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ENCUENTROS
Sacado del n. 12 - 2007

El corazón y la gracia en san Agustín. Distinción y correspondencia



por don Giacomo Tantardini



Mi intervención sólo desea ser un agradecimiento. En primer lugar, a su eminencia el cardenal Angelo Scola. Como ha recordado su eminencia, nos conocemos y somos amigos desde hace muchos años. Luego también al magnífico rector, que ha acogido con liberalidad y cordialidad estos encuentros durante todos estos años. Y un gracias, en fin, al señor Pietro Calogero, a quien me unen sentimientos de estima y, me atrevo a decir, una amistad gratuita.
Quisiera dar las gracias leyendo un fragmento de san Agustín. Las últimas palabras de su eminencia me sugieren leer también un fragmento de san Ambrosio. El fragmento de san Agustín lo propongo por un motivo muy contingente. Esta mañana leí el título y los sumarios de un artículo de Barbara Spinelli en el periódico La Stampa de Turín1. En uno de estos sumarios se dice que la vida buena nace de un encuentro, como es evidente en Zaqueo, en el encuentro de Jesús con Zaqueo. Así que voy a leer algunas frases del comentario de san Agustín al encuentro de Jesús con Zaqueo2. Entre las explicaciones del Evangelio tan imaginativas de don Giussani, como decía su eminencia, quizás la que más impresionó a muchos universitarios fue cuando Giussani contó el encuentro de Jesús con Zaqueo3.
Tras recordar, citando a san Pablo, que el Hijo del hombre vino para salvar a los pecadores (1Tm 1, 15) («si homo non periisset, Filius hominis non venisset»), dice san Agustín: «No te envanezcas, sé pequeño, sé Zaqueo. Pero vas a decir: si soy como Zaqueo, no podré ver a Jesús a causa de la muchedumbre. No te entristezcas, sube al árbol del que Jesús estuvo colgado por ti y lo verás». En los tratados de san Agustín sobre san Juan, uno de los fragmentos más hermosos, también imaginativamente, es ese que dice que para atravesar el mar de la vida hacia la vida bienaventurada, hacia la felicidad plena y perfecta, para atravesar este mar basta dejarse llevar por el madero de su humildad, basta dejarse llevar por la humanidad de Jesús4.
Sigue diciendo san Agustín: «Iam vide Zacchaeum meum, vide illum, / Pon los ojos ahora en mi Zaqueo, mírale». Así se lee el Evangelio, así se imagina el Evangelio.
Luego san Agustín describe como un diálogo entre la muchedumbre y Zaqueo, entre la muchedumbre, que para Agustín representa la gente soberbia que impide ver a Jesús, y Zaqueo, que representa en cambio al humilde que quiere ver a Jesús.
La muchedumbre le dice a Zaqueo «en efecto, a los humildes, a los que siguen el camino de la humildad, a los que dejan en manos de Dios las injurias recibidas y no piden venganza para sus enemigos, a esos los insulta la turba y dice: “¡inútil, que eres incapaz de vengarte!” La turba te impide ver a Jesús; la turba que se gloría», es decir, busca en sí misma su propia consistencia. Este es el primer pecado –escribe en una carta san Agustín– buscar en uno mismo la propia consistencia5, o, usando las palabras de su eminencia, tratar de construir por nuestra cuenta nuestra felicidad. «La turba te impide ver a Jesús; la turba que se gloría y exulta de gozo cuando ha podido vengarse, impide la visión de quien, pendiente de un madero, dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”».
Dice Zaqueo: «Pienso que te ríes del sicómoro». Efectivamente, según san Agustín el término «sicómoro» significa «higuera necia», esto es, un árbol que no vale nada, un árbol sin valor. «Pienso que te ríes del sicómoro. Tú te ríes de ese árbol, pero ese árbol me hizo ver a Jesús».
Agustín termina con unas palabras que según yo son definitivas: «Et vidit Dominus ipsum Zacchaeum. / También el Señor vio a Zaqueo. / Visus est, et vidit / Fue visto y vio». También lo habría visto pasar si Jesús no hubiera levantado los ojos, pero no habría sido un encuentro. Tal vez habría satisfecho ese mínimo de curiosidad buena que le había hecho subirse al árbol, pero no hubiera sido un encuentro: «sed nisi visus esset, non videret / pero si no hubiese sido visto, no hubiera visto. / [...] Ut videremus, visi sumus; / Fuimos visto para que pudiéramos ver; / ut diligeremus, dilecti sumus / para que amáramos, fuimos amados». Agustín termina diciendo: «Deus meus, misericordia eius praeveniet me. / Dios mío, tu misericordia me prevendrá, siempre vendrá antes».
San Agustín, fresco del siglo VI, Letrán, Roma

San Agustín, fresco del siglo VI, Letrán, Roma

Ahora voy a leerles un fragmento de san Ambrosio. Ambrosio está sugiriendo lo que significa poner la esperanza en la palabra del Señor6. Lo leo porque estas palabras me ayudan en la oración. Agustín dice que para la ciudad de Dios, peregrina en este tiempo, en esta mortalidad, «poner la esperanza en la oración es totum atque summum negotium / la actividad, el trabajo [así cito las palabras de Giussani], el trabajo totalizante y sumo». Y Agustín, cuando dice esto en el De civitate Dei7, habla de la ciudad de Dios que la hace presente incluso un solo hombre, un solo hombre en un gran ambiente de personas que no reconocen por gracia a Jesús. Para la ciudad de Dios hecha presente incluso por un solo hombre, el negotium (la palabra negotium es muy interesante porque indica el trabajo, la actividad), el trabajo totalizante y sumo es poner la esperanza en la súplica.
Dice san Ambrosio: «Adiutor meus et susceptor meus, / Tú eres mi ayuda y mi sostén. Tú me ayudas con la ley, tú me tomas en brazos con la gracia. A los que ha ayudado con la ley, los ha llevado en su carne, porque está escrito: “Este [Jesús] toma en sí nuestros pecados” y por eso [porque me trae su gracia] espero en su palabra».
Pero son las frases que cito ahora las que ayudan mi pobre oración. «Realmente es hermoso que diga: “He esperado en tu palabra”. Es decir: no he esperado en los profetas [cosa buena son los profetas, pero no he esperado en los profetas]. No he esperado en la ley [cosa buena son los diez mandamientos de Dios, pero no he esperado en la ley]. / In verbum tuum speravi, / he esperado en tu palabra, / hoc est in adventum tuum / es decir, en tu venida». He esperado en tu palabra, es decir, en tu venida. Porque el niño no espera abstractamente en su madre, el niño espera que su madre venga a su lado.
«In verbum tuum speravi, hoc est in adventum tuum, ut venias, / que tú vengas, / et suscipias peccatores / y nos tomes en brazos a nosotros pecadores, y nos perdones los pecados y pongas sobre tus hombros, es decir, sobre tu cruz, a esta oveja cansada».
Gracias a todos.


Notas
1 Cf. B. Spinelli, “Il grande inverno della Chiesa”, en La Stampa, 27 de noviembre de 2007, págs. 10-11.
2 San Agustín, Sermones 174, 2, 2-4, 4.
3 Cf. L. Giussani, «Como para Zaqueo. La gracia de un encuentro» (agosto de 1985), en Un avvenimento di vita, cioè una storia (introducción del cardenal Joseph Ratzinger), Edit-Il Sabato, Roma, 1993, págs. 187-206.
4 Cf. San Agustín, In Evangelium Ioannis II, 4.
5 Cf. San Agustín, Epistolae 118, 3, 15.
6 San Ambrosio, Enarrationes in psalmos 118, XV, 23-25.
7 San Agustín, De civitate Dei XV, 21.


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