La Madre Pierina y el Rostro de Jesús
Historia de una monja que, entre Argentina, Milán y Roma, vivió la fe como mirada al dulce Rostro de Jesús
por Davide Malacaria
Roma, Basílica de Santa María la Mayor, 30 de mayo de 2010: beatificación de la madre Pierina
[© Romano Siciliani]
Desde la planta baja, donde está la guardería, suben los gritos de los niños jugando. Aquí, en el piso superior, habita el silencio y la oración. Hay una secreta armonía que une el silencio de esta planta donde están las celdas de las hermanas con los juegos de los niños de abajo. Como cosas que se enmarañan, se entrecruzan, como en un vaivén en este rincón del mundo situado en el corazón de Roma. Rodeado de espacios verdes, el Instituto del Espíritu Santo está en Testaccio, barrio que es de alguna manera símbolo de la romanidad, y alberga a las Hijas de la Inmaculada Concepción de Buenos Aires. A esta Congregación pertenecía la madre Pierina De Micheli, cuyo nombre era Giuseppina, proclamada beata el 30 de mayo de 2010. Sus cosas siguen aquí, en el primer piso, en la que durante años fue su habitación: bien dispuestas, ordenadas, expuestas como si fuera una pequeña exposición. Nos las enseña una monja, indicando una urna colocada al lado de la puerta de entrada en la que se conservan objetos que recuerdan las muchas atenciones dedicadas a la beata durante su vida, entre las que destaca una estatuilla de cerámica que representa al Niño Jesús que, explica nuestra acompañante, al parecer la abrazó. En frente, otra urna conserva recuerdos más oscuros: su crucifijo roto, los restos de una manta quemada; objetos que fueron encontrados en su celda y que, explican las monjas, atestiguan el feroz odio que el diablo sentía hacia ella. Pocos pasos, los suficientes para llegar hasta el final del pasillo, donde se abre la pequeña capilla del Instituto donde reposa el cuerpo de la beata, aún aquí, en medio de sus hermanas. Delante del sarcófago se ha colocado un reclinatorio para los devotos que desde todos los rincones de Roma vienen a rezarle. La tumba está en un nicho lateral, de modo que también ahora que está muerta parece que la madre obedece a la pequeña regla a la que se conformó en vida, como la de restar escondida al mundo, con Jesús, cerca de Jesús.
Giusepppina De Micheli es romana de adopción, pues nació en Milán en 1890, última de una prole numerosa, que dará a la Iglesia dos monjas, Teofila y Luigia, y un sacerdote, don Riccardo. Para contar su vida, marcada desde la juventud por una singular amistad con Jesús, usaremos una carta que ella misma escribe al papa Pío XII en 1943, con motivo de una visita al Vaticano. Escribe la beata: «Tenía yo doce años cuando, el Viernes Santo, esperando en mi parroquia el turno para besar el crucifijo, una voz clara me dice: “¿Nadie me da un beso de amor en el rostro, para reparar el beso de Judas?”. Creí, en mi inocencia de niña, que la voz la habían escuchado todos y sentía gran pena viendo que seguían besándole las llagas y nadie pensaba besarle el Rostro. Yo te voy a dar, Jesús, el beso de amor, ten paciencia y, llegado el momento, le solté un fuerte beso en el Rostro con todo el ardor de mi corazón. Era feliz, creyendo que Jesús estaba ya contento y no iba a seguir teniendo aquella pena». Desde entonces el rostro de Jesús fue término de devoción profunda por parte de Giuseppina. «Desde aquel día», sigue escribiendo en la carta, «el primer beso al crucifijo era a Su Santo Rostro».
De muchacha le gusta enseñar el catecismo a los niños y se apresura a seguir al sacerdote cuando éste va a administrar la extremaunción a los moribundos porque, explica a quienes le preguntan, es hermoso acompañar a un alma hacia el Paraíso. No se sabe bien cuándo florece en ella la vocación a la vida consagrada: quizá durante la vestición de una de sus hermanas, quizá antes. Lo cierto es que desde chiquilla se siente de alguna manera atraída, y al mismo tiempo, atemorizada. A quienes le preguntan responde con evasivas. En una carta, don Riccardo, el hermano sacerdote al que Giuseppina se unió mucho tras la muerte de los padres, hará ironía sobre su titubeo, escribiéndole: «Para ti las monjas han de venir del otro mundo». Pasan algunos meses y el sacerdote conoce algunas monjas recién llegadas a Milán: pertenecen a la congregación de las Hijas de la Inmaculada Concepción y su casa generalicia está en Buenos Aires. No le queda más que comunicarle a su hermanita que las monjas del otro mundo habían llegado por fin. Venciendo sus últimos titubeos, Giuseppina entra en la Congregación y se convierte en sor Maria Pierina.
La tumba de la madre Pierina [© Paolo Galosi]
En esta época ocurre otro episodio importante de la vida de la beata, que es el motivo principal de este artículo. Cuenta esto en la carta a Pío XII: «El 31 de mayo de 1938 mientras rezaba en la capillita de mi noviciado, una Hermosa Señora se presentó ante mí: tenía en la mano un escapulario formado por dos franelitas blancas, unidas por un cordón. Una franela llevaba la imagen del Santo Rostro de Jesús, la otra una Hostia con una aureola. Se me acercó y me dijo: “Escucha bien y cuéntale todo esto exactamente al padre. Este escapulario es un arma de defensa, un escudo de fortaleza, una prenda de amor y de misericordia que Jesús le quiere dar al mundo en estos tiempos de sensualidad y odio contra Dios y la Iglesia. Se tienden redes diabólicas para arrancar la fe de los corazones, el mal se expande, los verdaderos apóstoles son pocos, es necesario un remedio divino y este remedio es el Santo Rostro de Jesús. Todos los que lleven un escapulario como este y hagan cuando puedan cada martes una visita al Santísimo sacramento para reparar los ultrajes que recibió Su Santo Rostro durante Su Pasión y recibe cada día en el sacramento eucarístico, serán fortalecidos en la fe, listos para defenderla y superar todas las dificultades interiores y exteriores, además tendrán una muerte serena bajo la mirada amable de mi Divino Hijo”».
La madre, de este modo, se convierte en solícita promotora de la devoción al Rostro de Jesús, la cual pronto se difunde rápidamente alrededor del Instituto. Por desgracia, muy pronto se da cuenta de que no es fácil repartir escapularios. Por eso se le ocurre acuñar una medalla que reproduzca en ambas caras lo que pedía la Virgen. Una idea que recibe pronto el consuelo divino: en una aparición siguiente la Hermosa Señora le asegurará que las medallas irán acompañadas de las mismas promesas que ya le había hecho para los escapularios.
En la búsqueda de una imagen para la medalla, la madre Pierina se topa con una fotografía de la Sábana Santa que reproduce el Rostro de Jesús, sacada por Giovanni Bruner. Una imagen bastante conocida en Milán, pues el fotógrafo se la había regalado al arzobispo de la ciudad, el beato cardenal Ildefonso Schuster, quien, a su vez, la había entronizado con la mayor devoción en una iglesia dedicada precisamente al Santo Rostro. Por desgracia, la realización de las medallas queda interrumpida por una serie de motivos económicos y burocráticos, que a la pobre monja le parecen insuperables. Busca ayuda en su padre espiritual, el jesuita padre Rosi, quien le responde que confíe en la Providencia. Acepta la sugerencia, pero no le acaba de convencer.
Mientras tanto, ya en septiembre de 1939, es enviada a Roma con el cargo de superiora regional, en la nueva casa que la Congregación ha conseguido abrir en la capital gracias también a su incansable supervisión. Aquí conoce al abad Ildebrando Gregori (cuyo proceso de beatificación está en curso), de la congregación de los monjes benedictinos silvestrinos, que se convierte en su nuevo padre espiritual y seguro consuelo para el resto de la vida. Aquí es donde, por fin, consigue reproducir las tan queridas medallas. Gracias también a un pequeño prodigio. En la carta al Papa ya citada, la madre Pierina lo cuenta con estas palabras: «Escribí al fotógrafo Bruner para que me diera el permiso de usar la imagen del Santo Rostro y me lo dio. Presenté en la Curia de Milán la petición para el permiso, que me fue concedido el 9 de agosto de 1940. Encargué a la empresa Johnson el trabajo, que fue largo, porque Bruner quería controlar todas las pruebas. Pocos días antes de la entrega de las medallas encuentro en la mesita de mi habitación un sobre, observo y veo 11.200 liras. El coste, efectivamente, era precisamente esa cantidad. Las medallas fueron repartidas todas gratuitamente y se repitió varias veces la misma Providencia en otros momentos; y la medalla se difundía realizando gracias señaladas. […] El enemigo está rabioso por esto y ha molestado y molesta de muchas maneras. Varias veces durante la noche ha tirado al suelo por los pasillos y las escaleras las medallas, ha rasgado imágenes, amenazando y pisoteando».
La habitación de la madre Pierina [© Paolo Galosi]
Un abrazo que le permitirá a la madre Pierina resplandecer en la fe, esperanza y caridad incluso en los años de guerra, durante los cuales se priva del pan para dárselo a los hambrientos y se prodiga para difundir las medallas que representan el rostro de Jesús. A propósito de esto, el abad Gregorio, en su testimonio en el proceso de beatificación, recuerda que «algunas de ellas se consiguió hacerlas llegar incluso a condenados a muerte y a perseguidos políticos y a ni uno de estos condenados a muerte se les aplicó la pena».
Nada más terminar la guerra, la madre decide irse al norte de Italia, para volver a abrazar a sus monjas, que el conflicto había alejado de Roma. Salió en junio del 45, y tras una breve estancia en Milán, va a la casa de Centonara d’Artò, donde algunas novicias la esperan para recibir los votos. Aquí es donde, agotada por el viaje, cae gravemente enferma. Otras veces, en el pasado, se había curado prodigiosamente de graves afecciones, como recuerda el abad Gregori, después de que le pidiera que rezara por su salud. Es lo que parecía que se iba a repetir también en esta ocasión: el abad, informado de la situación, envía el siguiente telegrama: «Por virtud de santa obediencia, sane en tres días». Pero, por desgracia, hay un problema con el correo y el mensaje llega demasiado tarde: a las 11 del 27 de julio. La madre Pierina había muerto la noche antes.
La Iglesia ha decidido recordar a la beata no en el día de su muerte, o dies natalis como se dice canónicamente, sino en el día de su nacimiento (y bautismo): el 11 de septiembre. En la habitación donde se conservan sus cosas las monjas han colocado una placa con un pensamiento de la beata: «Es tan confortante repetir: yo soy nada, Él es todo; yo no puedo nada, Él lo puede todo». De modo que es más fácil el abandono, como les pasa a los niños del piso de abajo que, con sus juegos, participan del gozo del Paraíso. Pues «si no os volvéis niños...».