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EE UU y la Santa Sede
Sacado del n. 02 - 2004

Historia de las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos de América y la Santa Sede.

Introducción de Giulio Andreotti





La nueva edición del brillante estudio escrito para 30Días por el embajador Jim Nicholson sobre la historia de las relaciones USA-Santa Sede se enriquece con los dos importantes prefacios del Secretario de Estado, Colin Powell, y del cardenal Jean-Louis Tauran. Es índice no sólo del valor de la monografía, sino también de su utilidad y actualidad.
En julio de 1963, cuando vino a Roma en visita oficial el presidente John Kennedy, le pregunté durante un desayuno privado en el Palacio Taverna cómo es que todavía no se había conseguido establecer relaciones diplomáticas entre su país y el Vaticano. Me respondió sin equívocos que plantearía el problema si era reelegido. Tenía que prestar mucha atención a no crear una “cuestión católica”. Por desgracia, el nuevo cuatrienio no fue suyo. Cuatro meses después de los coloquios de Roma fue asesinado en Dallas. Pasarían muchos años antes de que el Congreso y el Gobierno llegaran a elevar a su representante personal a la categoría de verdadero embajador. Bill Wilson, amigo personal del presidente Reagan, desarrolló eficazmente su trabajo llenando un hueco que había llegado a ser cada vez más evidente habiendo aumentado mucho la red diplomática de y con la Santa Sede. Junto al enviado oficial los Estados Unidos siguieron manteniendo, con sus frecuentes visitas al Vaticano, una relación oficiosa a través del general Vernon Walters, quien, en sus distintos cometidos, siempre fue un punto de referencia y una fuente auténtica de recíproca información en sus frecuentes visitas romanas.
Durante la Segunda Guerra Mundial los diplomáticos de los países enemigos de Italia habían tenido que encerrarse dentro del Vaticano. La mayoría no estaba al tanto de que el representante americano lo era sólo del presidente, sin acreditación formal, mientras que para los expertos era algo bastante anómalo. Pero –recuerdo una observación que oí sobre esto- en la Sociedad ginebrina de las Naciones, ideada por el presidente Wilson, los Estados Unidos no participaban porque así lo había querido el Senado. Por otra parte, era bien sabido que, además de la representación paradiplomática, tenía un papel de conexión para nada marginal el cardenal arzobispo de Nueva York, Francis Spellman, coadyuvado por el conde Enrico Pietro Galeazzi, con el apoyo también de la estructura de los Caballeros de Colón. Spellman, que había trabajado en la Secretaría de Estado y conocía bien Roma, fue más tarde para los italianos muy útil a la hora de recuperar una amistad connatural con los americanos, enfangada por Mussolini y rota con la declaración de guerra.
Durante el conflicto hubo un momento delicado entre Washington y la Santa Sede. El representante personal había transmitido la petición de que se hiciera una declaración básicamente de simpatía, si no de apoyo, por los Aliados, que combatían contra Hitler, el enemigo acérrimo de la cristiandad. Pero se le dijo que la Iglesia, celosa asertora de la paz, no toma nunca partido durante una guerra (Benedicto XV había sido lapidado por haber definido «inútil matanza» el primer conflicto mundial). A esta llamada a la tradición Pío XII añadió la previsión de que si los Aliados ganaban en Europa no dominarían los angloamericanos, sino Stalin. Sobre estas palabras, interpretadas capciosamente como que consideraban a los nazis “mal menor”, se construiría luego una injusta campaña contra Pío XII, que aún perdura, definido incluso por un ensayista americano «el Papa de Hitler».
El trabajo atento y sagaz del embajador Nicholson ha sido especialmente útil durante la crisis iraquí para evitar que la postura del Papa, contraria ideológicamente a las guerras, creara una marcada diferenciación con respecto a la fuerte iniciativa política del presidente justo.
El embajador Nicholson ha demostrado ser el hombre justo en el puesto justo.


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