Home > Archivo > 03 - 2009 > Carta de Benedicto XVI a los obispos del 10 de marzo de 2009
DOCUMENTO
Sacado del n. 03 - 2009

Carta de Benedicto XVI a los obispos del 10 de marzo de 2009


«En nuestro tiempo, en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya alimento»


Carta de Benedicto XVI a los obispos


Benedicto XVI bautiza a un niño en la Capilla Sixtina

Benedicto XVI bautiza a un niño en la Capilla Sixtina

Queridos hermanos en el ministerio episcopal: La remisión de la excomunión a los cuatro obispos consagrados en el año 1988 por el arzobispo Lefebvre sin mandato de la Santa Sede ha suscitado, por múltiples razones, dentro y fuera de la Iglesia católica una discusión de una vehemencia como no se había visto desde hacía mucho tiempo. Muchos obispos se han sentido perplejos ante un acontecimiento sucedido inesperadamente y difícil de encuadrar positivamente en las cuestiones y tareas de la Iglesia de hoy. A pesar de que muchos obispos y fieles estaban dispuestos en principio a considerar favorablemente la disposición del Papa a la reconciliación, a ello se contraponía sin embargo la cuestión sobre la conveniencia de dicho gesto ante las verdaderas urgencias de una vida de fe en nuestro tiempo. Algunos grupos, en cambio, acusaban abiertamente al Papa de querer volver atrás, hasta antes del Concilio. Se desencadenó así una avalancha de protestas, cuya amargura mostraba heridas que se remontaban más allá de este momento. Por eso, me siento impulsado a dirigiros a vosotros, queridos hermanos, una palabra clarificadora, que debe ayudar a comprender las intenciones que en esta iniciativa me han guiado a mí y a los organismos competentes de la Santa Sede. Espero contribuir de este modo a la paz en la Iglesia.
Una contrariedad para mí imprevisible fue el hecho de que el caso Williamson se sobrepusiera a la remisión de la excomunión. El gesto discreto de misericordia hacia los cuatro obispos, ordenados válida pero no legítimamente, apareció de manera inesperada como algo totalmente diverso: como la negación de la reconciliación entre cristianos y judíos y, por tanto, como la revocación de lo que en esta materia el Concilio había aclarado para el camino de la Iglesia. Una invitación a la reconciliación con un grupo eclesial implicado en un proceso de separación se transformó así en su contrario: un aparente volver atrás con respecto a todos los pasos de reconciliación entre los cristianos y judíos que se han dado a partir del Concilio, pasos compartidos y promovidos desde el inicio como un objetivo de mi trabajo personal teológico. Que esta superposición de dos procesos contrapuestos haya sucedido y durante un tiempo haya enturbiado la paz entre cristianos y judíos, así como también la paz dentro de la Iglesia, es algo que sólo puedo lamentar profundamente. Me han dicho que seguir con atención las noticias accesibles por Internet habría dado la posibilidad de conocer tempestivamente el problema. De ello saco la lección de que, en el futuro, en la Santa Sede deberemos prestar más atención a esta fuente de noticias. Me ha entristecido el hecho de que también los católicos, que en el fondo hubieran podido saber mejor cómo están las cosas, hayan pensado que debían herirme con una hostilidad dispuesta al ataque. Justamente por esto doy gracias a los amigos judíos que han ayudado a deshacer rápidamente el malentendido y a restablecer el clima de amistad y confianza que, como en el tiempo del Papa Juan Pablo II, también ha habido durante todo el período de mi pontificado y, gracias a Dios, sigue habiendo.
Otro desacierto, del cual me lamento sinceramente, consiste en el hecho de que el alcance y los límites de la iniciativa del 21 de enero de 2009 no se hayan ilustrado de modo suficientemente claro en el momento de su publicación. La excomunión afecta a las personas, no a las instituciones. Una ordenación episcopal sin el mandato pontificio significa el peligro de un cisma, porque cuestiona la unidad del colegio episcopal con el Papa. Por eso, la Iglesia debe reaccionar con la sanción más dura, la excomunión, con el fin de llamar a las personas sancionadas de este modo al arrepentimiento y a la vuelta a la unidad. Por desgracia, veinte años después de la ordenación, este objetivo no se ha alcanzado todavía. La remisión de la excomunión tiende al mismo fin al que sirve la sanción: invitar una vez más a los cuatro obispos al retorno. Este gesto era posible después de que los interesados reconocieran en línea de principio al Papa y su potestad de pastor, a pesar de las reservas sobre la obediencia a su autoridad doctrinal y a la del Concilio. Con esto vuelvo a la distinción entre persona e institución. La remisión de la excomunión ha sido un procedimiento en el ámbito de la disciplina eclesiástica: las personas quedaban liberadas del peso de conciencia provocado por la sanción eclesiástica más grave. Hay que distinguir este ámbito disciplinar del ámbito doctrinal. El hecho de que la Fraternidad San Pío X no posea una posición canónica en la Iglesia, no se basa al fin y al cabo en razones disciplinarias sino doctrinales. Mientras la Fraternidad no tenga una posición canónica en la Iglesia, tampoco sus ministros ejercen ministerios legítimos en la Iglesia. Por tanto, es preciso distinguir entre el plano disciplinario, que concierne a las personas en cuanto tales, y el plano doctrinal, en el que entran en juego el ministerio y la institución. Para precisarlo una vez más: hasta que las cuestiones relativas a la doctrina no se aclaren, la Fraternidad no tiene ningún estado canónico en la Iglesia, y sus ministros, no obstante hayan sido liberados de la sanción eclesiástica, no ejercen legítimamente ministerio alguno en la Iglesia.
A la luz de esta situación, tengo la intención de unir próximamente la Comisión pontificia “Ecclesia Dei” –institución competente desde 1988 para las comunidades y personas que, proviniendo de la Fraternidad San Pío X o de agrupaciones similares, quieren regresar a la plena comunión con el Papa– con la Congregación para la doctrina de la fe. Con esto queda claro que los problemas que se deben tratar ahora son de naturaleza esencialmente doctrinal, y se refieren sobre todo a la aceptación del concilio Vaticano II y del magisterio posconciliar de los Papas. Los organismos colegiales con los cuales la Congregación estudia las cuestiones que se presentan (especialmente la reunión habitual de los cardenales el miércoles y la asamblea plenaria anual o bienal) garantizan la implicación de los prefectos de varias Congregaciones romanas y de los representantes del Episcopado mundial en las decisiones que se hayan de tomar. No se puede congelar la autoridad magisterial de la Iglesia en el año 1962; esto debe quedar bien claro a la Fraternidad. Pero a algunos de los que se muestran como grandes defensores del Concilio se les debe recordar también que el Vaticano II lleva consigo toda la historia doctrinal de la Iglesia. Quien quiere ser obediente al Concilio, debe aceptar la fe profesada en el curso de los siglos y no puede cortar las raíces de las que el árbol vive. Espero, queridos hermanos, que con esto quede claro el significado positivo, como también sus límites, de la iniciativa del 21 de enero de 2009. Sin embargo, queda ahora la cuestión: ¿Era necesaria tal iniciativa? ¿Constituía realmente una prioridad? ¿No hay cosas mucho más importantes? Ciertamente hay cosas más importantes y urgentes. Creo que señalé las prioridades de mi pontificado en los discursos que pronuncié en sus comienzos. Lo que dije entonces sigue siendo, de manera inalterada, mi línea directiva. La primera prioridad para el Sucesor de Pedro fue fijada por el Señor en el Cenáculo de manera inequívoca: “Tú (...) confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). El mismo Pedro formuló de modo nuevo esta prioridad en su primera carta: “Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere” (1 P 3, 15). En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), en Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en el momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, al apagarse la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. unos a otros, para caminar juntos, incluso en la diversidad de sus imágenes de Dios, hacia la fuente de la Luz. En esto consiste el diálogo interreligioso. Quien anuncia a Dios como Amor “hasta el extremo” debe dar testimonio del amor: dedicarse con amor a los que sufren, rechazar el odio y la enemistad, es la dimensión social de la fe cristiana, de la que hablé en la encíclica Deus caritas est.
Por tanto, si el compromiso laborioso por la fe, la esperanza y el amor en el mundo, es en estos momentos (y, de modos diversos, siempre) la auténtica prioridad para la Iglesia, entonces también forman parte de ella las reconciliaciones pequeñas y medianas. Que el humilde gesto de una mano tendida haya dado lugar a un revuelo tan grande, convirtiéndose precisamente así en lo contrario de una reconciliación, es un hecho del que debemos tomar nota. Pero ahora me pregunto: ¿Era y es realmente una equivocación, también en este caso, salir al encuentro del hermano que “tiene quejas contra ti” (cf. Mt 5, 23 s) y buscar la reconciliación? ¿Acaso la sociedad civil no debe también tratar de prevenir las radicalizaciones y reintegrar a sus posibles partidarios –en la medida de lo posible– en las grandes fuerzas que plasman la vida social, para evitar su segregación con todas sus consecuencias? ¿Puede ser totalmente desacertado el comprometerse en la disolución de las rigideces y restricciones, para dar espacio a lo que haya de positivo y recuperable para el conjunto? Yo mismo, en los años posteriores a 1988, he visto cómo, mediante el regreso de comunidades separadas anteriormente de Roma, ha cambiado su clima interior; cómo el regreso a la grande y amplia Iglesia común ha hecho superar posiciones unilaterales y ablandado rigideces, de modo que luego han surgido fuerzas positivas para el conjunto. ¿Puede dejarnos totalmente indiferentes una comunidad en la cual hay 491 sacerdotes, 215 seminaristas, 6 seminarios, 88 escuelas, 2 institutos universitarios, 117 hermanos, 164 hermanas y miles de fieles? ¿Debemos realmente dejarlos tranquilamente ir a la deriva lejos de la Iglesia? Pienso, por ejemplo, en los 491 sacerdotes. No podemos conocer la trama de sus motivaciones. Sin embargo, creo que no se hubieran decidido por el sacerdocio si, junto a varios elementos distorsionados y enfermos, no existiera el amor a Cristo y la voluntad de anunciarlo y, con él, al Dios vivo. ¿Podemos simplemente excluirlos, como representantes de un grupo marginal radical, de la búsqueda de la reconciliación y de la unidad?¿Qué será de ellos luego?
Benedicto XVI da la comunión a una niña

Benedicto XVI da la comunión a una niña

Ciertamente, desde hace mucho tiempo y, después, de nuevo en esta ocasión concreta hemos escuchado de representantes de esa comunidad muchas cosas fuera de tono: soberbia y presunción, obcecaciones sobre unilateralismos, etc. Por amor a la verdad, debo añadir que he recibido también una serie de testimonios impresionantes de gratitud, en los cuales se percibía una apertura de los corazones. La gran Iglesia, ¿no debería permitirse ser también generosa, siendo consciente de la envergadura que posee, con la certeza de la promesa que le ha sido confiada? Como buenos educadores, ¿no deberíamos ser capaces también de dejar de fijarnos en diversas cosas no buenas y apresurarnos a salir fuera de las estrecheces? ¿No debemos admitir acaso que también en el ámbito eclesial se ha dado alguna salida de tono? A veces se tiene la impresión de que nuestra sociedad necesita al menos un grupo con el cual no tener tolerancia alguna, contra el cual poder tranquilamente arremeter con odio. Y si alguno intenta acercarse a ese grupo –en este caso el Papa–, también él pierde el derecho a la tolerancia y puede ser tratado con odio, sin temor ni reservas.
Queridos hermanos, por circunstancias fortuitas, en los días en que me vino a la mente escribir esta carta, tuve que interpretar y comentar en el Seminario Romano el texto de Ga 5, 13-15. Percibí con sorpresa la inmediatez con que estas frases nos hablan del momento actual: “No una libertad para que se aproveche el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se concentra en esta frase: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente”. Siempre fui propenso a considerar esta frase como una de las exageraciones retóricas que a menudo se encuentran en san Pablo. En ciertos aspectos puede ser también así. Pero desgraciadamente este “morder y devorar” existe también hoy en la Iglesia como expresión de una libertad mal interpretada. ¿Sorprende acaso que tampoco nosotros seamos mejores que los Gálatas?, ¿que quizás estemos amenazados por las mismas tentaciones?, ¿que debamos aprender nuevamente el uso correcto de la libertad?, ¿y que una y otra vez debamos aprender la prioridad suprema: el amor? El día en que hablé de esto en el Seminario Mayor, en Roma se celebraba la fiesta de la Virgen de la Confianza. En efecto, María nos enseña la confianza. Ella nos conduce a su Hijo, del cual todos podemos fiarnos. Él nos guiará, incluso en tiempos turbulentos. De este modo, quiero dar las gracias de corazón a todos los numerosos obispos que en este tiempo me han dado pruebas conmovedoras de confianza y de afecto y, sobre todo, me han asegurado sus oraciones. Este agradecimiento lo dirijo también a todos los fieles que en este tiempo me han dado prueba de su fidelidad intacta al Sucesor de San Pedro. Que el Señor nos proteja a todos y nos conduzca por la senda de la paz. Es un deseo que me brota espontáneo del corazón al comienzo de la Cuaresma, que es un tiempo litúrgico particularmente favorable a la purificación interior y que nos invita a todos a mirar con esperanza renovada al horizonte luminoso de la Pascua.
Con una bendición apostólica especial me confirmo vuestro en el Señor.

Vaticano, 10 de marzo de 2009
Benedicto XVI


Italiano English Français Deutsch Português