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LECTURA
Sacado del n. 06/07 - 2009

«La gracia de Dios salvador: libre, suficiente, necesaria para nosotros»


Con estas palabras Giovanni Battista Montini, en los apuntes sobre las Cartas de san Pablo escritos cuando era un joven sacerdote, indica la experiencia y el mensaje del Apóstol


por don Giacomo Tantardini


<I>San Pablo</I>, mosaico de la Capilla Palatina, Palermo

San Pablo, mosaico de la Capilla Palatina, Palermo

Gracias a quien me ha invitado a este hermosa ciudad de Ortona, que conserva en su Catedral el cuerpo del apóstol Tomás. Le agradezco a su excelencia monseñor Ghidelli su presencia en este encuentro.
No tengo ninguna competencia específica para hablar de san Pablo. Lo que sé de san Pablo nace simplemente de la lectura de sus Cartas, especialmente de esa lectura que se hace durante la santa misa y en la oración del breviario, y creo que esto es lo más importante. Pablo VI en un discurso a los participantes en un simposium de exegetas sobre la resurrección de Jesús, citando a san Agustín, decía que para comprender la Escritura «praecipue et maxime orent ut intelligant», lo más «importante y necesario es que oren para entender».
Así, pues, en la oración podemos recibir el don de intuir la experiencia que hizo Pablo, la experiencia de ser amado por Jesús. Inaugurando el Año paulino, el papa Benedicto XVI dijo que Pablo es un nada amado por Jesucristo. «Nada soy», dice el propio Pablo al final de la segunda Carta a los Corintios (2Co 12, 11) y en la Carta a los Gálatas: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20).
También a nosotros, guardando las distancias con el apóstol, puede sucedernos la misma experiencia, la misma comunión de gracia, porque la comunión de los santos es real. Y es esta identidad de experiencia, la experiencia de ser amados gratuitamente por Jesucristo, lo que hace revivir las palabras del apóstol, lo que puede hacer que sintamos a Pablo tan cerca, tan próximo, tan amigo, tan familiar.
Quisiera comenzar leyendo algunas frases pronunciadas por el papa Benedicto durante el Ángelus del domingo 25 de enero. Este año la fiesta de la conversión de san Pablo cayó en domingo, y el Papa, explicando el encuentro de Saulo con Jesús en el camino de Damasco (lo hemos leído también durante la misa de hoy en los Hechos de los apóstoles), dijo estas palabras que me sorprendieron y confortaron y que he releído muchas veces: «En aquel momento [cuando encontró a Jesús: «Yo soy Jesús, a quien tu persigues» (Hch 9, 5)] Saulo comprendió que su salvación [podemos decir también su felicidad, porque la reverberación humana de la salvación es la felicidad, la reverberación humana de su gracia es el gozo de su gracia] no dependía de las obras buenas realizadas según la ley [me ha impresionado el adjetivo buenas. Obras buenas. El Papa quiso subrayar que la salvación no depende de las obras buenas, realizadas según la ley, obras buenas, como buena y santa es la ley (cfr. Rm 7, 12)], sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor [«Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20)], y había resucitado, y ha resucitado». La otra palabra que me ha impresionado es el verbo en presente: «Había resucitado, y ha resucitado».
Benedicto XVI ha pronunciado este año veinte meditaciones sobre san Pablo durante las audiencias del miércoles. Una de estas meditaciones, quizá la más bella, la undécima, trata de la fe de Pablo en la resurrección del Señor. Comentando el capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios, el Papa subraya que Pablo transmite lo que a su vez recibió (cfr. 1Co 15, 3), es decir «que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» (1Co 15, 3-5). La resurrección de Jesús es un hecho ocurrido en un momento determinado del tiempo y Aquel que resucitó, en aquel momento determinado, está vivo ahora, en este momento. Ha resucitado y por tanto está vivo en el presente.
La conversión de Pablo, según el Papa, está en este paso. Pasa de considerar que la salvación dependía de sus obras buenas, realizadas según la ley (la ley es la ley de Dios, la ley son los diez mandamientos de Dios), a reconocer simplemente que la salvación era y es la presencia de Otro. Era y es la presencia de Jesús.
Igualmente en el Ángelus del domingo 25 de enero Benedicto XVI añadió (y la cosa me llamó también la atención porque el rabino jefe de Roma, Riccardo Di Segni, a quien estimo mucho y al que puedo considerar amigo de 30Días, subrayó esta alusión del Papa) que no se puede hablar propiamente de conversión de Pablo, porque Pablo ya creía en el Dios único y verdadero y era «intachable» en cuanto a la ley de Dios. Lo dice él mismo en la Carta a los Filipenses (3, 6).
La conversión de Pablo (y aquí permítanme retomar las palabras que usa san Agustín para indicar su conversión) es simplemente el paso de su entrega a Dios al reconocimiento de lo que Dios ha realizado y realiza en Jesús.
Así describe Agustín su propia conversión: «Cuando leí al apóstol Pablo [e inmediatamente después –porque ni siquiera basta leer las Escrituras– añade:] y cuando tus manos curaron la tristeza de mi corazón, entonces comprendí la diferencia que hay inter praesumptionem et confessionem / entre la entrega y el reconocimiento». Praesumptio no indica inicialmente algo malo. A la larga termina siendo presunción mala; pero inicialmente indica la tentativa del hombre de alcanzar el ideal bueno que ha intuido. La conversión cristiana es el paso de esta tentativa del hombre de realizar el bien (las obras buenas, decía el papa Benedicto) al simple reconocimiento de la presencia de Jesús. De la praesumptio, entrega, a la confessio, reconocimiento. La confessio, reconocimiento, es como cuando el niño dice: «Mamá». Como cuando la madre va hacia su hijo y éste le dice: «Mamá».
<I>La conversión de Pablo</I>, Caravaggio, Capilla Cerasi, iglesia de Santa María del Popolo, Roma

La conversión de Pablo, Caravaggio, Capilla Cerasi, iglesia de Santa María del Popolo, Roma

La conversión cristiana, para Agustín y para Pablo, es (permítanme usar esta imagen de don Giussani que, en mi opinión, no tiene equivalentes) el paso del entusiasmo de la entrega al entusiasmo de la belleza; del entusiasmo de la propia entrega, que en sí es bueno, al entusiasmo que despierta una presencia que atrae el corazón, una presencia que gratuitamente viene hacia nosotros, sale a nuestro encuentro, y gratuitamente se deja reconocer. También podríamos decir que, cuando por gracia se vive la misma experiencia que vivió san Pablo, su idéntica experiencia, manteniendo las distancias, es como si todas las palabras cristianas, la palabra fe, la palabra salvación, la palabra iglesia, fueran transparentes de la iniciativa de Jesucristo. Es Él quien despierta la fe. La fe es obra suya. Es Él quien salva. Es iniciativa suya dar la salvación. Es Él quien construye su Iglesia. «Aedificabo ecclesiam meam» (Mt 16, 18). Aedificabo es un futuro: «Edificaré mi Iglesia» sobre la profesión de fe de Pedro, sobre la gracia de la fe donada a Pedro (cf. Mt 16, 18). Es Él quien edifica personalmente, en el presente, su Iglesia sobre un don suyo.
Qué hermoso es decir las palabras cristianas más sencillas, la palabra fe, la palabra esperanza, la palabra caridad, y darse cuenta de que estas palabras indican una iniciativa suya, dejan entrever un gesto suyo, su obrar. Como le sucedió a santa Teresita del Niño Jesús: «Cuando soy caritativa, es Jesús únicamente quien obra en mí».
La segunda semana después de Pascua, los sacerdotes hemos leído en el breviario, del libro del Apocalipsis, las cartas que Jesús envía a las siete iglesias. Dice Jesús en una de estas cartas: «No has renegado de mi fe» (Ap 2, 13). Mi fe. Es la fe de Jesús.
«Gratia facit fidem». ¡Qué sencilla y bella es esta expresión de santo Tomás de Aquino! Es la gracia la que crea la fe. Es Él que se deja reconocer. «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae» (Jn 6, 44.65), dice Jesús. Y comenta san Agustín: «Nemo venit nisi tractus / Nadie va [a Jesús], si no es atraído». La fe es iniciativa suya. La salvación es iniciativa suya. Su Iglesia es iniciativa suya.
Permítanme que les hable de uno de mis primeros encuentros con don Giussani. La ocasión me la ofreció el hecho de que en Venegono, en mi seminario, conocí a Angelo Scola, el actual patriarca de Venecia. Fue él quien me hizo conocer a don Giussani. Aún recuerdo aquel encuentro en Milán. Giussani estaba hablando a un grupo de jóvenes. Va y les pregunta: «¿Que es lo que nos pone en relación con Jesucristo? ¿Qué es lo que, ahora, nos pone en relación con Jesucristo?». Algunos respondieron: «La Iglesia», «la comunidad», «nuestra amistad», etcétera. Al final de todas estas intervenciones, Giussani repitió la pregunta: «¿Qué es lo que nos pone en relación con Jesucristo?», y luego dio él mismo la respuesta: «El hecho de que resucitó». ¡Es algo que no olvidaré nunca! «El hecho de que resucitó». Porque si no hubiera resucitado, si no estuviera vivo, la Iglesia sería una institución meramente humana, como muchas otras. Un peso más. Todas las cosas meramente humanas al final se vuelven un peso.
«¿Qué es lo que nos pone en relación con Cristo? El hecho de que ha resucitado». La Iglesia es la visibilidad de Él vivo. «La Iglesia no goza de otra vida», dice el Credo del pueblo de Dios de Pablo VI, «que de la vida de la gracia». No tiene otro inicio, día a día, que su atractivo, el atractivo de su gracia. La Iglesia es el término visible del gesto de Jesús vivo que encuentra el corazón y lo atrae.
Leer a san Pablo, viviendo por gracia lo que Pablo comprendió (como dice el Papa) en su conversión, hace que todas las palabras cristianas sean transparencia de Él, de Jesucristo, da a todas las palabras cristianas esta ligereza. De lo contrario se vuelven pesadas. Si la fe fuera una iniciativa nuestra, estaríamos acabados. Pero como es una iniciativa suya, siempre es posible la renovación de su don. Y, por tanto, siempre es posible volver a empezar. Es una iniciativa suya, en cada instante. «Gratia facit fidem… quamdiu fides durat».
Fue estupendo que en 1999 la Comisión teológica de estudio entre la Iglesia católica y los luteranos, valorando precisamente esta frase de santo Tomás de Aquino, reconociera que entre la teología de Lutero sobre la justificación por la fe y aspectos esenciales de la doctrina dogmática del Concilio de Trento en el decreto De iustificatione hay una identidad sorprendente.
Santo Tomás de Aquino dice que «la gracia crea la fe no sólo cuando la fe inicia, sino en cada instante que dura». Y añade esta observación bellísima: hace falta el mismo atractivo de gracia, el mismo tesoro de gracia, tanto para permanecer en la fe, ahora, nosotros que creemos, como para hacer pasar a una persona (si hubiera aquí alguien que no cree) de la no fe a la fe.
Digo esto sólo para decir que la conversión de Pablo, como la de todo cristiano, se da en el paso de la iniciativa del hombre a la iniciativa de Jesús, al estupor de la iniciativa de Jesús, a la confessio supplex. Qué bonito era, en la misa en latín, cuando, antes del Sanctus, se decía siempre: «Supplici confessione / Con reconocimiento suplicante». Porque no se puede reconocer a una presencia que te ama más que suplicando que siga queriéndote.
Ahora, tres sugerencias.

<I>La conversión de Pablo</I>, Catedral de Monreale, Palermo

La conversión de Pablo, Catedral de Monreale, Palermo

1. «… en la fe del Hijo de Dios que me amó…»
Leamos Gálatas 1, 15 donde Pablo describe el paso de su iniciativa a la iniciativa de Dios.
«Mas cuando Aquel que me eligió desde el seno de mi madre… [hay un misterio del que nace la gracia de la fe y es la decisión de Dios, la elección de Dios. Nosotros no podemos juzgar este misterio: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16)] … cuando Aquel que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó con su gracia [¡qué bello es este me llamó con su gracia! No es suficiente la voz, ni siquiera la voz de Jesús, si el atractivo de Jesús no toca el corazón. Es su gracia, es su atractivo lo que conmueve el corazón] tuvo a bien revelarme a su Hijo...». Se dignó mostrarme a su Hijo. Esta es la conversión de Pablo. Aquél que me eligió y me llamó con su gracia me ha hecho reconocer a su Hijo.
Gálatas 2, 20: «La vida que vivo al presente en la carne [en la condición humana, marcada por el pecado original, también después del bautismo. El bautismo quita el pecado, pero deja la fragilidad que procede del pecado y que inclina al pecado], la vivo en la fe del Hijo de Dios [en el reconocimiento del Hijo de Dios] que me amó y se entregó a sí mismo por mí».
Les leo cómo ha comentado esta frase el papa Benedicto XVI: «Su fe [la fe de Pablo] es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo totalmente personal […] Cristo afrontó la muerte […] por amor a él –a Pablo– y, como Resucitado, lo sigue amando. […] Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios en su corazón».
La fe nace del impacto del amor de Jesús en el corazón de Pablo. La fe es la iniciativa del amor de Jesucristo en su corazón.
Permítanme que les lea una frase que descubrí yendo a Casia para rezarle a santa Rita (santa Rita estaba casada y tenía dos hijos. Matan a su marido y ella perdona públicamente al asesino y les pide a sus hijos que no venguen la muerte de su padre. Luego entra en el monasterio de las monjas agustinas de Casia). La frase que os leo es de un beato monje agustino cuyo escrito sobre la pasión de Jesús conocía santa Rita: «La amistad es una virtud, pero ser amados no es una virtud, es la felicidad». Creo que estas palabras nos dicen de dónde procede la caridad y qué es la caridad. La amistad es una virtud, es el vértice de las virtudes. Dice santo Tomás de Aquino que la caridad es amistad. Pero ser amados no es una virtud, es la felicidad. Primero es ser amados (cf. 1Jn 4, 19). Para amar antes hay que ser amados. Primero hay que estar contentos de ser amados.
San Agustín, en ese fragmento estupendo en el que, comparando entre ellos a los apóstoles Pedro y Juan, se pregunta cuál de los dos es el más bueno, responde que Pedro es más bueno, porque a Jesús que le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» (Jn 21, 15), Pedro le responde: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero» (Jn 21, 15). Pedro, por tanto, es más bueno que Juan. Confrontando la condición de Pedro, que quiere más a Jesús, con la condición de Juan, a quien Jesús quiere más, Agustín dice: «Facile responderem meliorem Petrum, feliciorem Ioannem / Para mí es fácil responder que Pedro es más bueno [porque quiere más a Jesús] pero Juan es más feliz [porque Jesús le quiere más]». Ser feliz depende del ser amado. No depende ni siquiera de nuestro pobre amor. Pedro es más bueno porque quiere más a Jesús, pero Juan es más feliz porque es más querido por Jesús.
Dice el Papa que la fe de Pablo es el impacto del amor de Jesús en el corazón y así esta fe, precisamente porque es el impacto del amor de Jesús en su corazón, suscita y es al mismo tiempo el pobre amor de Pablo a Jesús. Este atractivo amoroso de Jesús, al hacer feliz el corazón de Pablo, suscita también el pobre amor de Pablo a Jesús, pobre como el de Pedro.
El Papa Benedicto, en una audiencia del miércoles, comentando la pregunta de Jesús a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?», subrayaba la diferencia de los verbos griegos que utilizan Jesús y Pedro. Jesús utiliza un verbo que indica un amor totalizante («…¿me amas?»). Pedro utiliza un verbo que expresa su pobre amor humano («tú sabes que te quiero»). «Te amo con mi pobre amor humano». Entonces, la tercera vez (¡es bellísimo cómo describe el Papa esto!), Jesús se adapta al pobre amor humano de Pedro y le pregunta simplemente si le quiere como un pobre hombre puede querer.
Leo ahora 1 Corintios 15, 8 y siguientes. También aquí Pablo describe el encuentro con Jesús en el camino de Damasco: «Luego, último de todos…». ¡Qué hermoso este último de todos! En la liturgia ambrosiana el sacerdote que celebra la misa dice: «Nobis quoque minimis et peccatoribus». En la liturgia romana dice sólo: «Nobis quoque peccatoribus». En la liturgia ambrosiana el que celebra la santa misa, ya sea el obispo o el último cura, dice: «También a nosotros pequeños y pecadores». Pablo, pues, dice que es el último, el más pequeño.
«En último término se me apareció también a mí, como a un aborto. Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas, por la gracia de Dios soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo».

<I>Ananías bautiza a Pablo</I>, Catedral de Monreale, Palermo

Ananías bautiza a Pablo, Catedral de Monreale, Palermo

2. Pablo depende siempre de la iniciativa de Jesús
Pablo depende siempre de la iniciativa de la gracia. Esto es una de las cosas más impresionantes para quienes leen sus Cartas. No solamente el inicio es gracia, no solo el inicio es iniciativa de Jesús. Pablo depende siempre de la iniciativa de Jesús, en cada momento. Como en realidad es para cada uno de nosotros. Pero la experiencia de Pablo, desde este punto de vista, posee un dramatismo y una belleza únicos.

Les leo un pasaje, que ya en el seminario me confortaba mucho, de la segunda Carta a los Corintios, 12, 7 y siguientes. Entonces me impresionaban las palabras; ahora el camino de la vida, por su gracia y su renovada misericordia, ha dado realidad a estas palabras.
La segunda Carta a los Corintios es para mí la más bella, porque es la Carta en que Pablo –lo dice él mismo– abre de par en par su corazón (2Co 6, 11). Es la Carta en que Pablo frente a la «mansedumbre y benignidad de Cristo» (2Co 10, 1) describe lo que es él, lo inerme que es él, lo frágil que es él.
«Para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, se me dio una espina en mi carne, un emisario de Satanás que me abofetea para que no me engría [se lea como se lea esta “espina en la carne”, esta fragilidad, esta tentación, Pablo lo dice así]. Por este motivo [por este sufrimiento] tres veces rogué al Señor que se aleje de mí [que alejase este sufrimiento, esta tentación, esta fragilidad]. Pero él me dijo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”». Su fuerza se muestra perfecta en la flaqueza.
Permítanme que haga una pequeña corrección a una frase que acabo de leer en un panel de la exposición sobre san Pablo. Yo no hubiera escrito que Pablo está «orgulloso de su debilidad». Uno no puede estar orgulloso de su debilidad. San Ireneo, comentando este pasaje de la segunda Carta a los Corintios, y teniendo presente la gnosis (uno de los elementos esenciales de la herejía gnóstica es la no distinción entre el bien y el mal, hasta el punto, y Hegel lo teoriza, que pone el mal en Dios y lo hace proceder de Dios), está muy atento a no confundir la debilidad con la gracia. La debilidad evidencia la gracia. La debilidad, cuando es abrazada, hace más evidente el ser abrazados. Pero lo positivo es ser abrazados, no la debilidad. En la debilidad, que es la condición humana, ser abrazados gratuitamente por Jesús es más evidente. Cuando un niño está enfermo, es como si su madre y su padre lo quisieran más, pero el estar enfermo del niño no es un valor. Es que esa debilidad hace más evidente el ser amado. En una época en que la gnosis culturalmente es hegemónica en la mentalidad del mundo y muchas veces también en la Iglesia del Señor, ¡qué importante es esta distinción! La debilidad no es en sí misma un bien. La debilidad hace más evidente el ser abrazados, el ser amados cuando somos amados. Resalta más la gratuidad del ser amados. El pecado es pecado y el pecado mortal merece el infierno, como dice el Catecismo. Pero cuando Jesús, después de haber sido traicionado, miró a Pedro (Lc 22, 61), esa mirada resaltó el amor de Jesús al pobre Pedro.
«Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo». La debilidad es la condición para que su potencia se revele con más evidencia a todos.

<I>Retrato de san Pablo</I>, El Greco, Casa y Museo de El Greco, Toledo

Retrato de san Pablo, El Greco, Casa y Museo de El Greco, Toledo

3. El Evangelio que transmite Pablo
Dos breves alusiones sobre el anuncio de Pablo.
¿Qué anuncia Pablo? Ante todo lo que él, a su vez, ha recibido. ¡Qué bello! Pablo no inventa nada, anuncia lo que, a su vez, ha recibido.
Les leo 1 Corintios 15, 1 y siguientes. Estos versículos encierran en sí todo el anuncio de Pablo. Todo el anuncio de Jesucristo.
«Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual seréis también salvos, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que se apareció a Cefas y luego a los Doce». Pablo anuncia el testimonio de Jesús. «El testimonio de Dios» (1Co 2, 1). El testimonio que dio Dios resucitando a Jesús de entre los muertos. El testimonio que dio Jesucristo de su resurrección mostrándose a los discípulos. Que el Resucitado se haga visible a los testigos que él elige forma parte de la esencia del anuncio cristiano. Si no se hubiera mostrado a los testigos, si Él mismo no hubiera dado testimonio de su resurrección, el testimonio de los apóstoles habría sido una invención de éstos.
Heinrich Schlier, que, en mi opinión, es el mayor exegeta que ha tenido la Iglesia en el siglo pasado, ¡cómo insiste en este hecho! Es Jesús quien, haciéndose visible, da testimonio de sí mismo. Es Jesús quien, haciéndose visible a los apóstoles, dejándose tocar y comiendo con ellos, da testimonio de la realidad de su resurrección: «Tomás, mira y mete tu mano» (cf. Jn 20, 27). «Visus est, tactus est et manducavit. Ipse certe erat / Fue visto, fue tocado, comió. Era exactamente Él», dice san Agustín en un discurso contra los gnósticos, comentando la aparición de Jesús resucitado a los apóstoles del Evangelio de Lucas (Lc 24, 36-49).
Es Jesús quien, haciéndose visible, da testimonio de haber resucitado, de estar vivo. El testimonio de los apóstoles es un reflejo de su testimonio. ¡Qué importante es esto! La luz de la Iglesia es sólo una luz refleja. «Lumen gentium cum sit Christus / Es Cristo la luz de las gentes». La Iglesia refleja esta luz suya como en un espejo. Una de las frases más bellas de Pablo, que me encanta, dice: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen [el reflejo de Jesús es eficaz: cambia la vida] cada vez más gloriosos, conforme a como obra el Espíritu del Señor» (2Co 3, 18).
Pablo anuncia lo que ha recibido, lo que Jesucristo mismo ha testimoniado a sus apóstoles.
Segunda alusión acerca del anuncio de Pablo. También estas bellas frases se leen en la primera Carta a los Corintios, 2, 1 y siguientes. El anuncio de Jesús lleva consigo la prueba de su verdad. No se trata de que nosotros demostremos que Jesús está vivo. Es el propio Jesús quien mostrándose, actuando, demuestra que está vivo. De lo contario, aumentamos la duda, la nuestra y la de los demás. Es Jesús quien, actuando, y por tanto mostrándose, demuestra que está vivo. La demostración de la verdad del cristianismo es el actuar y el mostrarse de Jesús en el presente.
Schlier dice esto con una expresión muy bella: «El kerygma y los dones, el kerygma y los milagros son todo uno». Y Pablo lo dice más sencillamente que el gran exegeta: «Yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el testimonio de Dios [el testimonio que Dios ha dado], pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté ante vosotros débil [qué bello], tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría [no quería demostrar él que Jesús era real], sino que fueron una demostración del Espíritu [es decir, del hecho de que Jesús resucitado se manifiesta] y del poder [su obrar, su manifestarse] para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios » (1Co 2, 1-5).
La fe puede fundarse solo en el poder de Dios, es decir, en el obrar de Jesús, en el manifestarse de Jesús. No se vence el temor a la muerte (cf Hb 2, 15) con los argumentos de la sabiduría, con nuestros discursos. Se vence el temor a la muerte cuando Jesús, actuando en el presente, se deja reconocer vivo. Jesús se demuestra real, vivo, cuando se muestra. Cuando muestra su acción, cuando muestra su poder. «Con una prueba totalmente suya», escribe Schlier, que se experimenta «como realidad tangible».
<I>San Pablo visita a san Pedro en la cárcel</I>, Filippino Lippi, Capilla Brancacci, Santa María del Carmine, Florencia

San Pablo visita a san Pedro en la cárcel, Filippino Lippi, Capilla Brancacci, Santa María del Carmine, Florencia


Termino con las palabras de Giovanni Battista Montini, en sus apuntes sobre las Cartas de san Pablo, escritos en Roma cuando era un joven sacerdote, entre 1929 y 1933: «Nadie mejor que él [Pablo] ha sentido la insuficiencia humana y ha reconocido y exaltado la acción libre, por sí sola suficiente, necesaria para nosotros, de la gracia de Dios Salvador». ¡Qué hermoso! Libre: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16). Por sí sola suficiente: «Mi gracia te basta» (2Co 12, 9). Necesaria para nosotros: «Sin mí no podéis hacer anda» (Jn 15, 5).
Y Montini añade una frase conmovedora si pensamos en las humillaciones que recibió: «Él [Pablo] sintió el fastidio de su presencia “contemptibilis” [despreciable]».
«Praesentia corporis infirma [escribe en la segunda Carta a los Corintios, 10, 10] / La presencia del cuerpo es pobre / et sermo contemptibilis / y la palabra despreciable».
«Él sintió el fastidio de su presencia contemptibilis. Probó desoladoras depresiones de espíritu».
Una expresión de esta humanidad tan débil de Pablo se halla en la segunda Carta a los Corintios, 2, 12: «Llegué, pues, a Troade para predicar el Evangelio de Cristo, y aun cuando se me había abierto una gran puerta en el Señor [podía, por tanto, anunciar el Evangelio de Cristo], mi espíritu no tuvo punto de reposo pues no encontré a mi hermano Tito, y despidiéndome de ellos, salí para Macedonia». Pablo no tiene siquiera la fuerza de anunciar el Evangelio, si no tiene el aliento de la gracia del Señor que brilla reflejada en el rostro de una persona querida. Querida simplemente por este reflejo de gracia.
Y luego sigue diciendo (2Co 7, 5 y siguientes): «En llegando a Macedonia, no tuvo sosiego nuestra carne [nuestra débil humanidad], antes bien, nos vimos atribulados en todo: por fuera, luchas; por dentro, temores».
¡Es la pura verdad! «La Iglesia vive», dice la Lumen gentium, «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios». San Agustín, en el pasaje del De civitate Dei del que está tomada esta frase, escribe que las persecuciones del mundo proceden ante todo del seno de la Iglesia. Porque, entre otras cosas, las persecuciones del mundo son en primer lugar nuestros pecados que hacen sufrir al corazón de quien es amado por Jesús y quiere a Jesús.
Sigue diciendo Pablo: «Pero Dios, que consuela a los débiles, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada, sino también con el consuelo que le habíais proporcionado». Pablo que en Troade no había tenido la fuerza de anunciar el Evangelio, cuando llega Tito se siente confortado porque además Tito le habla del cariño que las personas de Corintio sienten por él.
«Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado por el gozo de Tito» (2Co 7, 13). Porque no basta recordar el cariño de personas lejanas, si el que habla de ello no es él mismo feliz, no está contento en el presente.

Cuando voy a rezar ante la tumba de Pablo en la Basílica de San Pablo extramuros de Roma, de rodillas, repito siempre un himno: «Pressi malorum pondere, te, Paule, adimus supplices / De ponderosos males oprimidos [en primer lugar de nuestros pecados] a ti, Pablo, acudimos con humilde ruego/ […] quos insecutor oderas defensor inde amplecteris / [...] Bajo tu abrazo protector acoge / a cuantos antes perseguiste fiero». En este abrazo, en este ser amados por Jesús, también a través de los amigos de Jesús, podemos repetir: «La amistad es una virtud, pero ser amados no es una virtud, es la felicidad».
Gracias.


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