LECTURA ESPIRITUAL
«En los humildes la gracia resplandece más»
Padua, Basílica del Santo, miércoles 28 de septiembre de 2011, santa misa en el XXXIII aniversario de la muerte del papa Luciani
homilía de don Giacomo Tantardini

La Virgen en el trono, Giusto de Menabuoi, Basílica de San Antonio, en Padua
En las pocas y estupendas catequesis del miércoles que pronunció el papa Luciani, esta idea fue como un estribillo repetido varias veces. En la catequesis sobre la fe, después de leer en dialecto romano una poesía de Trilussa, dijo: «Como poesía, tiene su gracia. En cuanto teología, es defectuosa», porque, explicaba el Papa, la fe no nace del hombre. La fe es un don de Jesús, porque dijo Jesús: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6, 44. 65).
Nadie puede ir a Jesús, si Jesús no le atrae. La fe es gracia del Señor. Y en la catequesis sobre la caridad dice precisamente esto: «Uno no emprende el viaje si Dios no toma la iniciativa primero». Nosotros solos no emprendemos el viaje, solos no tomamos ninguna iniciativa. La iniciativa es del Señor. Si no empieza él, nosotros no nos movemos. Si no nos atrae él, nosotros no le seguimos. Es como un estribillo, en esas cuatro estupendas catequesis, el hecho de que la vida cristiana es gracia, es iniciativa de gracia, y nuestra respuesta es la correspondencia a este atractivo.
Pero, releyendo estas catequesis del miércoles, lo que más me ha asombrado, esta vez, es que el Papa dice varias veces: «Rezad por este pobre Papa». Usa la expresión «pobre Papa»: «A ver si hoy el Espíritu Santo ayuda al pobre Papa…». «Cuando el pobre Papa y cuando los obispos y los sacerdotes presentan la doctrina…». Y también: «Veo aquí presentes a mis hermanos los obispos, y luego está este pobre Papa». ¡Qué hermosa es la expresión «pobre Papa»! Quizás ahora comprendo por qué el buen cardenal Gantin, comentando el cónclave que eligió al papa Luciani, dijo simplemente: «¡Estábamos todos muy contentos!». No fue una sorpresa la elección de Luciani, era previsible, pero todos estaban muy contentos, porque una persona pobre, una persona humilde había sido elegida obispo de la Iglesia de Roma. A una Iglesia pobre, a una Iglesia humilde, a una Iglesia pequeña grey, se le había dado un Papa pobre, un Papa humilde y, por tanto, todos estaban muy contentos. Porque, come dice san Ambrosio: «En los humildes resplandece más la gracia / In humilibus magis elucet gratia». En los pobres, en los humildes la gracia resplandece más. Y cuando la gracia resplandece todos estamos contentos. Cuando lo que hace el Señor resplandece todos estamos contentos.
Así recordamos a este pobre Papa treinta y tres años después de su muerte imprevista. Celebramos la memoria de este pobre Papa. De este «pobre Papa», pobre y por tanto grande a los ojos del Señor y a los ojos de sus santos. Lo recordamos aquí en Padua, en la Basílica de San Antonio.
«Si quaeris miracula / Si buscas milagros», dice el canto, «pide a san Antonio». Con el papa Luciani, nuestros amigos en el paraíso y con todos los santos del paraíso, pidamos en especial a san Antonio los milagros, todos los milagros. Hoy en el breviario, en las vísperas, leíamos esta frase de san Pedro: «Confiad al Señor todas vuestras preocupaciones, pues él cuida de vosotros» (1P 5, 7). Es preciso pedir todos los milagros. Es preciso pedir todas las gracias. En estos meses –y lo digo por el cariño y la amistad que nos une– muchas veces, quizá cuando se asomaban el miedo y la angustia, he repetido esta frase: «Jesús te lo ofrezco, Jesús sáname, Jesús haz que sea humilde». Es preciso pedir todos los milagros, por ejemplo el milagro de la curación. Todos los milagros.
Pero la imagen de san Antonio con el Niño Jesús en sus brazos sugiere que todos los milagros se piden dentro de este abrazo. «Fuera de ti nada deseo en la tierra» (Sal 72, 25). Fuera de este abrazo de Jesús, fuera del abrazo de Jesús, fuera de la dulzura de Jesús, uno no pide nada. Dentro de esta dulzura –como cuando Antonio tenía en sus brazos al Niño Jesús– uno puede pedir todo. Como el niño pequeño que todo se lo pide a sus padres. Dentro de esa dulzura, dentro de ese abrazo: «Fuera de ti nada deseo en la tierra».
Entonces, lo primero que hay que pedir ante todo es esta familiaridad más que estupenda con Jesús. Es la dulzura de la comunión con Jesús. «Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1Co 1, 9). ¡Qué dulce es esta comunión!
San Antonio lleva al Niño Jesús en brazos, pero es Jesús quien lleva a Antonio. Cuantas veces después de la comunión repito esta oración de san Ambrosio: «Veni, Domine Iesu, / Ven, Señor Jesús, / ad me veni, / ven hacia mí, / quaere me, / búscame, / inveni me, / encuéntrame, / suscipe me, / tómame en brazos, / porta me / llévame». Cuando es el Señor quien nos lleva, entonces se puede pedir todo. Así, pues, en estos últimos tiempos de mi vida, me ha venido a la memoria una jaculatoria del Cantar de los Cantares, (2, 16), de cuando, jovencito, entré en el seminario, que dice: «Dilectus meus mihi et ego illi qui pascitur inter lilia / Mi dilecto está conmigo…». Mi dilecto, porque dilecto del corazón es el Señor Jesús. Mi dilecto está conmigo; y también nosotros pobres pecadores, por gracia renovada, podemos decir: «Y nosotros con él que pastorea y se deleita entre los lirios». Con él que es el único santo, el único Señor. Tu solus sanctus, Tu solus Dominus. El único que nos ama con un amor tan dulce, tan tierno, que el amor de nuestros padres es una pequeña imagen de este amor.
Pidamos a los santos, pidamos al papa Luciani, pidamos a san Antonio, pidamos a don Giussani, pidamos a los santos del paraíso que también a nosotros nos hagan sentir en la tierra la dulzura de ser amados por Jesús y, dentro de esta dulzura, pidamos todos los milagros. Todos los milagros, que hacen falta para conservar y vivir la fe.