablemente a la persona, con la dignidad que le viene del ser imago Dei, aun siendo culpable de errores y crímenes, y con la insuprimible necesidad de su enmienda ya en la ciudad terrena y por tanto antes de que se concluya el arco temporal de su existencia.
Reflexionando sobre las ineliminables perversidades de la sociedad humana, Agustín empieza señalando con realismo que los juicios, los jueces y la pena son necesarios tanto para asegurar el orden y la paz en la sociedad como para hacer posible la corrección del reo.
Respecto al último elemento, dejar impune al culpable es, para él, una crueldad («disciplinam qui negat crudelis est») porque le quita a quien ha errado la posibilidad de corregirse. Análogamente, favorecer a un reo por el hecho de que es pobre no es un verdadero acto de misericordia, pues la impunidad deja al pobre prisionero de su iniquidad.
Respecto al primer elemento, considera tan fundamental el fin de la conservación social que ni siquiera los errores judiciales ni los abusos de la ley pueden quitar validez a la obra del juez y justificar un menoscabo de la organización jurídica de la sociedad humana.
Pasando al tema de hoy,
observo que la modernidad de Agustín aflora con fuerza incluso cuando, en varias partes de sus obras, afronta problemas peculiares de la justicia de su tiempo como los relativos al desarrollo de los juicios, a los requisitos morales y culturales
de los jueces, a la aplicación
de las penas y al tratamiento
de los condenados, a la pena
de muerte y a la tortura
Es una realidad ineluctable que el juicio humano sea
relativo y a veces errado: pero esto no justifica ninguna resistencia
contra el juez ni la deslegitimación de su obra, que el hombre
y la sociedad necesitan para su propia corrección (el primero) y
para su propia conservación (la segunda). Se trata sólo,
cuando se verifiquen estos casos, de aprestar remedios que, mejorando las
cualidades del juez y las garantías del juicio, reduzcan los
espacios de los abusos y de los errores.
Deteniéndose sobre las características de la pena, Agustín afirma que, aunque es un remedio necesario, ha de ser proporcionada a la culpa del reo. Por consiguiente, no ha de tener el carácter de una venganza ni de una incontrolada y exorbitante descarga emotiva, sino que ha de ser un acto de la razón conmensurado a la doble finalidad de la conservación social y de la corrección del culpable. En la proporcionalidad reside la justicia de la pena. Juzgar con justicia y humanidad es un deber del juez, cuyo cumplimiento exige algunos requisitos:
que el juez sea capaz de juzgarse a sí mismo antes de juzgar a los demás profesando humildad y sea capaz de mantener un sólido vínculo con su propia conciencia: es más, según Agustín, la capacidad de autojuzgarse y la de permanecer fieles a la propia conciencia son condiciones de la rectitud de todo juicio humano;
que esté dotado de buen sentido (ratio);
que posea ciencia jurídica (eruditio);
que esté dotado de independencia (libertas);
en fin, que sea consciente del cometido que le confía la sociedad, que Agustín enuncia en la advertencia: «Peccata persequatur, non peccantem / Persiga [el juez] los pecados, no a los pecadores».
Llegamos así al punto nodal de la concepción agustiniana del juicio y de la pena, que, con una fuerza sin precedentes, no sólo se abre al hombre sino que lo subordina todo a la necesidad de su redención en la vida, que no excluye, sino que al contrario implica –como hemos visto– la absoluta necesidad de su justo castigo.
La humanización de la pena y del juicio es, en mi opinión, uno de los mensajes más grandiosos que el mundo antiguo cristianizado ha dejado a través de los siglos –con la determinante reelaboración del pensamiento ilustrado en el siglo XVIII– a la conciencia y a la cultura de la sociedad contemporánea, y este mensaje se han convertido en patrimonio intangible de la doctrina de los derechos civiles y fundamento de enunciaciones solemnes en convenciones internacionales y cartas constitucionales de tipo liberal, entre ellas la vigente Constitución republicana italiana.
Agustín da una explicación racional del porqué, según él, la condena debe extirpar el pecado y no aniquilar al pecador. El primero, efectivamente, es obra del hombre; el segundo es obra de Dios. Se sigue que la condena debe mirar a que «pereat quod fecit homo, liberetur quod fecit Deus / perezca lo que hizo el hombre y sea liberado –o salvado– aquello que hizo Dios».
San Agustín incluso va más allá cuando invoca, sublimando el espíritu de caridad cristiana, que «hay que borrar la culpa y amar al hombre / diligite homines, interficite errores». «Non est igitur», explica, «iniquitatis sed potius humanitatis societate devinctus, qui propterea est criminis persecutor, ut sit hominis liberator / No está atado por ningún lazo con la iniquidad, sino más bien con la humanidad, quien persigue el crimen para liberar [salvar] al hombre».
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Del planteamiento anterior se infieren dos consecuencias importantísimas, que Agustín hace suyas y defiende públicamente granjeándose duras críticas, recelos e incluso hostilidad.
La primera consecuencia es la condena de la pena de muerte, considerada incompatible con el fin al que tiende la justicia humana.
Si el fin de ésta es perseguir el delito para que el culpable se corrija y si solamente en esta vida es posible corregirse, la pena de muerte le quita al reo dicha posibilidad y lo entrega ineluctablemente a la condena eterna. Por lo tanto es una consecuencia ilegítima, además de inicua, porque elimina el papel correctivo que la pena siempre debería poseer.
Además de la Epístola 153, Agustín reafirma su oposición a la pena de muerte en el capítulo 8 del Sermón XIII, con esta apasionada peroración: «Noli ergo usque ad mortem, ne cum persequeris peccatum, perdas hominem / No lo persigas hasta la muerte, no sea que, persiguiendo el pecado, llegues a perder al hombre»; «Noli usque ad mortem, ut sit quem poeniteat: homo non necetur, ut sit qui emendetur / No llegues a matar [...]: no se destruya al hombre, por si se arrepiente y se enmienda».
La segunda consecuencia de la visión humanitaria y reeducadora de la pena que Agustín hace suya es la firme y perentoria desaprobación de la tortura, es decir de todos esos actos de manipulación del cuerpo y de la mente de una persona mediante los cuales se le infligen intencionadamente fuertes sufrimientos físicos o mentales «ad eruendam veritatem», es decir, para obtener información o confesiones sobre verdaderos o presuntos delitos que se están investigando
La muerte del pecador –aclara una vez más
Agustín en el lugar citado por último– hace que sea
inútil la corrección del culpable y anula el fin al que ha de
tender la justicia humana.
Sería como si un médico, para curar al enfermo, decidiera matarlo. Pero el fin del arte médico es la salud del enfermo, no su muerte, y así el fin de los tribunales humanos no es el de acabar con el hombre, sino con el pecado.
La segunda consecuencia de la visión humanitaria y reeducadora de la pena que Agustín hace suya es la firme y perentoria desaprobación de la tortura, es decir de todos esos actos de manipulación del cuerpo y de la mente de una persona mediante los cuales se le infligen intencionadamente fuertes sufrimientos físicos o mentales «ad eruendam veritatem», es decir, para obtener información o confesiones sobre verdaderos o presuntos delitos que se están investigando. San Agustín tacha como inhumanos y no conformes con la justicia esos actos que, violando la dignidad del hombre y la presunción de inocencia del acusado, dominan en la legislación y en la justicia penal del mundo antiguo y llegan a menudo a tales niveles de crueldad «que bañan el rostro del espectador con un río de lágrimas / rigandum… fontibus lacrimarum».
Citado por Pietro Verri en sus Observaciones sobre la tortura de 1777 y por otro conocido exponente de la cultura ilustrada, el filósofo y jurista alemán Christian Thomasius, en su Dissertatio de tortura de 1705, Agustín enuncia en el libro XIX, capítulo 6, del De civitate Dei, con la angustiosa aflicción del hombre y del cristiano, la aberración jurídica y humana del «torquere… accusatum / del retorcer [los miembros y la mente] del acusado», en un contexto en el que, mientras se duda si es culpable o inocente, se le somete a un «seguro sufrimiento» por un «delito incierto» a causa de la dificultad de colmar con las pruebas ese espacio de duda que hace imposible el juicio de condena. «Cum quaeritur utrum sit innocens cruciatur, et innocens luit pro incerto scelere certissimas poenas, non quia illud commisisse detegitur, sed quia commisisse nescitur, ac per hoc ignorantia iudicis plerumque est calamitas innocentis».
Que las ideas de Agustín son necesarias para la conciencia y el camino de los contemporáneos lo atestigua el debate que se ha desarrollado recientemente en ámbito internacional –y que aquí podemos solamente aludir de pasada–; por un lado, el debate sobre la moratoria de las ejecuciones capitales, en vistas de su abolición definitiva, en los 192 países miembros de la ONU, que la Comisión de los Derechos humanos de dicha Organización aprobó por amplia mayoría hace dos semanas adoptando una iniciativa digna de mérito de Italia y de otros países de la Unión Europea; por el otro, el debate sobre la legalización de la tortura, formalmente prohibida en casi todos los países de la comunidad internacional a partir de las últimas décadas del siglo XVIII y propuesta de nuevo en los Estados Unidos a raíz de los acontecimientos del 11 de septiembre en el marco de la defensa a ultranza contra la guerra asimétrica desencadenada por el terrorismo.
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Concluyo.
Todos los elementos de modernidad que hemos evidenciado hasta aquí en la concepción teórica y en la aplicación práctica de la justicia terrenal en san Agustín tienen como centro de gravedad al hombre entendido como interioridad, autoconcienza, imagen de Dios, punto de encuentro de finito e infinito, de inmanencia y trascendencia, lugar habitado por la verdad concebida como síntesis de todos los valores positivos que la voluntad y la inteligencia son capaces de descubrir en él.
En la sociedad contemporánea, que en todas las latitudes tiene como su problema fundamental la crisis de los valores del hombre en casi todos los campos (de la moral, del derecho, de la política, de la economía, etc.), el llamamiento de san Agustín a abandonar la exterioridad y lo efímero, a volver a nosotros mismos para encontrar de nuevo la verdad que nos habita, a apropiarnos de las cosas buenas, auténticas y no transitorias que en gran parte hemos perdido y que a pesar de todo siguen existiendo en la profundidad de nuestra conciencia, es decir, el llamamiento grabado en la célebre frase del capítulo 39 del De vera religione: «Noli foras ire / No quieras derramarte fuera, / in te ipsum redi, / entra dentro de ti mismo, / in interiore homine habitat veritas / porque en el hombre interior reside la verdad», es quizá la tabla de salvación más segura y eficaz que necesita el hombre de hoy.
Si se escucha el llamamiento por lo menos en sus puntos esenciales y si cada uno se compromete desde ahora, y luego día a día, incluso luchando y sufriendo, en el diálogo sin ficciones con la parte más profunda de sí mismo para descubrir los valores fundantes que están arraigados en él, que no son distintos –póngase atención– de los que viven en la conciencia de sus semejantes (desde el respeto de la libertad, de la vida y de la dignidad de la persona– de cualquier persona– al reconocimiento de las necesidades de los humildes, de los marginados y de los indefensos, pasando por la práctica de la solidaridad, de la caridad, de la tolerancia y de la acogida), no sólo la vida de cada uno de nosotros, sino la de la sociedad entera será mejor y tendrá la seguridad de paz y de futuro.