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ORTODOXOS
Sacado del n. 01 - 2004

¿Primado o hegemonía? La historia de una separación


Los 950 años del cisma entre los cristianos de Oriente y de Occidente (1054) y los 800 años de la cuarta cruzada (1204): dos fechas fatídicas estrechamente relacionadas entre ellas no sólo por el aniversario plurisecular


por Lorenzo Cappelletti


Cuando el 7 de diciembre de 1965, al terminar el Concilio Vaticano II, los latinos y los griegos «borraron de la memoria» la recíproca excomunión ocurrida en el lejano 1054, esta fecha de nueve siglos atrás se hizo seguramente muy popular. Desde luego más de lo que lo fue en la época en que ocurrieron los hechos.
San León IX papa (1049-1054) y Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla, miniatura de un manuscrito griego del siglo XV, Biblioteca Nacional, Palermo.

San León IX papa (1049-1054) y Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla, miniatura de un manuscrito griego del siglo XV, Biblioteca Nacional, Palermo.

Efectivamente, si como enseña el buen método histórico nos atenemos a las fuentes, el primer dato que nos llama la atención es que «la historiografía bizantina contemporánea ignora completamente el cisma de 1054», como recuerdan todos los autores citando la Historia del Estado bizantino de Georg Ostrogorsky (p. 293) que sigue siendo un ejemplo también en Occidente. Dicha fecha constituyó y constituye una interrupción sólo para la historiografía de una parte determinada de la cristiandad. No es una casualidad que se haya elegido para abrir el quinto volumen de una de las empresas historiográficas “francas” más importantes de los últimos años, la Histoire du christianisme de la Desclée (traducida a las principales lenguas), dedicado significativamente al Apogeo del papado y expansión de la cristiandad (1054-1274), donde dicha fecha «no marca ninguna ruptura en la historia general de la Iglesia bizantina» (ibídem., p. 16).
Por esto será oportuno concentrar la atención también en la interpretación y no sólo en las fuentes. Nunca como en este caso, para comprender hay que recurrir no sólo a los hechos, sino también a los intérpretes. Porque en esta historia de separación «los hechos pueden ser enfatizados en un sentido o en el otro» avisa Giorgio Fedalto, uno de los historiadores con más experiencia en la cuestión (Le Chiese d’Oriente, vol. I, p. 112).

Los hechos
Comenzamos por los hechos. Sin énfasis. El año 1054 es el último del débil gobierno de Constantino IX, marido de Zoe, la última representante, con su hermana Teodora, de la dinastía macedonia. Con esta dinastía (cuya historia, en 1917, en la víspera del final de todos los imperios, fue narrada con pasión por Léon Bloy en Costantinople et Byzance) el Imperio bizantino había alcanzado su apogeo, pero tras la muerte del gran Basilio II (†1025) había emprendido el camino del ocaso. No es un dato cualquiera. Como tampoco es un dato cualquiera que esta poderosa dinastía hubiera mantenido relaciones al fin y al cabo amistosas con Roma durante más de siglo y medio. «No fue, contrariamente a lo que se ha pensado a menudo, el “cesarpapismo” bizantino lo que provocó la ruptura. […] Fue una peculiar combinación de factores, en la que a un papado fuerte ajeno a cualquier compromiso se contraponía un patriarcado igualmente fuerte, penetrado de la conciencia de su propia dignidad y apoyado por un Imperio débil» (Ostrogorsky, Historia del Imperio bizantino, pp. 305-306).
El ajuste de cuentas comenzó en la periferia, en la Italia meridional, que desde hacía siglos era objeto de las contrapuestas pretensiones jurisdiccionales de los patriarcados romano y constantinopolitano. Sería demasiado largo trazar su historia. Basta recordar que, a partir de los primeros años del siglo XI, «el hecho de que la política pontificia se entrecruce con los intereses de los normandos y del emperador alemán en la Italia meridional provoca en esta región una situación nueva», escribe el gran bizantinista Hans-Georg Beck en Historia de la Iglesia dirigida por Hubert Jedin (vol. IV, p. 533). Efectivamente, suscitaba sensación en Bizancio el apoyo que Roma había dado no sólo a los normandos, que se habían establecido entre la Pulla y la Campaña a expensas de los bizantinos, sino también a la insurrección irredentista del griego latinizado Meles, en Bari. Mira por donde, precisamente en esos años en Constantinopla se empieza a no mencionar al papa reinante en la liturgia y, viceversa, sólo entonces (1014) se introduce el Filioque en la liturgia romana. No antes, como ha demostrado con pericia de filólogo Vittorio Peri en varios ensayos ahora recogidos en el segundo de los dos esmerados volúmenes Da Oriente e da Occidente. Le Chiese cristiane dall’Impero romano all’Europa moderna, Editrice Antenore, Roma-Padua, 2002.
En el momento del cisma, sin embargo, las circunstancias parecían favorables a un encuentro más que a un desencuentro. En efecto, hacia la mitad del siglo XI se estaba preparando una operación contra los normandos que era el fruto de un acuerdo entre bizantinos, alemanes y latinos en el que había trabajado Argiro, hijo de ese Meles antes citado. El papado reformador también quería quitarse de encima la carga de la protección de los normandos. Pero habían hecho sus proyectos sin contar no sólo con los normandos, sino tampoco con Miguel Cerulario, el patriarca constantinopolitano cuya «personalidad avasalladora por no decir revolucionaria representa una excepción en la historia de los patriarcas bizantinos» (Historia de la Iglesia, dirigida por Jedin, vol. IV, pp.533-534). Para impedir el acuerdo, éste puso en marcha una acción de rupturas, cerrando los monasterios y las iglesias latinas de Constantinopla, y encargó la propaganda antilatina a la pluma de León, un funcionario del Palacio constantinopolitano elevado al arzobispado búlgaro de Achrida (contra su propia tradición, también la Iglesia bizantina actuaba con centralismo en aquel momento).
La Basílica de Santa Sofía, construida bajo el emperador Justiniano (527-565), consagrada en el 537, fue transformada en mezquita con la ocupación otomana de 1453 y hoy es un museo, Estambul, Turquía. El 16 de julio de 1054 el legado papal Humberto de Silva Cándida puso sobre el altar de Santa Sofía la bula de excomunión contra el patriarca bizantino Miguel Cerulario

La Basílica de Santa Sofía, construida bajo el emperador Justiniano (527-565), consagrada en el 537, fue transformada en mezquita con la ocupación otomana de 1453 y hoy es un museo, Estambul, Turquía. El 16 de julio de 1054 el legado papal Humberto de Silva Cándida puso sobre el altar de Santa Sofía la bula de excomunión contra el patriarca bizantino Miguel Cerulario

El encargado de la respuesta en Roma es Humberto de Silva Cándida, que la redacta reprochando más de noventa errores a los griegos. También él es un revolucionario, en un palatium lateranense que León IX comienza a transformar en curia (es decir, corte), pero de la que formalmente no forman parte los «verdaderos grandes realizadores de la reforma» (p. 12), como Humberto, escribe Edith Pásztor, que ha estudiado específicamente la cuestión en varios ensayos contenidos en Onus Apostolicae Sedis. Curia romana e cardinalato nei secoli XI-XV; su participación «se da claramente por encima de las estructuras del palatium» (ib., pp. 12-13). Se vacían de significado los cargos tradicionales. Humberto, procedente del mismo ámbito reformador que León IX y nombrado por éste a la sede suburbicaria de Silva Cándida, no formaba parte de los cuadros del palatium con el nombramiento de bibliotecario (es decir, Secretario de Estado). «A pesar de esto se le confió un papel de primer plano en su política y en la preparación de varias actas y cartas oficiales. Es la primera vez que un obispo suburbicario participa activamente en los asuntos de la Iglesia romana sin tener el cargo de bibliotecario» (ib., p. 11). Las formas nunca son indiferentes.
Tan verdad es que el papa León IX, en el papel de general que no le correspondía, arma un ejército y dirige personalmente la operación contra los normandos en Pulla, siendo derrotado y hecho prisionero en junio de 1053.
Pero precisamente esta debilitación del papado reforzaba las razones del acuerdo entre bizantinos y latinos. En enero de 1054 los legados papales encabezados por Humberto de Silva Cándida fueron enviados a Constantinopla para tejer nuevamente la trama del acuerdo y fueron recibidos con todos los honores por el emperador. La embajada, sin embargo, olvidando que también en Bizancio se está viviendo una revolución, se engaña al considerar al emperador como el mayor interlocutor. Así que el patriarca se ofende. Humberto también. Se abre la disputa dialéctica. Humberto manda traducir al griego su anterior respuesta polémica y se empeña en una deplorable disputa en la que tacha de herejía, en casa ajena, muchos usos de los griegos, legítimos aunque distintos de la tradición latina. El enfrentamiento termina cuando Humberto deposita en el altar de Santa Sofía, el 16 de julio de 1054, la bula de excomunión contra el patriarca Cerulario y sus seguidores. Éste convoca el sínodo unos días después y sentencia la excomunión contra los latinos. Así «el encuentro que debía establecer un acuerdo, se convirtió en la causa de un choque mayor» (Fedalto, Le Chiese d’Oriente, vol. I, p. 113).
Con todo, no se trataba de nada realmente nuevo, solamente se había agudizado el encono, causado, además, no por dos hombres demasiado ligados a sus respectivas tradiciones, sino por dos revolucionarios. El jesuita Wilhelm de Vries, fallecido en 1997, tras dedicar toda su vida a mantener vivo el diálogo con el Oriente, podía decir hace unos años (por desgracia, nos parece que sigue siendo válido) que, «propiamente hablando, hoy la ortodoxia y el catolicismo están más lejos el uno del otro de lo que estuvieron entonces, hacia la mitad del siglo XI» (Ortodossia e cattolicesimo, p. 75).
¿Qué hizo que se precipitara la situación?
Lo que pasó después.

Las cruzadas
Las dos décadas que siguieron a 1054 son muy amargas para el Imperio bizantino. No es sólo la histoire bataille la que reconoce en la derrota de Mazinkert ante los turcos y en la pérdida de Bari, última ciudad bizantina en la península italiana conquistada por los normandos, las dos ocurridas en 1071, los dos episodios emblemáticos, en sus fronteras extremas, de un retroceso general. En Oriente, el imperio pierde definitivamente frente a los turcos Armenia, Capadocia, Cilicia y Asia menor. La reconquista de Sicilia por Roger el Normando, y la independencia de Montenegro y de Croacia privan a Bizancio de sus últimos puntos de fuerza en Occidente.
El emperador bizantino Basilio II representado como señor de las tribus búlgaras derrotadas, frontispicio de un salterio conservado en la Biblioteca Marciana de Venecia

El emperador bizantino Basilio II representado como señor de las tribus búlgaras derrotadas, frontispicio de un salterio conservado en la Biblioteca Marciana de Venecia

Aunque en Occidente este desastre ocurre bajo la alta protección que Gregorio VII da a los movimientos nacionalistas, llamémosles así, es a él a quien el nuevo emperador bizantino pide ayuda para el Oriente. Gregorio menciona este llamamiento en una carta de 1074: «Los cristianos de allende los mares, que los paganos exterminan con inauditas matanzas y matan diariamente como a animales, de modo que el pueblo cristiano se ha quedado en nada, impulsados por condiciones de verdad miserables, humildemente se han dirigido a mí implorando que yo socorra de algún modo a estos hermanos nuestros, para que no desaparezca, ¡que jamás ocurra!, la religión cristiana en nuestro tiempo».
La aceptación de este llamamiento, por lo menos idealmente, porque Gregorio VII no es capaz de poner en marcha el proyecto, marca el verdadero comienzo de las cruzadas, de ese movimiento armado que se realiza ya no tras el impulso del emperador cristiano, sino del papa: «a mí» escribe el Papa, está dirigida la invocación para que yo socorra a nuestros hermanos.
Por lo demás, en la misma carta Gregorio dice que le mueve a esta empresa también el hecho de que la Iglesia de Constantinopla «concordiam apostolicae sedis exspectat». Un sueño que parecía realizarse: la cristiandad que se reunía en torno a un único jefe que era al mismo tiempo el único pastor. Un sueño cultivado desde la época de los carolingios, cuando la orientación impuesta por estos había alejado a los latinos de los griegos. En efecto, si entre los siglos VIII y XI había aumentado la separación no sólo política de Occidente con respecto al Oriente cristiano, esto se debió a que los carolingios se atrincheraron tras una doctrina de las imágenes diferente de la establecida en el Concilio II de Nicea y tras el Filioque. «No se habla bastante del cisma de la Iglesia carolingia de la Iglesia de Roma y de los patriarcados de la Iglesia bizantina aún en comunión con ella que se consumó entre los siglos VIII y XI», escribe Vittorio Peri (Da Oriente e da Occidente, p. 738). «El comienzo del cisma milenario entre Occidente y Oriente halla su génesis histórica precisamente en este cisma de la Iglesia carolingia de la Iglesia griega de Oriente, no compartido en la época por la Iglesia romana» (ib., p. 742).
Volvamos a finales del siglo XI cuando, más allá de todo cisma, el deseo de ayudar a los hermanos de Oriente y liberar el Santo Sepulcro fue, de todos modos, tan arrollador que en julio de 1099 Jerusalén fue liberada.
El emperador bizantino Constantino IX Monómaco, detalle del mosaico, Basílica de Santa Sofía, hoy convertida en museo, Estambul, Turquía

El emperador bizantino Constantino IX Monómaco, detalle del mosaico, Basílica de Santa Sofía, hoy convertida en museo, Estambul, Turquía

Los acentos de entusiasmo y de religiosidad de aquellos años, sin embargo, ya «no se pueden comprender siguiendo criterios históricos posteriores, incluso posteriores en pocos siglos a la empresa» advierte agudamente Fedalto, porque, por un lado, la liberación del Santo Sepulcro había ido acompañada de la ocupación de tierras y la formación de principados (cf. Fedalto, La Chiesa latina in Oriente, vol. I p. 82), por el otro, la reforma gregoriana estaba desarrollando sus efectos. «Puede afirmarse sin temor a equivocarse que la cruzada no habría sido posible sin toda esa preparación que lleva el nombre de reforma gregoriana y que tuvo en Gregorio VII el exponente de mayor relieve. Es verdad que la reforma estaba dirigida en primer lugar a una revaloración espiritual de la Iglesia, con la consiguiente corrección de los abusos y el restablecimiento de la autoridad pontificia y obispal; sin embargo, el fenómeno de centralización papal que ésta comportó tuvo la consecuencia de dar una dinámica mucho más expresiva a cualquier decisión, incluidas las relativas al orden civil. Ciertamente el papa no concebía la Iglesia desencarnada de la realidad temporal; si uno se salva en la historia, es la historia la que debe ser salvada y redimida por el cristiano. Sin una intervención en los asuntos temporales uno está a merced de los enemigos» (ib., pp. 76-77).
La imprevista desviación que llevaría a ocupar Bizancio en 1204 por parte de los venecianos y de los francos (el nombre de todos los occidentales, en la jerga bizantina), y a posteriori a justificarlo con el cisma, entraba en la lógica de este movimiento de reforma.
No merece la pena sondear la escandalosa crueldad de la cuarta cruzada, que quedaría grabada para siempre en la memoria de los griegos. No merece la pena detenerse a subrayar que el papa Inocencio III fue engañado por los venecianos: por la misma naturaleza de la cruzada, la responsabilidad gravitaba sobre él. Más bien conviene considerar que la cruzada había nacido de la idea de que la cristiandad fuera una sola, la latina. Al principio, debido también al escaso conocimiento de la realidad articulada del cristianismo oriental; después de un siglo o más, también por un proyecto de conquista. Al principio esa idea consentía poder correr a ayudar a los hermanos; después de un siglo y más, castigarlos por cismáticos. De ahí que la literatura sobre la cruzada, después de la conquista de Constantinopla en 1204, tras la cual no sólo se forma un Imperio latino, sino también una jerarquía latina en Oriente, se interesa por el cisma más que por Jerusalén. Ciudad que había que liberar de nuevo, visto que Saladino la había conquistado en 1187. Pero ahora «era el cisma de la Iglesia griega lo que atraía principalmente la atención de lo autores. […] Se había terminado la época gloriosa de los llamamientos para liberar el Santo Sepulcro, nacía otra, la de la evangelización […]. La cruzada, a la que cada vez menos gente daba crédito, se había convertido en otra cosa: había sido la ocasión para abrir el camino de Oriente a la Iglesia latina o, si se quiere, a mantener lejos de Europa al Islam» (ib., pp. 82-83) Podríamos decir: el Oriente cristiano tendencialmente borrado por el hecho de encontrarse en el camino hacia Jerusalén. «Siendo el papado romano el centro de toda posible cristiandad, el que no lo hubiese reconocido como la única forma canónica en la Europa cristiana postgregoriana, con juramento de obediencia y lealtad, perdía el título jurídico para ocupar una iglesia con bienes y pertenencias» (ib., p. 89).

Reforma y hegemonía
Volvamos atrás cronológica y geográficamente. Al Occidente de la segunda mitad del siglo XI. El «juramento de obediencia y lealtad» nos remite a la fórmula del homenaje feudal que Giorgio Falco, en el capítulo “Reconquista antifeudal de la Iglesia” dedicado a Gregorio VII, veía abolida por el «más tremendo destructor del viejo mundo feudal y el más grande creador de una nueva realidad histórica» (La Santa Romana Repubblica, p. 148). Contrariamente a lo que sostenía y sigue sosteniendo este idealismo histórico-filosófico (con la realidad de muerte y ruina que arrastra), la reforma gregoriana no acaba con las relaciones feudales, las hace suyas para acabar con la anterior coordinación de los poderes. En la Europa cristiana postgregoriana el vasallaje se refuerza, pero con las partes invertidas. Es lo que ha explicado en todas sus obras el fallecido Cinzio Violante, como en esa síntesis breve pero eficaz, casi un testamento, que es Chiesa feudale e riforme in Occidente (sec. X-XII). Introduzione a un tema storiografico. «Con la reforma eclesiástica romana el proceso de transformación feudal de la Iglesia no disminuyó, al contrarió se intensificó. […] La “reconquista cristiana del mundo” para restaurar y extender la Cristiandad y sobre todo para protegerla de nuevas prevaricaciones de los poderes seculares, la Iglesia la llevó a cabo también con medios feudales, como la creación de Estados vasallos» (ib., p. 149). «Al papado no le interesaba tanto la propiedad de las tierras como la posibilidad de disponer de vasallos que emplear en las empresas militares» (Historia de la Iglesia, Jedin, vol. IV, p. 472). Esta es la trama real: porque, además, «las exigencias financieras de la lucha por las investiduras y de la preparación de la cruzadas» (Violante, Chiesa feudale e riforme in Occidente [sec. X-XII], p. 157) determinan el «creciente ingreso de la Iglesia misma, de todas sus instituciones y –en cierto momento– de la misma Sede apostólica en el desarrollo de la economía monetaria […] Especialmente Gregorio VII, Urbano II y el mismo Pascual II, promotor de la pobreza, se vieron obligados por las nuevas y grandes exigencias de gastos, que se habían creado por motivos religiosos, a aumentar las financias pontificias con nuevos ingresos» (ib.).
No fue solamente porque pretendía corregir abusos por lo que la reforma creo desbarajustes y resistencias. También los antipapas del periodo (es decir, los papas que obedecían al emperador, de Occidente en este caso), como Clemente III, querían reformar la vida del clero luchando contra el concubinato y la simonía. «La misma Iglesia del reino de Alemania, que estaba enteramente bajo el control imperial, nos parece ahora, en general, bien ordenada y funcionante en el siglo XI […]. En realidad, la imagen que las fuentes filopapales, en especial las “gregorianas”, daban de las Iglesias que se resistían a la reforma romana […] estaba determinada por una fuerte contraposición ideológica» (ibid., p. 153). ¿Qué Iglesia opondría más resistencia que la griega? ¿Qué Iglesia merecería la peor prensa?
Los cruzados asaltan Constantinopla en mayo de 1204, Jacopo Negretti, llamado Palma el Joven, Palacio Ducal, Venecia

Los cruzados asaltan Constantinopla en mayo de 1204, Jacopo Negretti, llamado Palma el Joven, Palacio Ducal, Venecia

Diciendo esto no se pone en tela de juicio la santidad de León IX ni de Gregorio VII, ni tampoco el primado romano. Simplemente uno se pregunta si esa libertas, de la que habló por primera vez León IX, no fue reivindicada también y sobre todo por un proyecto de hegemonía. L’Histoire du christianisme reconoce francamente que «Roma miraba a la instalación de la libertas romana en la medida en que el papa substituía al emperador y, ofreciendo a su manera libertad a las Iglesias, les garantizaba al mismo tiempo su protección y su control» (p. 15). Sobre este punto, dentro del mismo partido gregoriano, Pedro Damián se aleja de Hildebrando y de Humberto de Silva Cándida, porque no comparte el «cambio de una eclesiología sustancialmente unitaria, en la que el poder temporal laico del emperador y la autoridad espiritual del papa formaban un todo inseparable, realizable de varios modos y según varias instituciones, a una eclesiología cuyo asunto fundamental era, en cambio la plena libertas Ecclesiae» (Violante, Chiesa feudale e riforme in Occidente [sec. X-XII], pp. 132-133).
El himno que Giorgio Falco canta a dicha libertas no creemos que le siente bien a la Iglesia, como quizá creen muchos eclesiásticos; forma parte de la publicidad ideológica que usa la reforma gregoriana para llevar agua, mejor dicho, lágrimas y sangre, a otros molinos: «La Iglesia era por fin libre, es decir, después de casi dos siglos de esfuerzos desesperados, había logrado reformar el clero, desenredarlo de los tentáculos del laicado y de la mundanidad, y ahora se movía con su ejercito jerárquico, inmenso, compacto, obediente a un mando, hacia la conquista de la hegemonía europea» (La Santa Romana Repubblica, p. 254). Dichos molinos no se preocupan si todo esto comporta «una guerra más terrible y universal», gestación necesaria del futuro: «La reforma que culmina con Gregorio VII no trae a los hombres la paz; al contrario, una guerra más terrible y universal. […] Bajo la férvida y batalladora actividad del centralismo romano se va plasmando una segunda Europa, después de la de Carlomagno, más estable, vasta, consciente de sí misma; las multitudes que presionan para salir a la luz –protagonistas del mañana– son invocadas como testigos y partícipes de la lucha» (ib.). Dichos molinos no se interesan de la custodia del depositum, sino de salmodiar «de la revolución más grande de la Edad Media, de la más profunda fe política y religiosa. […] Gregorio VII es la revolución y el porvenir» (ib., p. 255). Puro énfasis.


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