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LA ACTUALIDAD DEL JUICIO DE...
Sacado del n. 04 - 2009

Archivo de 30Días

La antigua historia de Nabot se repite cotidianamente


Con estas palabras comienza san Ambrosio su obra De Nabuthae, que toma el nombre de aquel pobre que contradijo al poderoso que entonces estaba en el trono


por Lorenzo Cappelletti


Caín mata a su hermano Abel, Catedral de Monreal (siglo XII), Palermo

Caín mata a su hermano Abel, Catedral de Monreal (siglo XII), Palermo

Érase una vez un hombre llamado Nabot que poseía en Yezrael un terreno que Ajab, rey de Samaria, codiciaba. Para conseguirlo el rey le hace varias ofertas, pero Nabot las rechaza todas: «¡Dios me libre de cederte la heredad de mis padres!». El orgullo del rey queda herido. Su esposa Jezabel nota que su marido estaba muy enfurecido y le promete: «Yo te daré la viña de Nabot». Ordena que se hallen dos falsos testigos que acusen públicamente a Nabot de haber maldecido a Dios y al rey. Las órdenes se cumplieron. Nabot fue lapidado y Ajab se apropia de la viña. Capítulo 21 del Primer (Tercero en las antiguas ediciones de la Biblia) Libro de los Reyes. La historia, que no es una fábula, se remonta a mediados del siglo IX antes de Cristo. Pero la antigua historia de Nabot se repite cotidianamente: Nabuthae historia tempore vetus est, usu cottidiana, comienza diciendo san Ambrosio en su obra De Nabuthae, que toma el nombre de aquel miserable que contradijo al poderoso que entonces estaba en el trono.
«No ha nacido sólo un Ajab, pero lo peor es que cada día nace un Ajab y para este mundo nunca muere. Si fallece uno, nacen muchos; son más numerosos los que roban que los que pierden. No fue asesinado sólo un Nabot; cada día un Nabot es oprimido, cada día un pobre es asesinado» (1, 1). La verdad es que no calma nuestra curiosidad saber que la historia se repite cotidianamente. Si la de hoy la podemos ver, para poder comprender la de entonces quisiéramos tener ante nuestra mirada lo que veía Ambrosio, los rostros, las voces, las facciones únicas de los Ajab y de los Nabot de entonces. Nos debemos conformar con la reconstrucción, a la fuerza genérica y parcial, que han realizado los historiadores mediante los documentos, e imaginarnos Milán a finales del siglo IV.
Por lo que podemos entrever, todo Occidente vivía entonces una crisis demográfica que, unida a la política monetaria deflacionista de la época, significaba la disminución general de la productividad, la reducción del comercio, el empobrecimiento. En Italia —dividida entre un Vicariatus Italiae que comprendía lo que es actualmente todo el norte de Italia y Suiza, y en la que sobresalían Milán, Turín y Ravena; y un Vicariatus Romae que comprendía todo el centro-sur, Sicilia y Cerdeña, y que gravitaba en torno a la antigua capital imperial— la crisis había tocado especialmente el norte, donde, además, era mayor la presencia, digamos así, de inmigrantes bárbaros. La difusión del latifundio improductivo a expensas de los pequeños propietarios y la riqueza descarada de algunos eran particularmente escandalosos. Además porque muchos se habían convertido. Imaginémonos a Ambrosio. Ambrosio es un observador pragmático, no concibe la fe ligada a un proyecto cultural. Pasa de la fe a la política y de la política a la fe. Claramente no se despoja de su cultura. Pero como el Rodrigo Mendoza de la película Mission, arrastraba y no empujaba su bagaje de ruidosa quincalla metálica. Expiando así la retórica clásica, a cuya sombra había crecido. Por un parte, (escribía Pierre Courcelle, el latinista del Collège de France fallecido en 1980, concluyendo su artículo, hoy un clásico: Polémicas anticristianas y platonismo cristiano: desde Arnobio a san Ambrosio), Ambrosio, más que otros, estaba embebido de las teorías de los neoplatónicos: «Hasta tal punto estaba embebido de su doctrina y léxico metafórico, que a veces llegaba incluso a caer de nuevo en un verdadero neoplatonismo […]. La síntesis que Arnobio sólo había bosquejado, la llevó Ambrosio muy adelante, casi demasiado adelante». La investigación, por otra parte, sugiere a Courcelle «una corrección importante. El mismo Ambrosio, que nos da testimonio de un fuerte deseo de síntesis, es también capaz, si se encuentra con una doctrina que considera absolutamente irreconciliable con la fe cristiana, de rechazarla sin vacilar y de atacarla con la ironía más cruel». En el caso estudiado por Courcelle, Ambrosio, para salvaguardar el depositum fidei, estaba dispuesto a enfrentar uno contra otro a autores que pertenecían a su bagaje y usar «las viejas armas forjadas por el escéptico Luciano contra el platonismo de tendencia pitagórica». De modo que entre los dos litigantes saliera ganando el depositum fidei.

Un deseo sanguinario
Pero volvamos a ocuparnos del Ambrosio del De Nabuthae, que elige (por lo menos a primera vista) un leitmotiv de carácter social: el verdadero pobre es el rico o, si se quiere, el rico no es un verdadero pobre: es miserablemente indigente, porque busca lo que es de otros; en su deseo «no existe la disposición de la humildad, sino el ardor de la codicia» (2, 8). La suya es, pues, una forma de insania. Al igual que es insano el capricho del rico Ajab, que deja de comer y dormir porque Nabot le ha negado la viña. Cuán diferente es el ayuno del pobre, «que no tiene nada y que no sabe ayunar voluntariamente sino por Dios, no sabe ayunar sino por necesidad» (4, 16).
Pero la insania es aún más profunda. En realidad el rico no pretende poseer, sino más bien excluir de la posesión de bienes a otro. Hasta llegar a consecuencias económicas desastrosas para aquella época. Y hoy no es distinto. Así habla el rico: «Mientras espero que los precios suban he perdido la costumbre de hacer la caridad. ¿Cuántas vidas de pobres hubiera podido salvar con el grano del año pasado? Me habrían hecho más feliz estos beneficios que no se valoran en dinero, sino en gracia […]. La abundancia de productos arruina al avaro, porque prevé una depreciación de los géneros alimentarios. En efecto, una producción abundante es un bien para todos, la carestía es ventajosa sólo para el avaro. Se alegra más por los precios altos que por la abundancia de los bienes, y prefiere tener lo que él solo puede vender antes que vender con todos los demás» (7, 33.35). Los ricos, en resumen, creen que son los únicos que tienen derecho a vivir. Pero esto es contrario a la naturaleza. «¿Por qué expulsáis a aquél con el que tenéis en común la naturaleza y pretendéis poseer para vosotros la naturaleza? La tierra fue creada como un bien en común para todos, para los ricos y para los pobres» (1, 2).
Este es el contenido de la obra que más apasionó e hizo discutir en los años cincuenta y sesenta, tanto es así que el De Nabuthae terminó en la primera página del diario de los comunistas italianos L’Unità, y pocos días después en la primera página de L’Osservatore Romano, en abril de 1950. En plena guerra fría causa asombro, digámoslo entre paréntesis, la libertad con que L’Osservatore Romano habla del «comunismo teológico de san Ambrosio». Ambrosio, efectivamente, expresa en el De Nabuthae esa concepción de la propiedad en función e va derecho al objetivo, que es a la vez político y cristiano, de traspasar sustancias del rico al pobre, único modo de que sean útiles tanto para el rico como para el pobre: «Son cosas buenas si las das al pobre, pues en él haces que Dios sea tu deudor, como si le hubieras concedido un préstamo de piedad. Son cosas buenas si abres los graneros de tu justicia, de modo que sean pan de los pobres, vida de los necesitados, vista de los ciegos, padre de niños huérfanos. Tú tienes eso con lo que puedes hacer el bien, ¿de qué tienes miedo? […] Mira qué deudores te da la gracia: “Los labios de los justos bendecirán a quién es generoso en dar el pan y darán testimonio de su bondad”. La gracia hace que sea tu deudor Dios Padre, el cual por la ayuda que recibe el pobre paga los intereses como un deudor a un buen acreedor. La gracia hace que sea tu deudor el Hijo, que ha dicho: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestisteis”. Dice, en efecto, que lo que se le ha dado a cada uno de los más humildes, se le ha dado a él» (7, 36-37; 14, 59).
Pero el rico contrapone a esta invitación el juicio arraigado según el cual sobre el pobre se cierne la maldición de Dios y que, por tanto, de nada vale dar. Ambrosio, sin discutir esta objeción, va al grano: «No busquéis lo que cada uno merece. La misericordia no suele juzgar los méritos, sino socorrer las necesidades, ayudar al pobre, no ponderar lo que es justo». Porque sabe que a partir de esta búsqueda de una justicia propia se desarrolla una espiral terrible que llega hasta el homicidio. «Estás triste porque quieres considerar la medida de la justicia para no robar lo ajeno: yo [es el rico Ajab el que habla] tengo mis derechos, tengo mis leyes. Calumniaré para despojar; y para robar la propiedad del pobre, su vida será golpeada» Comenta Ambrosio: «¡Con qué claridad se describe el modo de hacer de los ricos! Están tristes, si no roban los bienes ajenos, renuncian a la comida, ayunan, no para reprimir el pecado, sino para facilitar el crimen. Puedes verlos entonces venir a la iglesia diligentes, humildes, perseverantes, para merecer el éxito del delito» (9, 41; 10, 44). Tanto es así que para huir de la amenaza que pesa sobre el rico —«por esa muerte cruel, que ha dado al otro, él mismo es condenado a pagar con su propia horrible muerte» (11, 48)— no valen, digamos así, las obras de religión. Su devoción, que hemos visto que no es tal sino un «deseo sanguinario», cruenta luxuries (11, 49), no favorece al rico: «Ofreced dones al Señor Dios vuestro, corresponded con estos dones al pobre, entregadlos al necesitado, prestadle a él como a un mísero, porque no podéis darle satisfacción de otra manera a causa de vuestras infamias. Haced vuestro deudor a aquél que teméis como vengador» (16, 67). Si el rico puede sólo llorar sus pecados y dar, el pobre puede sólo pedir: «Rogad y corresponded al Señor vuestro Dios, vosotros, todos los que en torno a él ofrecéis dones, es decir, dad gracias, oh pobres, porque Dios no considera las apariencias. Que esos otros amontonen riquezas, junten dinero, amasen tesoros de oro y plata; vosotros, que nada tenéis, rezad; rezad, vosotros que tenéis sólo esto, cosa que es más preciosa que el oro y la plata» (16, 68).

El retrato más antiguo de san Ambrosio, se remonta al siglo V. Detalle del mosaico de la Capilla de San Víctor, en la basílica de San Ambrosio, Milán

El retrato más antiguo de san Ambrosio, se remonta al siglo V. Detalle del mosaico de la Capilla de San Víctor, en la basílica de San Ambrosio, Milán

La heredad de Cristo
Pero «el pobre y glorioso Nabot», como lo llama el artículo de L’Osservatore Romano arriba citado, es también algo más, o mejor dicho, es a la vez algo más. Nabot no es sólo la imagen del pobre de Israel. Al no querer ceder la viña («¡Dios me libre de cederte la heredad de mis padres!»), Nabot es también la imagen del custodio del depositum fidei. Durante la batalla que lo enfrentó a los arrianos, Ambrosio recordaba: «El santo Nabot defendió sus cepas incluso con el precio de su sangre. Si él no cedió/traicionó (non tradidit) su viña, ¿cederemos nosotros la Iglesia de Cristo? […] Si él no cedió la heredad de los padres, ¿cederé yo la heredad de Cristo? No cederé la herencia de los padres, es decir, de Dioniso, que murió en el exilio por causa de la fe, la herencia de Eustorgio, la herencia de Mirocles y de todos los santos obispos precedentes. Mi respuesta ha sido la de un obispo; que el emperador haga lo que está en poder del emperador. Me puede quitar la vida antes que la fe» (Carta 75a, esto es, Contra Auxentium de Basilicis, del 386).
Dos sucesores de Ambrosio, que luego subieron al trono de Pedro, han querido imitar al santo obispo de Milán en la salvaguardia de la viña del Señor, que es al mismo tiempo la salvaguardia del pobre y del depositum fidei: Pío XI (Achille Ambrogio Damiano Ratti) y Pablo VI (Giovanni Battista Montini). Los dos eran, al igual que Ambrosio, hombres de vastísima cultura, los dos procedían de ricas familias, los dos levantaron su voz como pobres y por los pobres, los dos eran capaces de hacer política sin fines políticos. Los dos recordaron a san Ambrosio en su magisterio social. Pío XI —que, en la Quadragesimo anno, reveló con los tonos proféticos del santo doctor que «la dictadura económica se ha adueñado del mercado libre; por consiguiente, al deseo de lucro le ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho horrendamente dura, cruel, atroz»; y también que de una misma fuente manan «por un lado, el nacionalismo, o también el imperialismo económico; por el otro, el no menos funesto y execrable internacionalismo o imperialismo internacional del dinero, para el cual, donde el bien, allí la patria»— abría esta encíclica «fieles al consejo de san Ambrosio, según el cual “ningún deber mayor que el agradecimiento”». Según esa invitación constante a la oración (¿no había dicho san Ambrosio «rezad, vosotros que tenéis sólo esto, cosa que es más preciosa que el oro y la plata»?) que no es el último motivo de estúpida consolación cuando se leen otros documentos sociales suyos: la brevísima y conmovedora Impendet charitas, que implora, en la Festividad de los Santos Ángeles Custodios de 1931, socorrer los sufrimientos de los más pequeños al acercarse un invierno de hambre; la Charitate Christi compulsi, no mucho más amplia, de mayo del año siguien la oración y a las obras de penitencia: «¿Qué objeto más digno de nuestra oración y más correspondiente a la persona adorable de Aquel que es el único “Mediador entre Dios y el hombre, el hombre Jesucristo”, que implorar la conservación en la tierra de la fe en el único Dios vivo y verdadero?».
Pablo VI, que si cabe resultaba aún más en conformidad con el delicado y culto Ambrosio, quiso recordar su De Nabuthae en el párrafo 23 de la Populorum progressio: «Sabido es con qué firmeza han precisado los Padres de la Iglesia cuál debe ser la actitud de los que poseen respecto a los que se encuentran en necesidad: “No es parte de tus bienes —así dice san Ambrosio— lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos”. Es decir, que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario. En una palabra: “el derecho de propiedad no debe jamás ejercerse en detrimento de la utilidad común, según la doctrina tradicional de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos”. Si se llegase al conflicto “entre los derechos privados adquiridos y las exigencias comunitarias primordiales”, les corresponde a los poderes públicos “hallar una solución con la participación activa de las personas y de los grupos sociales”».
Había una vez hombres pobres y gloriosos…


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