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IGLESIA
Sacado del n. 07/08 - 2011

SAN CARLOS BORROMEO

La casa construida sobre la roca


«Todo lo que san Carlos hizo y realizó lo edificó sobre la roca indestructible que es Cristo, sobre la plena coherencia y fidelidad al Evangelio, sobre el amor incondicional por la Iglesia del Señor». La intervención del arzobispo emérito de Milán en el Meeting de Rímini


por el cardenal Dionigi Tettamanzi


El cardenal Dionigi Tettamanzi [© Oficina de Prensa del Meeting de Rímini]

El cardenal Dionigi Tettamanzi [© Oficina de Prensa del Meeting de Rímini]

 

Todo es gracia: la mirada dirigida a san Carlos

Sí, «todo es gracia». También este encuentro nuestro. Siento sobre mí la mano de la providencia de Dios. Es esta providencia la que ha querido que mi último año al frente de la guía pastoral de la diócesis de Milán coincidiera con el IV centenario de la canonización de san Carlos Borromeo, que tuvo lugar el 1 de noviembre de 1610 con el papa Pablo V. Quiero dar gracias al Señor porque este ha sido un año muy intenso, repleto de iniciativas de gran significado espiritual, pastoral y cultural para la Iglesia ambrosiana.

Me permito señalar solo algunos datos, recordando ante todo el comienzo de este centenario que ha tenido como acontecimiento importante la carta apostólica de Benedicto XVI  Lumen caritatis, del 1 de noviembre de 2010, el mismo día del aniversario de la canonización; acontecimiento importante y para mí especialmente gozoso por la posibilidad de leer y presentar la carta del Papa a los fieles ambrosianos en la solemnidad de san Carlos, el pasado 4 de noviembre. En la carta el Santo Padre delinea en síntesis algunos aspectos fundamentales de la santidad de Borromeo.

Me gustaría citarlos aquí.

El primer aspecto nos habla de su obra de obispo reformador. San Carlos, llevando a la práctica con sabiduría y originalidad los decretos del Concilio de Trento, reformó aquella Iglesia a la que tan profundamente amaba; más aún, precisamente porque la amaba con un amor sincero, quiso renovarla, contribuyendo a devolverle su rostro más hermoso, el de la Esposa de Cristo, una esposa sin mancha ni arruga.

Un segundo aspecto de la santidad de Carlos Borromeo: fue hombre de oración, de oración convencida, intensa, prolongada, arraigada y fructífera en su vida de pastor. Si san Carlos fue un enamorado de la Iglesia, lo fue porque antes fue un enamorado del Señor Jesús, presente y operante en la Iglesia, en su tradición doctrinal y espiritual, presente en la Eucaristía, en la Palabra de Dios. Fue sobre todo un enamorado de Cristo crucificado, como nos documenta la iconografía que no por casualidad quiso transmitirnos la imagen de este santo en contemplación y adoración de la Pasión y la Cruz del Señor.

En fin, Carlos Borromeo fue santo –nos recuerda el Papa– porque supo encarnar la figura del pastor celante y generoso, que está dispuesto a sacrificar por su grey toda su vida: san Carlos estuvo real­mente “omnipresente” en la diócesis de Milán mediante las visitas pastorales, prestó atención de manera profética e incisiva a los problemas de su tiempo; sobre todo, como los grandes obispos de la Edad Media, fue auténticamente pater pauperum, padre de los más pobres y los más débiles: no hay más que pensar en lo que supo realizar también desde el punto de vista caritativo y asistencial durante los momentos dramáticos de las penurias y la peste de 1576. La carta del Papa se titula justamente Lumen caritatis, porque hace referencia explícita a la caridad pastoral que cotidiana y heroicamente san Carlos supo vivir y practicar.

Realmente, a imitación de Cristo que dio su vida por nuestra salvación, san Carlos “disolvió” literalmente su vida en la caridad pastoral. Desde que se convirtió en obispo de Milán, de manera programática y sistemática antepuso la causa del Evangelio y el bien de la Iglesia a todo lo demás: a sus propias comodidades, a los intereses privados y personales, a los intereses de la familia o del círculo de amigos, a su propio tiempo libre, hasta el punto de no tener nunca tiempo para sí mismo, visto que todo el tiempo a disposición de un obispo –lo mismo decía san Carlos– ha de dedicarse a la salvación de las almas.

 

El centenario desde Milán a Rímini

Es para mí una gran alegría que el centenario de san Carlos, que comenzó con la palabra del Papa, en cierto sentido termine en Rímini, con esta manifestación que se presenta con un  significado doble: cultural y espiritual.

Tiene indudablemente un aspecto cultural: hoy se inaugura una exposición didáctica sobre la vida y la obra pastoral de Carlos Borromeo; hay paneles, notas, soportes multimedia; hay un catálogo con aportaciones científicas. Todo esto es importante, porque permite dar a conocer cada vez mejor, superando las muchas simplificaciones y lecturas parciales o incluso ideológicamente apriorísticas, el verdadero rostro de este gran obispo, auténtico intérprete de la reforma tridentina de la Iglesia.

Pero personalmente me urge subrayar sobre todo el aspecto espiritual de la iniciativa, como pone en evidencia el título que los organizadores han querido elegir para esta exposición: “La casa construida sobre la roca”. La referencia es a la célebre página que cierra el Sermón de la Montaña, con la parábola de los dos hombres que construyen su casa, el primero en la arena, el otro sobre la roca. Y las consecuencias son totalmente previsibles: la casa del primero, cuando encuentra las primeras adversidades de la vida y las tempestades de la historia, se derrumba inexorablemente; la del segundo, pese a las dificultades de la vida y los desórdenes de la historia, sigue en pie y aguanta. Y la roca sobre la que está construida la casa es Cristo Señor, es su Evangelio de verdad y de vida (cf. Mt 7, 24-27).

Realmente esta parábola puede referirse de manera especial a san Carlos y a su obra: todo lo que hizo y realizó lo edificó sobre la roca indestructible que es Cristo, sobre la plena coherencia y fidelidad al Evangelio, sobre el amor incondicional por la Iglesia del Señor. Por todo esto lo que san Carlos edificó ha resistido a las tempestades de su tiempo; ha resistido también al desgaste de los siglos, como atestigua el que todavía hoy muchas de sus intuiciones, muchas de las soluciones pastorales e institucionales que ideó o prefiguró conservan permanente validez, incisiva actualidad, no solo para la diócesis de Milán, sino también para toda la Iglesia latina occidental.

 

<I>San Carlos milagrosamente salvado del atentado</I>, Giovanni Battista della Rovere, llamado el Fiammenghino, Catedral de Milán

San Carlos milagrosamente salvado del atentado, Giovanni Battista della Rovere, llamado el Fiammenghino, Catedral de Milán

¿Un santo actual o inactual?

No es casualidad que yo esté hablando de “actualidad”, porque he de confesaros que varias veces, durante este centenario, me he preguntado, pasando revista a los aspectos destacados de la santidad de Carlos Borromeo, si sigue siendo todavía un santo “actual”: es decir, si tiene algo tan significativo que se pueda decir también en nuestro presente que sigue siendo para nosotros –como lo fue hace cuatrocientos años– un modelo de vida evangélica no solo que admirar sino también en muchos sentidos que imitar.

Es una pregunta quizá algo redundante, a la que sin duda alguna podemos responder: ¡sí! También hoy san Carlos nos habla, también sigue siendo hoy para nosotros un válido modelo de santidad. Y la carta del Papa de la que hemos partido, la exposición que se ha preparado aquí en Rímini, las diferentes iniciativas que han tenido lugar en este año “carolino”, lo demuestran de manera incontrovertible.

Desde luego no podemos correr el riesgo de caer en anacronismos, porque hemos de reconocer abiertamente que no pocas cosas en la Iglesia y en el mundo de hoy han cambiado con respecto a la situación de la Iglesia y la sociedad de finales del siglo XVI. Y también hemos de reconocer que algunos aspectos de la acción pastoral de san Carlos –así como también algunos aspectos de su estilo de vida (pensamos sobre todo en su muy rigurosa ascesis penitencial)— no son ni material ni automáticamente practicables hoy sin las necesarias y adecuadas mediaciones. Pero, pese a esta constatación obvia, que por lo demás es válida siempre que nos referimos a los personajes del pasado, hay algunos puntos destacados de la santidad de Carlos Borromeo que, en su significado más profundo y evangélico, poseen realmente una validez perenne. Una validez, pues, también para nuestra vida de cristianos del tercer milenio, en la medida en que también nosotros, hoy, como él hace cuatrocientos años, queremos «construir nuestra casa sobre la roca», como “hombres sabios”.

Y sin embargo, desde este punto de vista, la figura de san Carlos es muy provocadora, porque pone en crisis muchos aspectos del modo de pensar y vivir del mundo actual. Por ello durante el centenario, recogiendo algunas experiencias y recuerdos personales de mi acercamiento y relación con la figura de Borromeo, he querido escribir yo también un libro, que lleva un título sugerente y estimulante: San Carlos, un reformador inactual.

Me permito detenerme un poco en este adjetivo. “Inactual”, en efecto, se contrapone inmediatamente a “actual”. Son dos términos, sin embargo, que solo aparentemente se contraponen, porque uno puede fácilmente desembocar en el otro. Así, pues, si por ejemplo por “actual” entendemos “según la moda del momento”, “según la mentalidad del tiempo presente”, “según la opinión compartida por la mayoría”, está claro que san Carlos es “inactual”. Ya lo dijimos y lo queremos subrayar para comprender mejor lo de actualidad-inactualidad: los tiempos de Borromeo no son los nuestros; su modo de interpretar los problemas y de resolverlos no es el nuestro; tampoco podemos mecánicamente tomar algunas de sus soluciones y aplicarlas a nuestro mundo, “actual”, este sí.

Y viceversa, si por “inactual” entendemos lo que está arraigado en los valores fundamentales de la tradición cristiana, si por “inactual” se entiende seguir anclados a aquella roca que es Jesucristo y que da verdadera solidez a toda la construcción de la casa, si todo ello se considera inactual solo porque no se adecúa a lo que hoy es considerado “políticamente correcto”, deberíamos entonces preguntarnos si la inactualidad de san Carlos no se transforma en una singular y urgente “actualidad” de re-pensamiento, de revalorización de nuestros parámetros de juicio, de reforma de nuestro modo de vivir y convivir.

 

<I>El milagro de Carlino Nava</I>, Giulio Cesare Procaccini, Catedral de Milán

El milagro de Carlino Nava, Giulio Cesare Procaccini, Catedral de Milán

Una inactualidad profética y benéfica para nuestro tiempo

En esta línea, presento tres ejemplos que tomo de la biografía de san Carlos tratando de aplicarlos a nuestros tiempos “actuales”.

El primero tiene que ver con la fidelidad al deber de nuestro estado de vida como forma propia de la identidad del cristiano. Borromeo fue muy consciente de qué significaba ser obispo de una importante diócesis en tiempos difíciles de transición, de reforma y de cambio: y precisamente por ello trató siempre de adecuar sus decisiones y sus acciones a una verdadera “deontología”, a la que siguió fiel de manera heroica y ante la cual supo sacrificar todo lo demás. Este sentido del deber se lo pedía también san Carlos a sus sacerdotes en los oficios que debían desempeñar; y se lo pedía a los fieles laicos, hombres y mujeres, según su condición. Él era el primero en no aceptar las medias tintas ni los apaños, que fácilmente tiran hacia abajo del listón en nombre de una insulsa mediocridad. Los historiadores nos recuerdan que cuando era joven cardenal en Roma, antes de su llamada “conversión”, había vivido un “cristianismo sin pena ni gloria”. Ese es el riesgo que en todo tiempo corremos los cristianos, los propios curas y obispos: conformarnos con una vida cristiana insulsa, en la que se evita justamente el mal “macroscópico” (que podría acarrearnos el fango), pero que se reduce al mínimo indispensable para estar en paz con nuestra conciencia, sin demasiados sobresaltos.

Hoy, cuando todos creemos que ya hemos llegado y no queremos sentirnos demasiado inquietos, hablar de “conversión” parecería eso, “inactual”, o por lo menos inoportuno. Por el contrario, el ejemplo de san Carlos es de lo más actual y singularmente urgente, porque en la Iglesia los cristianos, todos los cristianos a todos los niveles, siempre están llamados a “convertirse” de un cristianismo “sin pena ni gloria”, de un cristianismo incoloro e insípido (es decir, sin la luz ni la sal del Evangelio), a una vida cristiana convencida, lúcida y vigilante, al ejercicio fiel del deber propio siempre y en todas partes, en busca de un camino de perfección que nos acerca cada vez más al modelo de toda perfección: Cristo Jesús, nuestro Señor. Eso es exactamente lo que hizo de manera programática y sistemática san Carlos: su ejemplo no acepta excusas o diversivos por nuestra parte. Él es verdaderamente siempre actual, porque llama a los cristianos de todos los tiempos, también a nosotros, cristianos del tercer milenio, a la perenne e irrenunciable necesidad de ponernos en discusión. He de decir de manera particular que con la lectura de los escritos de san Carlos y con sus indicaciones pastorales he tenido la clara impresión de que él vivía con una gran inquietud la distancia –que siempre existe— entre la meta altísima a la que el Señor nos llama (la santidad) y nuestra respuesta concreta. Si san Carlos se sentía inadecuado –de ahí su inquietud, el no poder sentirse tranquilo en su conciencia— ¿qué deberíamos decir y hacer nosotros? Hay, pues, una pregunta que no podemos rehuir: ¿dónde, en qué ámbitos de nuestra vida, de nuestro deber de estado, tenemos todavía que “convertirnos”, imitando a san Carlos, para salir de una vida cristiana mediocre, “sin pena ni gloria”?

Carlos Borromeo es actual también por otro aspecto: la formidable capacidad de saber conjugar de manera equilibrada la acción y la contemplación. Todos recordamos las muchas imágenes de san Carlos absorto en la oración, especialmente frente al Crucifijo, inmerso en verdaderas experiencias místicas. Pero la fuerte dimensión contemplativa que supo imprimir a su vida nunca lo distrajo de su deber de pastor de almas. Antes al contrario, podemos afirmar que se convirtió en uno de los grandes modelos de obispo y pastor precisamente porque su actividad pastoral estaba profundamente impregnada de oración y contemplación. San Carlos “hizo” mucho en su vida, fueron muchas las cosas que finalizó; incluso nos preguntamos con asombro dónde encontraba el tiempo y las fuerzas para hacer todo lo que hizo. Nos atreveríamos a decir que todo lo que hizo tiene algo de milagroso: ¡es eso! Realmente tiene algo de milagroso porque todo estaba repleto de oración, de coloquio con Dios, impregnado de la contemplación amorosa de los misterios de salvación de Cristo, empezando por Su pasión, muerte y resurrección. Este es el mensaje siempre actual que nos llega de san Carlos: la comunión con Dios, la oración, la contemplación no nos arrancan de la historia sino que nos introducen en ella con profundidad, dándonos la fuerza de hacer también milagros en el mundo y para el mundo. En cambio el nuestro es un tiempo enfermo de activismo, frenético en la acción, empeñado en producir bienes y servicios si no se quiere echar a perder. De este modo nuestro tiempo valora a la persona no por lo que es, sino por lo que hace y produce. En un contexto así, ¿acaso no se debe hablar de contemplación, de meditación, de oración, de silencio, como de las cosas más “inactuales” que nuestro tiempo podría experimentar? La verdad, sin embargo, es exactamente lo contrario. San Carlos nos impulsa a no dejarnos engañar por esta especie de droga, a introducir el orden en nuestra vida, recuperando la primacía de Dios sobre todo, con la certidumbre de que el resto vendrá por añadidura. Es la misma advertencia del Señor: «Buscad primero su reino  y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33).

Y si existe un aspecto de la actividad pastoral de san Carlos que impresionó profundamente a sus contemporáneos hasta el punto de que precisamente por eso comenzaron a considerarlo excepcional, fue su actividad caritativa. Sobre todo durante la terrible peste de 1576 se despojó literalmente de todo, de los bienes de familia, de sus bienes personales, no solo de las cosas superfluas, sino de lo estrictamente necesario con tal de ayudar al pueblo de Milán afectado por la epidemia. Y no solo se prodigó en los momentos de emergencia; también quiso que algunas instituciones caritativas siguieran existiendo después de la emergencia de la peste, consciente de que la pobreza, la necesidad, la marginación, la degradación social y moral son una emergencia de siempre, de todo momento. Fue así como en todo momento san Carlos brilló como paternal auxiliador de los pobres, de todos los pobres, de quienquiera que le tendiera la mano para pedirle ayuda. Y fue también –para usar una terminología de nuestra cultura actual– un “santo social”: supo interpretar a la luz del Evangelio los problemas sociales de su tiempo, indicó algunas soluciones concretas, no sintió ningún miedo a la hora de denunciar las plagas de la sociedad, como la corrupción pública, la práctica de la usura, los privilegios injustos de algunas castas, la falta de lo que hoy llamaríamos “conciencia cívica” o “atención al bien común”.

Pero hay también otro aspecto de la santidad de Borromeo que merece ser citado: es la dimensión ascética de su vida. Sobre este punto fue muy riguroso, hasta llegar a despertar fuertes críticas y malentendidos en quienes vivían a su lado. Fue pobre, casto, humilde, penitente; practicaba con gran seriedad el ayuno, prolongaba la oración durante las horas nocturnas para no restarle el tiempo diurno a los compromisos pastorales; reducía a lo mínimo el reposo, e incluso tendía a no descansar nada. Sabemos que los médicos le recriminaron varias veces que no se cuidara suficientemente, y él, como única respuesta decía que si uno les hace caso a los médicos no se puede ser un buen obispo. La muerte, que le llegó cuando solo tenía 46 años, selló una vida que se había desarrollado literalmente en las prácticas ascéticas. Este es un aspecto que nos asombra, como también a sus contemporáneos, que justamente se preguntaban si san Carlos era imitable en estas virtudes debido a su carácter de heroicidad. Y nos lo preguntamos también hoy nosotros, pero sin caer en la insidia de juzgar excesivo el ejercicio de las virtudes ascéticas como lo vivió san Carlos, es decir, juzgarlo “inactual” según los parámetros de nuestra sensibilidad actual. Un juicio semejante, ¿no podría ser un modo tranquilizador para eximirnos de imitarlo? Se nos pide más bien la honradez de encontrar en esto un aspecto de gran actualidad: hablar hoy de “ascesis”, de “penitencia”, de “renuncia” nos expone al riesgo de que se burlen de nosotros y nos consideren gente fuera del tiempo y del mundo, gente perteneciente a un mundo de hace muchos siglos. En cambio, precisamente nosotros tenemos necesidad de una fuerte llamada a purificar nuestro estilo de vida para hacerlo más sobrio, para redescubrir el autocontrol y el dominio de los sentidos, de los instintos y de las pasiones incontroladas: como camino de una libertad interior que nos hace dueños de nosotros mismos y de nuestro auténtico camino hacia la verdad, el bien, lo justo y lo bello.

 

<I>San Carlos se prepara para la muerte en el Sacro Monte de Varallo</I>, detalle, Giovanni Battista della Rovere, llamado el Fiammenghino, Catedral de Milán

San Carlos se prepara para la muerte en el Sacro Monte de Varallo, detalle, Giovanni Battista della Rovere, llamado el Fiammenghino, Catedral de Milán

El anillo, el báculo pastoral, el cáliz

Concluyo volviendo a hablar de la exposición que se inaugura hoy, para subrayar un rasgo original de la misma. En el centro de la exposición no hay tres obras de arte, sino tres auténticas reliquias que de algún modo revelan la personalidad de san Carlos, son una epifanía de su corazón, una manifestación de su secreto espiritual.

Encontramos ante todo el anillo de Borromeo. El anillo de un obispo nos habla simbólicamente de su vínculo esponsal con la Iglesia que le ha sido confiada. Es, pues, la señal del amor pastoral, de la fidelidad al ministerio, de la dedicación total.

Encontramos luego el bastón pastoral: es el símbolo de la autoridad y del gobierno del obispo. Pero, como sabemos, está en cuestión una autoridad que nunca puede practicarse como puro ejercicio de poder. A imitación de Cristo –el Buen Pastor por antonomasia– el ejercicio del gobierno pastoral coincide con el ofrecimiento de la propia vida hasta las últimas consecuencias. Es lo que hizo Cristo, es lo que han hecho los santos pastores como Carlos Borromeo.

En fin, podemos contemplar su cáliz, el que usaba para celebrar el sacrificio eucarístico. El cáliz es un testimonio de la vida de oración que ha de tener el obispo; como una llamada que, en último análisis, es el sacrificio de Cristo en la cruz, son su palabra y sus sacramentos –en los que está presente con su eficacia su acción de salvación– los que edifican la Iglesia, la iluminan, la animan y la guían.

Como decía al comienzo, con este IV centenario de la canonización de san Carlos he llegado al final de mi mandato pastoral en la Iglesia de Milán. Pues bien, os confieso que estos tres “símbolos” expuestos (el anillo, el báculo pastoral y el cáliz de san Carlos) encienden en mí un profundo gozo espiritual cuando pienso que así como los he recibido yo de mis predecesores dentro de poco se los transmitiré a mi sucesor.

Es el misterio hermosísimo de la “traditio”, de la tradición viva de la Iglesia, que –como nos ha enseñado san Carlos– realmente es «la casa construida sobre la roca». Sí, «cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre aquella casa, pero esta no cayó, porque estaba construida sobre la roca» (Mt 7, 25). Esto vale para la Iglesia que nos ha precedido, para la Iglesia que estamos viviendo ahora, para la Iglesia que se abre al futuro: una Iglesia siempre repleta de la gracia y del amor de su Esposo y Señor. Es entonces cuando, sin ningún miedo, con la inalterable y sobreabundante confianza que nos viene de Cristo, todos juntos estamos llamados a continuar nuestro camino hacia la santidad, escuchando su palabra y convirtiéndola en experiencia cotidiana de vida: «Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica será como el hombre prudente que edificó su casa sobre la roca» (Mt 7, 24).

¡Que san Carlos nos ayude!



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