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ARTE CRISTIANO
Sacado del n. 11 - 2011

En el silencio de nuestras iglesias


«Las iglesias son domus Dei. Siempre me ha parecido fundamental que en una gran ciudad exista la posibilidad de abrir una puerta y de mirar esa pequeña luz encendida que indica la presencia del Señor en la Eucaristía». Entrevista a Paolo Portoghesi con motivo de su ochenta cumpleaños


Entrevista a Paolo Portoghesi por Paolo Mattei


«Quizá debido a que nací y me crié en Roma me he ido convenciendo de que en arquitectura, aunque no solo en ella, la tradición es una condición vital, y que puede haber continuidad en el cambio. Roma ha cambiado radicalmente muchas veces, pero siempre manteniendo esta profunda unidad y continuidad. Mis ideas están sin lugar a dudas influidas por la experiencia de la ciudad».

Paolo Portoghesi parte de aquí, de Roma, para explicar su histórica posición en el debate sobre la cultura arquitectónica que, en los comienzos de los años sesenta del siglo pasado, lo enfrentó, como máximo representante de la corriente posmodernista italiana, a las actitudes más extremas de cierto racionalismo, según el cual era necesario llevar a cabo una cisura radical con el pasado y con la tradición en favor de un funcionalismo exasperado y abstracto. Según el arquitecto romano, entre lo antiguo y lo nuevo, entre tradición y modernidad, no hay contraposición dialéctica, sino convergencia y continuidad.

“Profesor jubilado” en la Sapienza de Roma en la cátedra de “Geoarquitectura” –un curso que él creó para enseñar a los estudiantes el arte de construir respetando la historia y las peculiaridades de los lugares en los que se interviene–, entre los mayores expertos del barroco romano y de la obra de Borromini, crítico y arquitecto creador (entre las realizaciones más famosas, recuérdense la Casa Baldi, la Mezquita de Roma y la iglesia de la Sagrada Familia de Salerno), Portoghesi acaba de cumplir ochenta años. Su cumpleaños fue celebrado a principios de noviembre en el Vaticano, en el Salón Sixtino de la Biblioteca, cuya nueva decoración corrió a cargo del arquitecto con vistas a su reapertura a los estudiosos como sala de lectura. En esa ocasión, Portoghesi presentó el modelo de una iglesia dedicada a san Benito, proyectada por él como homenaje al papa Ratzinger.

Lo hemos entrevistado en Calcata, provincia de Viterbo, una espléndida ciudad que desde una montaña de toba domina el valle del Treja. Aquí, a menos de cincuenta quilómetros de Roma, Portoghesi dirige su estudio y elabora sus proyectos, que son muchos y variados. Dentro de algunos meses se inaugurará en Estrasburgo su segunda mezquita: la primera fue la de Roma, abierta en 1995.

Le hemos hecho algunas preguntas sobre su vida y sobres sus ideas con respecto a la arquitectura de las iglesias.

 

Paolo Portoghesi [© Giovanna Massobrio]

Paolo Portoghesi [© Giovanna Massobrio]

Profesor, empecemos por Roma.

PAOLO PORTOGHESI: Ahí nací y no me moví de ella hasta los dieciocho años. Siempre la he querido y nunca he dejado de estudiarla. Soy un fruto de la condición humana que se vive en Roma, a la que le he dedicado tantos libros y tantos estudios y de la que aún hoy sigo aprendiendo cosas nuevas. Su capacidad de hablar a quienes como yo hemos nacido en ella, pero también a quienes la visitan por cualquier motivo, es inagotable.

¿Cuáles son los lugares de la ciudad que más visitaba y más le gustaban ya desde joven?

Yo nací en el corazón de la ciudad, en la vía Monterone, en un viejo palacio de propiedad de un príncipe. Mi padre, también arquitecto, había abierto de nuevo el portón original del edificio, cerrado siglos antes tras el asesinato de un cardenal. Vivía, pues, a dos pasos de Sant’Ivo de la Sapienza, que yo veía todos los días de camino a la escuela, en el callejón Valdina: ese fue mi primer “itinerario fuerte”, que incluía la plaza del Pan­teón, pasando por la vía de la Magdalena. Igualmente “fuerte” era el itinerario que me llevaba a casa de mis abuelos, en la vía de la Chiesa Nuova 14, una casa famosa por ser la sede de la “Comunidad del Porcellino”, lugar de encuentro de algunos protagonistas de la época de la Constituyente, como Lazzati, Dossetti y La Pira.

¿Cuál era su relación con la fe cuando era un muchacho?

Mi familia era católica. Hice la primera comunión con las Hermanas del Cenáculo, en un hermoso parque cerca del Janículo. Sin embargo, viví la guerra en un momento especial de mi vida, al terminar la infancia y los comienzos de la adolescencia, y por una serie de cuestiones familiares en aquel período estuve muy aislado. Pasaba a menudo los días enteros sin salir nunca de casa. Recuerdo que durante “el invierno de los alemanes”, entre el 43 y el 44, no fui a la escuela casi ningún día. En mi primera formación religiosa, pues, faltó completamente el aspecto, común en la época, de la participación en la vida parroquial. El mío fue un itinerario mucho más complejo que el de mis coetáneos. Yo envidiaba mucho, por ejemplo, a mi hermano, que iba a los jesuitas del Colegio Romano y vivía una realidad juvenil muy dinámica. Yo siempre he cultivado mi relación con la fe como algo que excavar en el “fuero interno” más bien que como algo que compartir con los demás. En esa soledad leía muchos libros, también de contenido religioso.

¿Qué tipo de libros?

Sentía especial predilección por el catolicismo francés: Charles Péguy, Jacques Rivière, Georges Bernanos, por ejemplo. Me encantaba, naturalmente, también Pascal. Y, siendo algo rebelde como todos los jóvenes, me apasioné por Rimbaud. Vivía mi relación personal –sufrida, para nada pacífica– con la Iglesia también a través de la mediación de estos grandes personajes. Luego pasé un período de separación, y en el 59 ingresé en el Partido Socialista con el deseo de hallar en esta línea de pensamiento una línea de continuidad con lo que había sido mi experiencia cristiana hasta aquel momento. Me volví a acercar a la Iglesia en los ochenta, viviendo luego con especial intensidad la experiencia de la proyectación y construcción de las iglesias.

También en el debate sobre la arquitectura de las iglesias critica usted la ideología de la tabula rasa, de la ruptura con el pasado y la tradición.

Lo que pienso sobre esto está muy bien sintetizado en la Sacrosanctum Concilium, la primera de las cuatro constituciones del Concilio Vaticano II, emanada el 4 de diciembre de 1963, donde se recomienda, a propósito de la innovación litúrgica, que «las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente, a partir de las ya existentes». Estas palabras valen también por lo que se refiere a la innovación de las formas y de las tipologías arquitectónicas de las iglesias. Con mucha frecuencia en estos últimos decenios no se ha tenido esto en cuenta.

¿Por qué, según su opinión?

Porque, a partir de los años sesenta del pasado siglo, en los debates entre los arquitectos quedaron enfrentados radicalmente los conceptos de Iglesia espiritual e iglesia construida, nociones que la tradición, en cambio, considera complementarias. Se puso también en duda la sacralidad del edificio cristiano. Hoy hay quienes teorizan un cristianismo sin templo. Esto es un grandísimo error. No hay más que pensar en la Eucaristía, presencia real del Señor celebrada y conservada en las iglesias, para comprender que éstas son domus Dei, casas de Dios. En este sentido es sugerente la probable etimología de las palabras Church y Kirche, “iglesia” en inglés y alemán: kyriakòn, que significa “lo que es propio del Señor”. Yo siempre he considerado fundamental, por ejemplo, que en una gran ciudad exista la posibilidad de abrir una puerta y de mirar esa pequeña luz encendida que indica la presencia del Señor en la Eucaristía.

La cúpula de San Ivo de la Sapienza, de Francesco Borromini, en el barrio romano de San Eustaquio [© Foto Scala, Firenze]

La cúpula de San Ivo de la Sapienza, de Francesco Borromini, en el barrio romano de San Eustaquio [© Foto Scala, Firenze]

¿Cuáles han sido los efectos de estas interpretaciones en la arquitectura de las iglesias?

Confusión, indistinción, ante todo. La colocación de los polos litúrgicos tradicionales –altar, tabernáculo, baptisterio, ambón– se ha reexaminado completamente, llegándose a soluciones paradójicas, como la adoptada en la iglesia de Jesús Redentor de Módena, donde el altar y el ambón se encuentran en los extremos de un pasillo central, a cuyos dos lados los fieles, divididos en dos grupos contrapuestos, se miran a la cara, moviendo los ojos, de vez en cuando, ora a la derecha ora a la izquierda, para seguir fatigosamente los movimientos del celebrante entre los dos polos. Por desgracia, este modelo de iglesia –que en Alemania llaman “communio”– es uno de los más seguidos internacionalmente. Sobre este tema es muy hermoso lo que dice Ratzinger en su libro Introducción al espíritu de la liturgia, donde, citando a Josef An­dreas Jungmann, uno de los padres de la Sacrosanctum Concilium, explica la antigua conformación de la asamblea litúrgica: «El sacerdote y el pueblo sabían que caminaban juntos siempre hacia el Señor. No se cierran en un círculo, no se miran recíprocamente, sino, como pueblo de Dios en camino, parten hacia Oriente, hacia Cristo, que avanza y viene a nuestros encuentro». Pues eso, muchas iglesias recientes, como la de Módena, reflejan esta pérdida de la “dimensión cósmica” de la liturgia...

¿Qué entiende por “dimensión cósmica”?

Era la razón profunda por la que antiguamente todos, los fieles y el celebrante, durante la oración eucarística, se dirigían precisamente hacia Oriente, dirección que «estaba en estrecha relación con la “señal del Hijo del hombre”, con la cruz, que anuncia el regreso del Señor», sigue diciendo Ratzinger, explicando que ese acto no era, pues, la “celebración hacia la pared”, no significaba que el sacerdote “le daba la espalda al pueblo”: el sacerdote, observa Ratzinger, «no es que fuera considerado tan importante». La pérdida del sentimiento de esa dimensión, de hecho, ha generado por una parte cierto tipo de retórica que es la que se define como “clericalización” de la liturgia –la dinámica en la que el sacerdote se convierte en el centro de la celebración, en el protagonista del evento; y por la otra, casi como reacción, ha dado origen a la “creatividad” de los grupos que preparan la liturgia, los cuales quieren ante todo «representarse ellos mismos». «La atención», sigue diciendo Ratzinger en su libro, «se dirige cada vez menos a Dios y es cada vez más importante lo que hacen las personas que aquí se reúnen». Todo ello ha llevado a considerar a la iglesia como lugar de entretenimiento, un lugar cerrado, haciendo olvidar las dos constantes que han caracterizado el desarrollo tipológico realizado desde la edad paleocristiana hasta el barroco.

¿Cuáles son estas constantes?

Ante todo la profundidad de la perspectiva realizada en el planteamiento longitudinal, que expresa el camino del pueblo de Dios hacia la salvación y Cristo viniendo al encuentro, el éxodo «de nuestros pequeños grupos para entrar en la gran comunidad que abraza el cielo y la tierra», sigue comentando Ratzinger; y luego el vértigo hacia lo alto, con las cúpulas y los cimborrios: la Iglesia, se lee entre otras cosas en Pueblo y casa de Dios en san Agustín, «no tiene su fundamento bajo ella, sino encima de ella, y por consiguiente su fundamente es también su cabeza». En definitiva, lo que quiero decir es que los hombres no van a la iglesia como se va a un círculo recreativo, para darse un apretón de manos, sino que van porque ahí tiene lugar este acercamiento con el Señor. La arquitectura de las iglesias ha de aludir a esta dimensión de encuentro con Dios. No puede limitarse a celebrar la presencia de la comunidad entendida como algo cerrado. Una iglesia no es la sede de grupos o movimientos, o un lugar de reunión. Es un pequeño fragmento de la Iglesia universal. Esta tensión a la universalidad ha de estar presente en la arquitectura, desde luego no mediante la fastuosidad y la complejidad. Antes al contrario, yo diría hoy que la sencillez es un elemento profundo mediante el cual se puede acudir a esta universalidad.

¿Hay ejemplos modernos de arquitectura de iglesias positivos, según usted?

Sí, pienso en Antoni Gaudì, Alvar Aalto, Rudolf Schwarz, Giovanni Michelucci... Son ejemplos de que es posible que la creatividad puede no oponerse a la atenta consideración de la tradición, que es la entrega de una herencia que debe dar sus frutos.

¿Cuándo comenzó a proyectar iglesias?

A finales de los sesenta, cuando construí la Sagrada Familia de Salerno. Pero aquella es una iglesia “de marca”...

¿Qué quiere decir?

Es la que más aprecian los críticos porque es un esfuerzo de lenguaje, el típico edificio que por su estilo reconocible dentro de un debate puede encontrar su lugar en una historia de la arquitectura. A partir de los noventa comencé a proyectar otras iglesias colocando entre paréntesis la problemática expresiva personal –el lenguaje– para escuchar más las exigencias de quienes me las encargaban y para intentar realizar sus deseos.

El techo de la Mezquita de Roma [© Paolo Portoghesi]

El techo de la Mezquita de Roma [© Paolo Portoghesi]

¿Recuerda con un placer particular la ideación de alguna de las iglesias que ha realizado?

Bueno, pues me impliqué mucho emocionalmente en la Virgen de la Paz de Terni. Después de la aventura de la Mezquita de Roma, que duró veinte años, volví a pensar en una iglesia, cuya proyectación me fue propuesta en el 98 por el entonces obispo de la diócesis, Franco Gualdrini. Me embargó un torbellino de sentimientos, ideas e imágenes que brotaban de los títulos elegidos: la Santísima Trinidad y la Virgen portadora de paz. Me zambullí en la lectura de textos sobre María y me confirmé en la identificación simbólica de la Virgen con la estrella y con la luz, imágenes para mí estrictamente vinculadas al recuerdo de las letanías lauretanas que escuchaba después del rezo del rosario en casa de mis abuelos, durante la guerra. Me conquistaron los versos del himno Akathistos –«Estrella que anuncia al Sol...»–; el himno medieval de las Vísperas de María, el Ave maris stella; los tercetos de Dante en El Paraíso –«Aquí eres para nosotros meridiana faz / de caridad...»–; y las palabras de Péguy en la Presentación de la Beauce a la Virgen de Chartres –«Estrella del mar... Estrella de la mañana... / aquí vamos marchando hacia vuestro ilustre trono, / y aquí va la bandeja de nuestro pobre amor, / y aquí va el océano de nuestra pena inmensa...». Estos versos cristianos me trajeron a la memoria la poesía Alla foce, la sera, de Caproni, no precisamente un paladín de la fe en sentido tradicional, pero un poeta que me encanta: «La veía alta sobre el mar. Altísima. / Hermosa. // Hermosa hasta el infinito / más que ninguna otra estrella […]. Ignoraba su nombre. / El mar / me sugería María. / Era ya mi / única estrella. / En la vaguedad / de la noche, yo disperso / me sorprendía rezando. // Era la estrella del Mar». Estaba contentísimo: había encontrado el núcleo formativo del edificio, el ideograma estelar, cuyas primeras aplicaciones a la planta de las iglesias se remontan al Barroco, aunque ya hay trazas en la Edad Media.

¿Qué características quería que tuviera la nueva iglesia?

Quería que representara el recogimiento: es importante el silencio en las iglesias, el silencio es la condición de acceso a lo sagrado. Luego deseaba privilegiar la “pobreza”, más que la riqueza. Por eso quise realizar el techo de madera, como en las iglesias medievales.

¿Tendrá aplicación práctica la maqueta de la iglesia dedicada a san Benito que ha regalado al Papa?

No lo sé... Esto era más que nada un homenaje al papa Ratzinger. Y es también el deseo de que san Benito proteja a su Europa en estos momentos difíciles.



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