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SECCIONES
Sacado del n. 04/05 - 2011

Lectura espiritual/42




Decretum de peccato originali*

3. Si quis hoc Adae peccatum, quod origine unum est et propagatione, non imitatione transfusum omnibus inest unicuique proprium, vel per humanae naturae vires, vel per aliud remedium asserit tolli, quam per meritum unius mediatoris Domini nostri Iesu Christi, qui nos Deo reconciliavit in sanguine suo, «factus nobis iustitia, sanctificatio et redemptio» (1Cor 1, 30); aut negat, ipsum Christi Iesu meritum per baptismi sacramentum, in forma Ecclesiae rite collatum, tam adultis quam parvulis applicari: anathema sit. Quia «non est aliud nomen sub caelo datum hominibus, in quo oporteat nos salvos fieri» (At 4, 12). Unde illa vox: «Ecce agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi» (Gv 1, 29). Et illa: «Quicumque baptizati estis, Christum induistis» (Gal 3, 27).

 

* Denzinger 1513

 

 

Decreto sobre el pecado original

3. Si alguno afirma que este pecado de Adán que es por su origen uno solo y, transmitido a todos por propagación, no por imitación, está como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o por otro remedio que por el mérito del solo mediador, Nuestro Señor Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (1 Cor 1, 30), nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el sacramento del bautismo, debidamente conferido en la forma de la Iglesia: sea anatema. Porque «no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que hayamos de salvarnos» (Hch 4, 12). De donde aquella voz: «He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo» (Jn 1, 29). Y la otra: «Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os vestisteis de Cristo» (Gal 3, 27).

 

 

El tercer canon del decreto sobre el pecado original del Concilio de Trento que proponemos como lectura espiritual de este número, nos ha sugerido publicar, como comentario, dos fragmentos del papa Pablo VI.
El primero está sacado del discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio ecuménico Vaticano II, el 29 de septiembre de 1963, en el que Pablo VI indica los fines de este veintiuno Concilio ecuménico.  

 

«¿De dónde arranca nuestro viaje?»; «¿Qué ruta pretende recorrer?»; « ¿Qué meta deberá fijarse?».
«Estas tres preguntas sencillísimas y capitales tienen, como bien sabemos, una sola respuesta, que aquí, en esta hora, debemos darnos a nosotros mismos y anunciarla al mundo que nos rodea: ¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestra vida y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término.
Que preste este Concilio plena atención a la relación múltiple y única, firme y estimulante, misteriosa y clarísima, que nos apremia y nos hace dichosos, entre nosotros y Jesús bendito, entre esta santa y viva Iglesia, que somos nosotros, y Cristo, del cual venimos, por el cual vivimos y al cual vamos. Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga sino aquella que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: “Et ecce Ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem saeculi” [“Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”] (Mt 28,20).
¡Ojalá! fuésemos capaces en esta hora de elevar a nuestro Señor Jesucristo una voz digna de El! Diremos con la de la sagrada liturgia: “Te, Christe, solum novimus; – te mente pura et simplici – flendo et canendo quaesumus – intende nostris sensibus!” [“Solamente te conocemos a ti, Cristo; – a ti con alma sencilla y pura – llorando y cantando te buscamos –; ¡mira nuestros sentimientos!”]».

 

 

El segundo fragmento está tomado del Credo del pueblo de Dios del 30 de junio de 1968, en el que Pablo VI cita literalmente el tercer canon del decreto sobre el pecado original del Concilio de Trento.


«Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, “por propagación, no por imitación”, y que “se halla como propio en cada uno”.
Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” [cf. Rm 5, 20]».


Del 29 de septiembre de 1963 al 30 de junio de 1968 no han pasado ni siquiera cinco años. Y, sin embargo, en sus dos intervenciones, nos parece vislumbrar que la historia de Pablo VI en aquellos años es la misma experiencia que vivió el primero de los apóstoles, Pedro, según nos la documenta el Evangelio. Un camino que, arrancando del entusiasmo humanísimo por el reconocimiento de Jesús –que es don del Padre («Bienaventurado eres Simón, […] porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos», Mt 16, 17), en el que se juega toda la iniciativa de Pedro–, llega a la experiencia real de «angustiosa debilidad», de modo que toda la iniciativa queda en manos del Señor y Pedro humildemente enseña «solamente lo que le ha sido confiado» (Dei Verbum, n. 10).
No tiene comparación, al respecto, el comentario que hace san Agustín de las palabras que Jesús le dice a Pedro, después de que, en Cesarea de Filipo, el apóstol lo reconociera (cf. Mc 8, 27-33): «Dominus Christus ait: ”Vade post me, satanas” / Y dijo Cristo Señor: “Quítate de delante, satanás”. / Quare satanas? / ¿Por qué satanás? / Quia vis ire ante me / Por que quiere ir delante de mí» (Sermones 330, 4).
Pedro y su sucesor han aprendido, pues, a dejar toda la iniciativa a la acción del Señor. Han aprendido que a nosotros solo se nos concede reconocer y seguir lo que el Señor obra.



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