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ISRAEL–SANTA SEDE
Sacado del n. 12 - 2003

EXCLUSIVA. Yossi Beilin refiere cómo se llegó a la firma

Los diez años del Acuerdo Fundamental


En 1993 la Santa Sede e Israel firmaron el Acuerdo que abría el camino a las relaciones diplomáticas. Un paso histórico, que debe ser completado…


por Yossi Beilin


Monseñor Claudio Maria Celli y Yossi Beilin en Jerusalén el 30 de diciembre de 1993, durante la ceremonia de la firma del Acuerdo Fundamenta

Monseñor Claudio Maria Celli y Yossi Beilin en Jerusalén el 30 de diciembre de 1993, durante la ceremonia de la firma del Acuerdo Fundamenta

Durante casi un año, desde finales del 92 a finales del 93, participé como ministro de Asuntos Exteriores en dos procesos históricos que de alguna manera se parecían y se influían recíprocamente. El primero era el proceso que culminó en el Acuerdo de Oslo, que fue firmado el 13 de septiembre de 1993 en los jardines de la Casa Blanca; el segundo, las negociaciones sobre el Acuerdo Fundamental entre Israel y la Santa Sede, que fue firmado el 30 de diciembre del mismo año. El proceso de Oslo se mantuvo totalmente en secreto: durante meses se llevó adelante, sin darlo a conocer, un acuerdo con los noruegos, que habían ofrecido sus buenos oficios en la primavera del 92. Participaron en los coloquios, siguiendo mis órdenes, Yair Hirschfeld y Ron Pundak, pero lo hicieron como ciudadanos particulares. Solamente varios meses después Uri Savir, entonces director general del Ministerio de Asuntos Exteriores, comenzó a participar en las negociaciones transformando este canal secreto no oficial en secreto pero oficial.
En lo tocante a las negociaciones con la Santa Sede, me encontré con una situación ya comenzada: negociaciones abiertas, promovidas por iniciativa del Vaticano en el verano del 91, antes de la Conferencia de Madrid. Fue el arzobispo Andrea Cordero Lanza di Montezemolo, el delegado apostólico en Jerusalén, quien anunció la intención del Vaticano de entablar una negociación para llegar a un Acuerdo con Israel, y lo hizo tras escuchar la opinión del doctor David Jaeger, un judío israelí que se había hecho fraile franciscano, especialista en Derecho canónico.
Los primeros encuentros entre Israel y el Vaticano pusieron de manifiesto la disputa principal entre los dos: Israel quería llegar en primer lugar a un acuerdo sobre las relaciones diplomáticas entre los dos Estados, y afrontar después cuestiones como la libertad de fe, la imposición eclesiástica, la educación, etc. El Vaticano, en cambio, quería afrontar enseguida las cuestiones prácticas y quitar de la agenda, por lo menos al principio, la cuestión de las relaciones diplomáticas.
Se llegó a un acuerdo sobre la agenda el 29 de julio de 1992, antes de que ocupara mi puesto en el Ministerio de Asuntos Exteriores [viceministro, n. de la r.]. Se concordó la agenda y se decidió abrir las negociaciones a dos niveles: un “nivel de expertos”, en el que se hablaría en general de todos los temas, y un “nivel de Asamblea Plenaria”, que se encargaría sólo de arreglar las disputas que pudieran surgir a nivel de expertos. Este último sería el nivel que aprobara el Acuerdo final. La Comisión suprema estaría presidida por el subsecretario de Estado del Vaticano, monseñor Claudio Maria Celli, y por mí; la Comisión de expertos estaba formada por altos representantes del Ministerio de Exteriores –Montezemolo, por el Vaticano, Eitan Margalit, por Israel–. Al principio de mi mandato creía ingenuamente que iba a ser una de las muchas responsabilidades formales en las que el papel del ministro o del viceministro es firmar documentos que otros preparan. Pronto comprendí que me equivocaba.
la reunión
de la Comisión plenaria bilateral para la aprobación del Acuerdo, el 29 de diciembre de 1993

la reunión de la Comisión plenaria bilateral para la aprobación del Acuerdo, el 29 de diciembre de 1993

El primer encuentro con monseñor Claudio Maria Celli fue muy importante para mí. Este hombre alto, con gafas, calvo como Yul Briner, me transmitió calor y amistad desde el primer momento en que comenzamos a hablar. La entrevista comenzó con un coloquio privado en el que traté de comprender cuáles eran los objetivos de la Santa Sede, cuáles sus preferencias, y dónde estaban los obstáculos mayores. Le expliqué al monseñor que, por lo que se refería a Israel, los objetivos principales eran la guerra común contra el antisemitismo y el reconocimiento inequívoco del Estado de Israel. El monseñor me habló de los derechos de la Iglesia católica en Israel, de la garantía de la libertad de rito para los católicos, del status jurídico de los sacerdotes, y de la actitud especial del papa Juan Pablo II que, ya en 1981 había enviado una bendición para el año nuevo al presidente del Estado de Israel, y en 1986 había visitado la sinagoga de Roma, gestos simbólicos, con otros muchos, que testimoniaban el profundo respeto hacia Israel y su pueblo. Celli no quería, inicialmente, afrontar la cuestión de las relaciones diplomáticas entre Israel y la Santa Sede, y era especialmente importante para él que el acuerdo que firmáramos se llamase “Acuerdo Fundamental”, y no “Acuerdo de principios”, como había propuesto Israel.
Después de este coloquio entramos en una sala más grande, donde nos esperaban los equipos de expertos. Durante esta reunión notifiqué que había aceptado que el acuerdo entre las partes se llamara “Acuerdo Fundamental”. Algunos expertos israelíes se demostraron en desacuerdo con mi decisión. Más tarde, tratando de comprender qué tipo de perjuicio podía acarrear a Israel esta denominación, comprendí lo que estaba pasando: dado que era una cuestión importante para la otra parte, teníamos que habernos negado y garantizar nuestro asentimiento sólo en cambio de algo apropiado… No estaba de acuerdo con este método de negociar y estaba convencido de que con mi decisión había evitado obstáculos inútiles en el camino hacia el Acuerdo.
Esa misma noche invité a cenar a los negociadores de las dos partes. No perdimos tiempo en charlas de salón. Algunos participantes comenzaron en seguida a hablar detenidamente de varias cuestiones. Yo hablé de mis sensaciones durante ese día. En Tel Aviv, donde he crecido y vivido, no tuve nunca cuando era joven la ocasión de conocer a cristianos. Sólo durante mis visitas a Jerusalén veía a religiosas, frailes y curas, que llevaban extraños gorros y tocas, y sentía que no tenían nada que ver conmigo. Durante años he creído que no había nada más ajeno a mí que el mundo cristiano. Más tarde fui a Japón como ministro de Hacienda, visité Hiroshima y me senté a comer en un restaurante típico. El propietario del restaurante nos preguntó que de dónde éramos; nosotros le dijimos que de Israel. Arrugó la frente, no recordando ningún nombre, cuando improvisamente sus ojos se iluminaron. Lo había recordado: «¿Jesucristo?». Asentí, y en aquel momento me di cuenta de que, para miles de millones de personas en todo el mundo, era precisamente esta gente, que yo sentía tan ajena a mí, la que era identificada con mi país…
Fue una velada emocionante. No hablamos de los detalles del Acuerdo, sino que abrimos nuestros corazones, con la sensación de que estábamos participando en un proceso histórico sorprendente.
El nuncio apostólico en Israel, Andrea Cordero Lanza di Montezemolo y el ministro de Asuntos Exteriores israelí David Levi en Jerusalén, el 10 de noviembre de 1997, para la firma del Acuerdo sobre la personalidad jurídica

El nuncio apostólico en Israel, Andrea Cordero Lanza di Montezemolo y el ministro de Asuntos Exteriores israelí David Levi en Jerusalén, el 10 de noviembre de 1997, para la firma del Acuerdo sobre la personalidad jurídica

Las negociaciones con el Vaticano me tuvieron más ocupado de lo que me había imaginado. A primeros de noviembre de 1992 comenzaron las negociaciones a nivel de expertos, y enseguida se manifestaron los problemas: unos de estilo, otros de substancia, y todos llegaron a mi despacho. Las conversaciones telefónicas con monseñor Celli se hicieron cada vez más frecuentes: tenía la impresión de que si las negociaciones a nivel de expertos se quedaban en coloquios de expertos, no terminaríamos nunca. En diciembre de ese año se abrió un canal no oficial, entre el jefe de mi despacho, Shlomo Gur, y el padre David Jaeger. Jaeger, que había participado en las negociaciones de los expertos, conocía los detalles de los problemas y los planteó en las conversaciones con Gur proponiendo soluciones; nosotros examinamos sus propuestas y de esta manera fuimos capaces de resolver un larga lista de cuestiones que no se habían resuelto de ninguna manera. Por ejemplo, en lo tocante a la definición de Iglesia católica, la parte israelí pedía que esta definición se refiriese a la gama de instituciones católicas tal y como existían bajo la ley israelí. La parte católica, en cambio, insistía en que la definición debía comprender las instituciones existentes y las que nacieran en el futuro. El compromiso, que se alcanzó a través del canal no oficial, establecía que la Iglesia católica podía ser definida «inter alia, como la gama de instituciones…». El término inter alia se refería también a lo que sucediera en el futuro, sin especificarlo expresamente.
Mientras tanto el proceso de Oslo seguía adelante rápidamente. Pronto quedó claro que estas dos negociaciones tenían un denominador común: el futuro de las relaciones recíprocas. Hasta finales del verano de 1993 Israel no discutió nunca con los palestinos del reconocimiento de la OLP. Y, sin embargo, mientras más nos acercábamos al momento de la verdad del Acuerdo, más claro se veía que no era posible establecer el ámbito de los acuerdos y luego simplemente descargar las responsabilidades en las delegaciones israelí y palestina que estaban negociando sin resultados en Washington. Por lo que se refiere a las negociaciones con el Vaticano, la cuestión de las relaciones diplomáticas afloraba en todos los coloquios; todos sabíamos que había que afrontar seriamente el tema y que el problema iba a ser el carácter de estas relaciones; sin embargo, preferimos aplazarlo al final de las negociaciones.
En octubre de 1993, un mes después de la firma del Acuerdo de Oslo, la cuestión de las relaciones diplomáticas se simplificó para el Vaticano. Algunos problemas quedaron abiertos, no sólo en las negociaciones oficiales, sino también en el canal no oficial (como la definición precisa de la guerra contra el antisemitismo y la cuestión de la instrucción eclesiástica). Para resolver estos problemas se organizó una reunión secreta entre el arzobispo Jean-Louis Tauran, secretario para las Relaciones con los Estados de la Santa Sede, y yo, aprovechando que los dos estábamos en los Estados Unidos.
La reunión, que tuvo lugar en la residencia de la delegación vaticana de Nueva York, duró más de una hora y hablamos de todos los temas que aún impedían el acuerdo. Yo me había presentado con numerosas opciones para cada cuestión, y por fin todas las discusiones entre nosotros quedaron zanjadas. El debate, entonces, se concentró sobre el tema de las relaciones diplomáticas. Sobre esta materia se habían sugerido anteriormente varias posibilidades para establecer gradualmente las relaciones. Le dije a Tauran, que después del Acuerdo de Oslo, merecía la pena aprovechar el buen clima mundial para entablar inmediatamente relaciones diplomáticas plenas. Efectivamente, las relaciones parciales nos llevarían a una situación en la que, apenas intentáramos ampliarlas, provocaríamos críticas internas y externas contra el cambio, mientras que en la situación actual, quien hubiera querido criticarnos lo habría hecho con menos dureza. El secretario para las Relaciones con los Estados estuvo de acuerdo conmigo.
La nota que pasamos Celli y yo, después de la reunión secreta con Tauran, decía que el 29 de diciembre se celebraría una reunión en el Vaticano, durante la cual las dos delegaciones aprobarían el Acuerdo, y que éste se firmaría el día siguiente en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Jerusalén. Completado el Acuerdo, fue sometido a los dos grupos de expertos que aceptaron sin críticas (y sin sorpresas) los compromisos recíprocos.
Mientras tanto, el tema llamaba cada vez más la atención de los medios de comunicación. A mediados de diciembre el periódico Ha’aretz publicó en un suplemento una larga entrevista a Yitzhak Minervi, en la que el ex embajador, considerado un experto de cuestiones eclesiásticas, afirmó que en las circunstancias actuales, y antes de un arreglo sobre el status final de Jerusalén, no había ninguna posibilidad de que la Santa Sede firmase un acuerdo para establecer relaciones diplomáticas con Israel. La prensa ultraortodoxa publicó artículos que criticaban la intención de llegar a un acuerdo con el Vaticano, después de tantos años de hostilidad, odio e inquina, como decían ellos.
El Papa y el embajador de Israel ante la Santa Sede, Oded Ben Hur, el 2 de junio de 2003, en el Vaticano durante la presentación de las cartas credenciales

El Papa y el embajador de Israel ante la Santa Sede, Oded Ben Hur, el 2 de junio de 2003, en el Vaticano durante la presentación de las cartas credenciales

El 29 de diciembre la delegación israelí salió hacia Roma con un avión especial que habíamos alquilado. Celli nos condujo por los pasillos del Vaticano y, aunque todos habíamos estado en muchas ocasiones en esos lugares, fue una visita completamente distinta. Durante casi una hora nos sentamos con nuestros anfitriones y decidimos cuáles serían los próximos pasos después de la firma del Acuerdo: coloquios serios sobre temas concordados en línea de principio, pero sin entrar en los detalles. Tomamos de nuevo el avión (el 30 de diciembre, n. de la r.), esta vez con la delegación vaticana, y pocas horas después llegamos a Israel.
Celli y sus colegas corrieron a sus habitaciones del King David Hotel de Jerusalén. Cuando salieron llevaban sus mejores hábitos, apropiados para la ocasión. Tanto los medios de comunicación israelíes como los de todo el mundo esperaban con ansia la ceremonia. La CNN transmitió el acontecimiento en directo como la noticia más importante. El alcalde de Jerusalén, muchos huéspedes, todas las personas que nos habían acompañado y aconsejado durante ese año, estaban muy emocionados.
Los funcionarios encargados de la ceremonia pasaron el Acuerdo a Celli y a mí para que lo firmáramos, como se usa en estas ocasiones. Nos sirvieron champán. Nos levantamos y nos dimos un apretón de manos. Nos embargaba una sensación de victoria. Las dos partes habían obtenido del Acuerdo lo que esperaban obtener. Aunque se trataba de un acuerdo político entre dos Estados, todos sabíamos que era también un acuerdo de reconciliación histórica entre la Iglesia católica y el pueblo judío. Algunos de los participantes se dejaron escapar una lágrima.

(Texto recogido por Giovanni Cubeddu)





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