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ECCLESIAM SUAM
Sacado del n. 07/08 - 2011

REFLEXIONES SOBRE EL MISTERIO Y LA VIDA DE LA IGLESIA

Esa percepción de la Iglesia como “luz refleja” que une a los Padres del primer milenio y al Concilio Vaticano II


El último Concilio reconoce que el punto fontal de la Iglesia no es la Iglesia misma, sino la presencia viva de Cristo que edifica personalmente la Iglesia. La luz que es Cristo se refleja como en un espejo en la Iglesia


por el cardenal Georges Cottier, op


Cardenal Georges Cottier

Cardenal Georges Cottier

 

En el ya cercano 2012 se cumplirán los cincuenta años del comienzo del Concilio Vaticano II. Medio siglo después, lo que fue un acontecimiento mayor de la vida de la Iglesia sigue suscitando debates –que probablemente se intensificarán en los próximos meses– sobre cuál es la interpretación más adecuada de aquella asamblea conciliar.

Las disputas de carácter hermenéutico, por supuesto importantes, corren el riesgo, sin embargo, de convertirse en controversias para entendidos. Mientras que a todo el mundo le puede interesar, sobre todo en el momento actual, redescubrir la fuente inspiradora que animó al Concilio Vaticano II.

La respuesta más común reconoce que lo que impulsaba el acontecimiento era el deseo de renovar la vida interior de la Iglesia y también adaptar su disciplina a las nuevas exigencias para volver a proponer con nuevo vigor su misión en el mundo actual, atenta en la fe a los «signos de los tiempos». Pero para ir más a fondo, hay que comprender cuál era el rostro más íntimo de la Iglesia que el Concilio se proponía confesar y presentar al mundo en su intento de actualización.

El título y las primeras líneas de la constitución dogmática conciliar Lumen gentium, dedicada a la Iglesia, son iluminadores por su claridad y sencillez: «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia». En las primeras palabras de su documento más importante, el último Concilio reconoce que el punto fontal de la Iglesia no es la Iglesia misma, sino la presencia viva de Cristo que edifica personalmente la Iglesia. La luz que es Cristo se refleja como en un espejo en la Iglesia.

La conciencia de este dato elemental (la Iglesia es el reflejo en el mundo de la presencia y de la acción de Cristo) ilumina todo lo que el último Concilio dijo sobre la Iglesia. El teólogo belga Gérard Philips, que fue el principal redactor de la constitución Lumen gentium, evidenció precisamente este dato al principio de su monumental comentario al texto conciliar. Según él, «la constitución sobre la Iglesia adopta desde el principio la perspectiva cristocéntrica, perspectiva que se afirma con fuerza durante toda la exposición. La Iglesia está profundamente convencida de ello: la luz de los pueblos no se irradia de ella, sino de su divino Fundador: también, la Iglesia sabe muy bien que, reflejándose en su rostro, esta irradiación llega a la humanidad entera» (La Chiesa e il suo mistero nel Concilio Vaticano II: storia, testo e commento della costituzione “Lumen gentium”, Jaca Book, Milán, 1975, v. I, p. 69). Una mirada en perspectiva mantenida hasta las últimas líneas del mismo comentario, en las que Philips repetía que «no es cometido nuestro profetizar sobre el futuro de la Iglesia, sobre sus fracasos y desarrollo. El futuro de esta Iglesia, a la que Dios ha querido hacer reflejo de Cristo, Luz de los Pueblos, está en sus manos» (ibid. v. II, p. 314).

La percepción de la Iglesia como reflejo de la luz de Cristo une el Concilio Vaticano II con los Padres de la Iglesia, que desde los primeros siglos recurrieron a la imagen del mysterium lunae, el misterio de la luna, para sugerir cuál era la naturaleza de la Iglesia y la acción que le conviene. Como la luna, «la Iglesia no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo» («fulget Ecclesia non suo sed Christi lumine»), dice san Ambrosio. Mientras que para Cirilo de Alejandría «la Iglesia está penetrada por la luz divina de Cristo, que es la única luz en el reino de las almas. Existe, pues, solo una luz: en esta única luz resplandece también la Iglesia, que, sin embargo, no es Cristo mismo».

En este sentido, merece atención la intervención que el historiador Enrico Morini hizo recientemente en la página web www.chiesa.espressonline.it que dirige Sandro Magister.

Según Morini –que es profesor de Historia del cristianismo y de las Iglesias de la Universidad de Bolonia– el Concilio Vaticano II se mantuvo «en la perspectiva de la más absoluta continuidad con la tradición del primer milenio, según una periodización no puramente matemática sino esencial, al ser el primer milenio de historia de la Iglesia el de la Iglesia de los siete Concilios, todavía indivisa […]. Al promover la renovación de la Iglesia el Concilio no ha intentado introducir algo nuevo –como respectivamente de­sean y temen progresistas y conservadores– sino volver a lo que se había perdido».

La observación puede crear equívocos, si se confunde con el mito historiográfico que ve la historia de la Iglesia como una progresiva decadencia y un alejamiento creciente de Cristo y del Evangelio. Tampoco pueden acreditarse contraposiciones artificiosas según las cuales el desarrollo dogmático del segundo milenio no estaría conforme con la Tradición compartida durante el primer milenio por la Iglesia indivisa. Como ha puesto de manifiesto el cardenal Charles Journet, apoyándose también en el beato John Henry Newman y en su ensayo sobre el desarrollo del dogma, el depositum que hemos heredado no es un depósito muerto, sino un depósito vivo. Y todo lo que está vivo se mantiene en vida desarrollándose.

Al mismo tiempo, hay que reconocer como dato objetivo la correspondencia entre la percepción de la Iglesia expresada en la Lumen gentium y la ya compartida en los primeros siglos del cristianismo. La Iglesia no se presupone como un sujeto en sí mismo, preestablecido. La Iglesia da por sentado que su presencia en el mundo florece y permanece como reconocimiento de la presencia y de la acción de Cristo.

La Transfiguración, mosaico de la primera mitad del siglo XI del monasterio de Hosios Loukas, Chaidari, Atenas

La Transfiguración, mosaico de la primera mitad del siglo XI del monasterio de Hosios Loukas, Chaidari, Atenas

A veces, incluso en nuestra más reciente actualidad eclesial, esta percepción del punto fontal de la Iglesia parece ofuscarse para muchos cristianos, y parece darse una especie de vuelco: de ser reflejo de la presencia de Cristo (que con el don de su Espíritu edifica la Iglesia) se pasa a percibir la Iglesia como una rea­lidad material e idealmente dedicada a atestiguar y realizar por sí misma su presencia en la historia.

De este segundo modelo de percepción de la naturaleza de la Iglesia, no conforme con la fe, se desprenden consecuencias concretas.

Si, como debe ser, la Iglesia se percibe en el mundo como reflejo de la presencia de Cristo, el anuncio del Evangelio no puede hacerse más que en el diálogo y en la libertad, renunciando a cualquier medio de coer­ción, ya sea material o espiritual. Es el camino que marcó Pablo VI en su primera encíclica Ecclesiam Suam, publicada en 1964, que expresa perfectamente la mirada sobre la Iglesia propia del Concilio. También la mirada que el Concilio ha dirigido a las divisiones entre los cristianos y luego a los creyentes de las otras religiones, reflejaba la misma percepción de la Iglesia. Así, pues, también la petición de perdón por las culpas de los cristianos, que causó asombro y debates en el cuerpo eclesial cuando la presentó Juan Pablo II, es perfectamente conforme con la conciencia de Iglesia descrita hasta aquí. La Iglesia pide perdón no siguiendo modas de honorabilidad mundana, sino porque reconoce que los pecados de sus hijos ofuscan la luz de Cristo que ella está llamada a reflejar sobre su rostro. Todos sus hijos son pecadores llamados por la acción de la gracia a la santidad. Una santificación que es siempre un don de la misericordia de Dios, el cual desea que ningún pecador –por muy horrible que sea su pecado– sea atrapado por el maligno en el camino de la perdición. Así se comprende la fórmula del cardenal Journet: la Iglesia es sin pecado, pero no sin pecadores.

La referencia a la verdadera naturaleza de la Iglesia como reflejo de la luz de Cristo tiene también implicaciones pastorales inmediatas. Por desgracia, en el contexto actual, se verifica la tendencia de algunos obispos a ejercer su magisterio mediante declaraciones por vía mediática, en las que dan prescripciones, instrucciones e indicaciones sobre lo que tienen o no tienen que hacer los cristianos. Como si la presencia de los cristianos en el mundo fuera el resultado de estrategias y prescripciones y no surgiera de la fe, es decir, del reconocimiento de la presencia de Cristo y de su mensaje. Quizás, en el mundo actual, sería más sencillo y confortante para todos poder escuchar a pastores que hablan a todos sin dar por supuesta la fe. Como reconoció Benedicto XVI durante su homilía en Lisboa el 11 de mayo de 2010, «con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista».



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