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POLÍTICA
Sacado del n. 05 - 2008

PROLIFERACIÓN NUCLEAR. Breve cronohistoria a partir de la guerra fría

Se vuelve a hablar de atómica


Controlar seriamente los armamentos atómicos; impedir la proliferación; no infravalorar a quienes lanzan amenazas desde los medios de comunicación agitando el espectro de los arsenales todavía repletos de cabezas nucleares


por Benedetto Cottone


La Catedral católica de Urakami, 
en Nagasaki, destruida por la explosión atómica del 9 de agosto de 1945

La Catedral católica de Urakami, en Nagasaki, destruida por la explosión atómica del 9 de agosto de 1945

El 17 de junio de 1945 Winston Churchill recibió en su casa la visita del consejero del presidente americano Truman, Henry Stimson, el cual le colocó delante de los ojos un papel en el que ponía: «Niños nacidos de manera muy satisfactoria»; era la noticia cifrada del exitoso experimento del primer artefacto atómico; Churchill cuenta que, el día siguiente, el propio Stimson le precisó que la bomba había sido hecha explosionar en el desierto mexicano sobre una torre de treinta metros y que los científicos, para observar su efecto, se habían apostado a una distancia de quince quilómetros, detrás de gruesos escudos de cemento armado.
Durante la Segunda Guerra Mundial la bomba más potente usada había sido la americana Blockbuster (revientabloques), de diez toneladas de trinitrotolueno, capaz de destruir una manzana de casas. Después de la Blockbuster los EE UU realizaron la bomba atómica de verdad. Sintiéndose fuerte con esta nueva arma, les pidieron a Japón la rendición incondicionada, pero el gobierno japonés se negó, por lo que el 6 de agosto fue lanzada la primera bomba atómica sobre Hiroshima e, inmediatamente después, la segunda sobre Nagasaki. La consecuencia fue la rendición inmediata de Japón y el final de la guerra.
Estas dos bombas, llamadas “kilotónicas”, tenían cada una un potencial de 15.000 toneladas de trinitrotolueno, y los efectos, como se sabe, fueron terribles.
El progreso tecnológico, después de algún tiempo, pasó de la bomba kilotónica a la bomba de tipo A (con un potencial que iba de 20.000 a 30.000 toneladas de trinitrotolueno) y posteriormente a la monstruosa bomba “megatónica” de tipo H (de hidrógeno) que tenía un potencial mil veces superior de la A (de 2 millones a 20 millones de toneladas de trinitrotolueno).
Pero, ¿cuántos y qué tipo de daños físicos podría provocar un deplorable conflicto nuclear? ¡Imposible cuantificarlos! Este es el verdadero y angustioso temor universal.
La ciencia, que había creado la energía nuclear –benéfica, por lo demás, cuando se aplica con fines pacíficos–, no dispone, por lo menos hasta ahora, de sistemas de análisis y previsiones que puedan controlar la complejidad de los efectos de la explosión de una bomba atónica. Algunos de estos efectos han sido descubiertos de manera casual. Pero, ¿cuántos otros siguen siendo desconocidos?
Algunos ejemplos: cuando en 1954 EE UU hizo explosionar una bomba nuclear equivalente al potencial de 8 millones de toneladas de trinitrotolueno, en la barrera coralina de las islas Marshall, se previó el fallout (la lluvia radioactiva) dentro de un límite de 18.000 kilómetros cuadrados; pero en realidad contaminó una superficie mucho más vasta: un pesquero japonés, a una distancia de sesenta quilómetros del perímetro peligroso previsto, fue alcanzado y la tripulación sintió inmediatamente los síntomas tremendos de las distintas radiopatías. En aquella ocasión fue alcanzado por el fallout también el atolón de Rongelap, a ciento cincuenta quilómetros, y aunque la evacuación de aquella población había ocurrido solo después de dos días, los niños sufrieron daños en la tiroides, con el consiguiente retraso en el crecimiento, y algunos años después fue operado, por neoplasmas en la tiroides, un joven que en el momento de la explosión estaba nada menos que en el vientre de su madre. En 1958 dos bombas nucleares hechas explosionar en la isla de Jonson, en el océano Pacífico, provocaron, a más de mil quilómetros de distancia y durante algunas horas, la interrupción, no prevista, de las comunicaciones de radio, debido a la laceración de la ionosfera (la región de la atmósfera comprendida entre los cincuenta y los ciento cincuenta quilómetros de altura que devuelve a la tierra por reflexión las señales de radio). Otro efecto de la detonación nuclear, no previsto, fue descubierto cuando, debido a los impulsos electromagnéticos desencadenados, fueron destruidos los componentes electrónicos de los ordenadores, con la consiguiente parálisis de las actividades tecnológicas.
Un gran número de explosiones nucleares podría provocar la destrucción parcial o total del estrato atmosférico de ozono que protege a todos los seres vivos de las radiaciones ultravioletas, y no se conoce cuál podría ser la intensidad de esta destrucción y durante cuánto tiempo podría actuar; lo cierto es que quedaría trastocada la estructura ecológica que hace posible la vida en nuestro planeta.
Hoy, por desgracia, existe la peligrosa proliferación nuclear y la bomba atómica la poseen ya varias naciones.
El fenómeno de la llamada “globalización”, aparecido hace unos treinta años, se ha venido aplicando hasta ahora solo a la esfera económica. La globalización sigue estando bien lejos todavía de haber permitido a todas las naciones del mundo la aceptación del principio de pluralismo democrático, con el respeto de las libertades políticas y los derechos humanos: frente a sociedades abiertas y democráticas hay todavía bastantes cerradas e ideologizadas; y además está la aparición del diabólico terrorismo internacional. Así que es totalmente necesario no solo controlar seriamente los armamentos atómicos, sino también difundir de la manera más amplia posible las apocalípticas consecuencias de un uso alocado del arma nuclear.
Terminada la guerra en Europa, ya en junio de 1946, es decir, al cabo de un año de finalizar el conflicto, Occidente se había desmovilizado: los EE UU habían reducido sus fuerzas armadas de 8.500.000 hombres a 1.730.000; Gran Bretaña de 5 millones a 790.000, y también los otros países habían reducido sus ejércitos.
Solo la URSS mantenía intacto y en pie de guerra su potencial de fuerzas: la URSS no se sentía segura después de la victoria, y desde aquel momento el temor de ser agredida no la abandonaría jamás.
No se olvide que cuando el secretario de Estado americano George Catlett Marshall lanzó desde la Harvard University el plano para la reconstrucción europea (ERP), más conocido como Plan Marshall, ofrecía las ayudas americanas tanto a la Europa occidental como a la Europa oriental; pero el 4 de julio de 1947 el ministro soviético Molotov rechazó la oferta americana para Europa oriental: evidentemente la URSS temía el asedio y la agresión.
ar su bomba atómica tras una compleja acción de espionaje gracias a la que había conseguido hacerse con el secreto científico americano, comenzó la carrera al armamento nuclear.
Entre el 70 y el 72 la URSS –que ya había instalado tres tipos de misiles balísticos intercontinentales y que botaba cada año ocho sumergibles con dieciséis misiles cada uno– alcanzó por fin la igualdad nuclear con EE UU y desde entonces, durante años, ambas superpotencias se enfrentaron basándose en el “equilibrio del terror”. Ambas potencias poseían la “second strike capability”, es decir, el elemento disuasivo según el cual cada potencia tenía la capacidad de absorber el primer golpe de sorpresa y responder con un segundo golpe.
Tras la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS, la tensión entre las dos superpotencias cesó, pero no se puede decir todavía hoy que entre Rusia y América haya desaparecido del todo.
Sin embargo, se puede hacer una afirmación que pienso que contiene más verdad que paradoja: si no hubiera existido la bomba atómica, hace tiempo que hubiera estallado la guerra entre EE UU y la URSS.
Uno se pregunta: durante la segunda guerra fría, ¿habían entendido las dos superpotencias que la guerra atómica habría supuesto el holocausto para todos? A mi modo de ver los EE UU lo habían entendido desde un primer momento, pues el presidente Truman responde con un rotundo no cuando durante la guerra coreana del 50-53 algunos generales americanos pedían el bombardeo atómico de Corea del Norte; pero creo que también la URSS lo había entendido, y se podría incluso indicar especificando cuando ocurrió: el día en que Kruschev, amenazado por Kennedy, se llevó sus misiles de Cuba.
Considerado que un efecto nuclear dejaría pocas posibilidades a la supervivencia de los animales y plantas en nuestro planeta, ¿podemos estar seguros de que ya no habrá más guerras mundiales?
Acordémonos siempre del célebre epifonema de Voltaire: «Lo único que puede dar una pálida idea del infinito es la estupidez humana».


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