La envidia de la gracia ajena
«La tristeza del bien ajeno, y más del bien de un hermano, es el pecado que Dios reprende principalmente» (De civitate Dei XV, 7, 1).
Entrevista al padre Nello Cipriani sobre Abel y Caín como imágenes de los dos tipos de ciudad (es decir, de Iglesia) que emergen del De civitate Dei
Entrevista a Nello Cipriani por Lorenzo Cappelletti
Al finalizar el año volvemos a dialogar con el padre Nello Cipriani, profesor del Instituto Patrístico Augustinianum de Roma, sobre Abel y Caín como imágenes de los dos tipos opuestos de ciudad (es decir, de Iglesia) que emergen del De civitate Dei de san Agustín. Una que peregrina en la tierra, la otra que tiene el problema de afirmarse en la tierra. Una que peregrina no por su caducidad, como erróneamente se entiende, sino porque no pretende construirse por sí misma y se reconoce continuamente creada por Dios; y, por tanto, es libre, libre de pedir y de entregarse. La otra que pretende construirse una morada estable en esta tierra y que, por tanto, se concibe necesariamente como alternativa o por lo menos en competición con todo el que sobre esta tierra quiera afirmar su presencia.
![La oferta de Abel y Caín, mosaico del siglo XII, Capilla Palatina, Palermo [© Franco Cosimo Panini Editore]](http://www.30giorni.it/upload/articoli_immagini_interne/32-12-012.jpg)
La oferta de Abel y Caín, mosaico del siglo XII, Capilla Palatina, Palermo [© Franco Cosimo Panini Editore]
Nello Cipriani: En torno a la noción de las dos ciudades, objeto del De civitate Dei de san Agustín hubo en el pasado un gran debate. Por parte de algunos estudiosos, sobre todo protestantes, la ciudad de Dios se entendía sólo como una comunidad espiritual e invisible, una communio sanctorum, o también como una comunidad sólo escatológica, que no tiene nada que ver con la Iglesia que vive en el tiempo, unida por la comunión de los sacramentos y ordenada por una jerarquía. La razón de está interpretación se debe a que el criterio que siguió el obispo de Hipona para distinguir las dos ciudades, la de Dios o celestial y la de los hombres o terrena, reside en su opuesta actitud interior. Nacen ambas de dos amores contrarios: la ciudad de Dios nace del amor a Dios que llega hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad terrena del amor de sí mismo que llega hasta el desprecio de Dios; la primera vive según el Espíritu o según Dios, la otra según la carne o según el hombre. Las dos ciudades, además, aun teniendo sentimientos opuestos, pues están animadas por una fe diversa, una esperanza diversa y un amor diverso, viven en el tiempo confundidas y mezcladas una con otra. Parece, pues, como si el discurso se colocara de lleno en el plano de la metahistoria y no de la realidad concreta y la reconocibilidad histórica. Semejante conclusión, sin embargo, no corresponde de ningún modo al pensamiento de san Agustín, que repite muchas veces que la Iglesia es la ciudad de Dios, o mejor dicho, la parte de ella que vive en la historia «entre las persecuciones de los hombres y los consuelos de Dios»1. Ya al principio de la obra nuestro autor distingue la parte de la ciudad de Dios que vive en la estabilidad de la sede eterna y la parte que «en el actual curso de los tiempos realiza su peregrinación en medio de los impíos, viviendo de la fe y esperando con perseverancia»2 la vida eterna. En el libro decimoctavo del De civitate Dei recorre la historia de la Iglesia: fundada por Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles, se difunde primero de Jerusalén a Judea y Samaria; después, con el anuncio del Evangelio a los pueblos paganos se extiende por todo el mundo conocido. Luego delinea sus caracteres principales: en la Iglesia existe una jerarquía, están los praepositi y en especial el obispo, llamados a servir a los hermanos, y están los fieles, que son también cristos, es decir, consagrados, y participan del sacerdocio de Cristo. El momento central de la vida de la Iglesia es la celebración eucarística, cuando se une al sacrificio de Cristo en la cruz y con él se ofrece a sí misma. Los cristianos toman de la Eucaristía la fuerza para soportar las persecuciones y el martirio. La Iglesia, por lo demás, no tiene sólo enemigos externos que la persiguen, sufre también por causa de los herejes y de muchos que son cristianos solamente de nombre. Además, la ciudad de Dios, que es la Iglesia peregrina, vive en el mundo sometida a las leyes y a las autoridades del Estado, respeta todo lo que no es contrario a la religión y contribuye a crear una sociedad pacífica, porque considera la paz temporal un bien precioso para todos. En fin, la ciudad de Dios, que peregrina en el mundo, es la Iglesia, esto es: la comunidad bien visible de los creyentes, que vive en el tiempo con la mirada fija en la eternidad, pero que sufre y se compromete en la historia para aliviar las miserias de los hombres, porque está animada por una fe «que actúa por la caridad» (Gál 5, 6). Si la esperanza escatológica la proyecta hacia el cielo, la caridad la liga a la historia, para, de alguna manera, anticipar ya aquí la paz sin ocaso.
¿Puede decirse que la esencia de la ciudad celestial, cuya figura es Abel, según Agustín, reside en el hecho de que él aceptó ser peregrino, mientras que Caín se puso a construir una ciudad? Valorizando una alusión del libro XV del De civitate Dei, ¿podríamos decir que Abel se pone a disposición a sí mismo para que Otro se manifieste (sua praesentia servientem) y Caín, en cambio, tiene el problema de demostrar su presencia y, por tanto, su importancia (suam praesentiam demonstrantem)3?
Abel, que no construye ninguna ciudad, y Caín, que la construye, son figuras representativas de las dos ciudades, porque para san Agustín la esperanza escatológica y, respectivamente, el repliegue sobre la tierra son sus principales caracteres distintivos. Los ciudadanos de la ciudad terrena lo son precisamente porque viven replegados sobre la tierra, buscan sólo los bienes de este mundo y para poseerlos se desviven y luchan entre ellos. El cristiano, en cambio, vive en el mundo sin aferrarse al mundo; hace buen uso de los bienes temporales, sin dejarse poseer por ellos, porque se considera exiliado en este mundo y tiene siempre la mirada puesta en la patria del cielo, que es Dios mismo. Sin embargo, la diversa esperanza no es el único elemento distintivo de las dos ciudades. San Agustín considera la ciudad de Dios diferente de la ciudad terrena también por el amor de la verdad y sobre todo por la humildad de quien se reconoce como criatura de Dios y, por tanto, vive en la obediencia y en la sumisión al Creador. Escribe: «En la ciudad de Dios y a la ciudad de Dios que anda peregrinando en este siglo se recomienda principalmente la humildad que en su Rey, Cristo, singularmente se celebra; porque el vicio de la soberbia, contrario a esta virtud, nos manifiestan las Sagradas Escrituras que domina y reina principalmente en su cruel enemigo, el demonio. Verdaderamente es ésta una notable diferencia con que se distingue y conoce la una y la otra ciudad de que vamos hablando, es a saber, la compañía de los hombres santos y piadosos y la de los impíos y pecadores, cada una con los ángeles que le pertenecen, en quienes precedió por una parte el amor de Dios y por otra el amor de sí mismo»4. Otro elemento distintivo de la ciudad de Dios es la caridad que impulsa a sus miembros a servirse recíprocamente, mientras que en la ciudad terrena reina la ambición del poder y del dominio (cf. De civitate Dei XIV, 28).
En otro lugar del libro XV, Agustín realiza una comparación entre las dos ciudades basándose en otra imagen bíblica, la de las respectivas ofrendas de Abel y Caín, una agradable a Dios, la otra rechazada. Rechazada –comenta Agustín– no porque Caín no ofrezca algo suyo, sino porque, precisamente ofreciendo algo a Dios, lo que realmente pretendía no era servir, sino servirse de Dios. Esta también puede ser una imagen eficaz y actual, porque hace comprender hasta dónde puede llegar el carácter equívoco de la religiosidad, incluso de cristianos, que puede ser no servicio, sino justificación de sí mismo.
Sí, es verdad. Los dos hermanos, Abel y Caín, se ven como representativos de las dos ciudades también en la expresión de su religiosidad. Según el libro del Génesis, Caín sintió tristeza porque Dios miró propicio la ofrenda de Abel y no la suya (cf. Gén 4, 4-5). Como observa san Agustín, de la narración bíblica «no se puede averiguar fácilmente cuál de estas cosas fue en la que Caín desagradó a Dios»5. En la primera carta de Juan se lee que Caín era del maligno y mató a su hermano, «porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran justas» (1Jn 3, 12). El obispo de Hipona entiende estas palabras en el sentido de que Caín con su ofrenda «daba a Dios algo suyo, pero para sí se reservaba a sí mismo»6. Y explica: «Así hacen los que, siguiendo no la voluntad de Dios, sino la suya, esto es, los que viviendo no con recto, sino con perverso corazón, ofrecen a Dios oblación y sacrificio con que piensan que le obligan no a que les ayude a sanar de sus perversos apetitos, sino a cumplirlos y satisfacerlos»7. Probablemente pensaba ante todo en los sacrificios públicos que en el imperio romano los paganos ofrecían a sus dioses para que les ayudaran a reinar sobre los otros pueblos, «no por amor de proveer a su bien, sino por codicia de dominarlos»8. Tras esta observación histórica enuncia un principio general que puede aplicarse, por desgracia, también a la religiosidad de muchos fieles: «Los buenos se sirven del mundo para venir a gozar de Dios; pero los malos, al contrario, para gozar del mundo se quieren servir de Dios»9. El análisis de san Agustín va más allá. Observa asimismo que Caín, al ver que Dios había aceptado la ofrenda de su hermano y no la suya, no tenía que haberse indignado ni sentir envidia, sino que tenía que haberse arrepentido e imitar a su virtuoso hermano, porque –concluye– «la tristeza del bien ajeno, y más del bien de un hermano, es el pecado que Dios reprende principalmente»10.

San Agustín en un fresco del siglo VI, Letrán, Roma
San Agustín ve también a Enos, el hijo de Seth, como una figura de la ciudad de Dios, porque fue el primero que «esperó invocar el nombre del Señor Dios»11; y puntualiza: «en esta vida mortal, ésta es la ocupación suma de la ciudad de Dios que peregrina en este mundo»12. En su radicalidad la afirmación es de verdad fuerte, pero no debe causar asombro si tenemos presente que la ofrenda a Dios viene de Dios al igual que la invocación de su nombre13. Ya en el décimo libro de la obra Agustín había dicho que toda la vida de cada cristiano y de toda la ciudad redimida es un sacrificio agradable a Dios. Este culto espiritual de la ciudad de Dios no es una evasión de los compromisos de la vida concreta de todos los días. El verdadero culto de Dio, en efecto, consiste en el amor a Dios e inseparablemente en el amor al prójimo (cf. De civitate Dei X, 3, 2). Para san Agustín, de hecho, «los verdaderos sacrificios son las obras de misericordia que hacemos para con nosotros mismos y para con el prójimo en honor de Dios»14. Por tanto, es sacrificio agradable a Dios todo lo que los miembros del cuerpo de Cristo hacen para mantener unida en la caridad a la comunidad eclesial, ejerciendo cada uno su propio carisma en beneficio de los otros miembros. En conclusión, la Eucaristía es culmen et fons de la vida de la ciudad de Dios que peregrina en el mondo: «este es el sacrificio de los cristianos: unidos a Cristo formamos un solo cuerpo. Este misterio lo celebra también la Iglesia asiduamente en el sacramento del altar, conocido de los fieles, donde se le muestra que es ofrecida ella misma en lo que ofrece»15.
En la conclusión, pues, el padre Cipriani nos recuerda oportunamente que el sacramento es el manantial de la verdadera imagen de la Iglesia, precisamente porque ésta al celebrarlo no demuestra nada ( demonstrat), sino que se le muestra ( demonstratur) que en lo que ofrece ( offert) ella misma es ofrecida ( offeratur). Del activo al pasivo, podría glosar cual retórico Agustín.
Notas
1 «Inter persecutiones mundi et consolationes Dei» (Agustín, De civitate Dei XVIII, 51, 2).
2 «... In hoc temporum cursu, cum inter impios peregrinatur ex fide vivens, sive in illa stabilitate sedis aeternae, quam nunc exspectat per patientiam...» (Agustín, De civitate Dei I, Praefatio).
3 «Invenimus ergo in terrena civitate duas formas, unam suam praesentiam demonstrantem, alteram caelesti civitati significandae sua praesentia servientem» (Agustín, De civitate Dei XV, 2).
4 «Quapropter quod nunc in civitate Dei et civitati Dei in hoc peregrinanti saeculo maxime commendatur humilitas et in eius rege, qui est Christus, maxime praedicatur contrariumque huic virtuti elationis vitium in eius adversario, qui est diabolus, maxime dominari sacris Litteris edocetur: profecto ista est magna differentia, qua civitas, unde loquimur, utraque discernitur, una scilicet societas piorum hominum, altera impiorum, singula quaeque cum angelis ad se pertinentibus, in quibus praecessit hac amor Dei, hac amor sui» (Agustín, De civitate Dei XIV, 13, 1).
5 «In quo autem horum Deo displicuerit Cain, facile non potest inveniri» (Agustín, De civitate Dei XV, 7, 1).
6 «Dans Deo aliquid suum, sibi autem se ipsum» (Agustín, De civitate Dei XV, 7, 1).
7 «Quod omnes faciunt, qui non Dei, sed suam sectantes voluntatem, id est non recto, sed perverso corde viventes, offerunt tamen Deo munus, quo putant eum redimi, ut eorum non opituletur sanandis pravis cupiditatibus, sed explendis» (Agustín, De civitate Dei XV, 7, 1).
8 «Non caritate consulendi, sed dominandi cupiditate» (Agustín, De civitate Dei XV, 7, 1).
9 «Boni quippe ad hoc utuntur mundo, ut fruantur Deo; mali autem contra, ut fruantur mundo, uti volunt Deo» (Agustín, De civitate Dei XV, 7, 1).
10 «Hoc peccatum maxime arguit Deus, tristitiam de alterius bonitate, et hoc fratris» (Agustín, De civitate Dei XV, 7, 1).
11 «Speravit invocare nomen Domini Dei» (Agustín, De civitate Dei XV, 21).
12 «In hoc mundo peregrinantis civitatis Dei totum atque summum in hac mortalitate negotium» (Agustín, De civitate Dei XV, 21).
13 «Illa autem, quae caelestis peregrinatur in terra, falsos deos non facit, sed a vero Deo ipsa fit, cuius verum sacrificium ipsa sit» (Agustín, De civitate Dei XVIII, 54, 2).
14 «Vera sacrificia opera sint misericordiae sive in nos ipsos sive in proximos, quae referuntur ad Deum» (Agustín, De civitate Dei X, 6).
15 «Hoc est sacrificium christianorum: Multi unum corpus in Christo. Quod etiam sacramento altaris fidelibus noto frequentat Ecclesia, ubi ei demonstratur, quod in ea re, quam offert, ipsa offeratur» (Agustín, De civitate Dei X, 6).