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Sacado del n. 03 - 2005

Recordando a don Luigi Giussani

Memoria de encuentros



por Don Giacomo Tantardini


Don Luigi Giussani con el papa Juan Pablo II

Don Luigi Giussani con el papa Juan Pablo II

Muchos recuerdos y pensamientos corren a mi mente y conmueven mi corazón haciendo más sencillo el silencio y la oración. Pero como es el director de 30Días quien me pide estas líneas, predomina el recuerdo del aprecio lleno de confianza que don Luigi Giussani sentía por Giulio Andreotti. En la entrevista al periódico La Stampa, como católicos en política «atentos al bien común y con competencia real y adecuada» Giussani citaba a «De Gasperi, La Pira, Moro y Andreotti». Era el 4 de enero de 1996, muchas cosas habían cambiado en los asuntos políticos italianos y también en los asuntos eclesiásticos de Comunión y Liberación (CL).

«MI SEMINARIO»
Escribo algunos recuerdos inolvidables, comenzando por su último gesto plenamente consciente cuando, aceptando morir por Cristo («Quiero morir por Cristo»), Giussani le pidió a Julián Carrón, el sacerdote que él mismo había llamado de España para guiar a CL, la absolución a su última confesión.
¡Qué gracia tan grande haberme confesado con Giussani y haber confesado a Giussani! Confesándonos como Jesús quiso, como la Santa Iglesia ha establecido, como nos enseñaron en el seminario de Venegono [seminario de la diócesis de Milán]. Sabía que me hacía muy feliz cuando decía «mi seminario». Sabía muy bien que era también el mío. Y que aquella enseñanza recibida, por la cual la Tradición de la fe católica podía compartir con simpatía la instancia moderna del sujeto, es decir, de la libertad, era la hipótesis positiva de la mirada al mundo de hoy. La enseñanza del seminario había confirmado simplemente las palabras que su madre dijo cuando acompañó al pequeño Luigi [Giussani] a la misa en la parroquia aquella mañana de marzo: «¡Qué bello es el mundo y qué grande es Dios!».
Giussani me contaba que monseñor Figini, su profesor de dogmática, el día antes de la ordenación sacerdotal, lo había llamado para decirle: «Te recomiendo sólo una cosa. Lee todos los días los periódicos». Luego, levantando la mirada sonriente hacia mí, me decía: «No. No me dijo: “lee”. Me dijo: “mira”». Y entonces le decía que yo también había conocido a monseñor Figini, cuando en el verano acompañaba a mi párroco a visitarlo en Culmine di San Pietro (pocas casas, situadas en un puerto de montaña a pocos kilómetros de mi pueblo). En aquella época era pequeño y solamente me llamaba la atención este anciano sacerdote que pasaba el verano en una casa parroquial de montaña donde aún no había llegado la electricidad. Más tarde me enteraría que a este sacerdote, que en las noches de verano leía a la luz del quinqué, Pablo VI le había pedido que corrigiera las primeras formulaciones de la doctrina sobre la colegialidad que iba a presentar a los padres conciliares. Más tarde me enteraría saber que a este sacerdote Giussani le había pedido el imprimátur para los primeros libros pequeños de GS (Gioventù Studentesca). Y Figini dio el imprimátur sin corregir ni una palabra. Añadiendo solamente que el descubrimiento de la palabra experiencia le iba a causar a Giussani sufrimientos e incomprensiones. Primero por la acusación de modernismo. Acusación a la que fácilmente se podía responder: bastaba el imprimátur de Figini. Luego, en los últimos decenios, muchos contrapondrían, quizás inconscientemente, experiencia y Tradición. Como si la experiencia cristiana no fuera «darse cuenta de la correspondencia entre el acontecimiento (y, por tanto, la doctrina con sus dogmas y mandamientos) y el corazón». Sonreía contento cuando le decía que esta definición suya de experiencia juzgaba y ponía fin a la gran controversia teológica entre tradicionalistas y théologie nouvelle del siglo pasado. En el fondo, este pequeño libro sobre la experiencia, con el imprimátur de Figini, retomaba lo que el apóstol predilecto había escrito sobre los «seductores que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne»: «Todo el que se excede y no permanece en la doctrina de Cristo, no posee a Dios. El que permanece en la doctrina, ése posee al Padre y al Hijo» (2Jn 7.9).
También de este modo se comprende la devoción sin igual que Giussani sintió por Montini. El arzobispo que con discernimiento evangélico fue el primero en reconocer «los frutos buenos» de su apostolado con los estudiantes. El Papa del Credo del pueblo de Dios, es decir, de la «proclamación auténtica del dogma, sine glossa, con claridad». «Nuestro Pablo VI», dijo delante de todos, durante uno de los últimos cursos de ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación.

«SE HACÍA LLAMAR JESÚS»
Me han dicho que, después de pedir la última absolución, mirando a los que estaban a su alrededor pidió que le cantaran Nosotros no sabemos quién era. Me han dicho que pidió varias veces que le cantaran esa canción también al enfermero que lo asistía en los últimos días de vida. ¡Cómo me ha conmovido reconocer esa gratuita proximidad, esa gratuita predilección, también en esta última petición! No era desde luego el canto más profundo ni metafísica ni culturalmente. Era simplemente el canto en el que el nombre más querido (la cosa más querida, por citar las palabras del starets ruso Juan) se repetía más veces: Jesús. «Se hacía llamar Jesús».
Y esto me lleva a uno de los primeros recuerdos que tengo de Giussani. A finales de los años sesenta. Una asamblea en el centro Péguy de Milán. Pregunta Giussani: «¿Qué es lo que nos pone en relación con Cristo?». Más o menos todas las varias respuestas decían: «La comunidad, la Iglesia». Y al final la respuesta de Giussani a la pregunta repetida de nuevo: «¿Qué es lo que nos pone en relación con Cristo? El hecho de que ha resucitado». Un seminarista, un sacerdote de la Iglesia de Milán no puede olvidar el anuncio «Christus Dominus resurrexit / Cristo Señor ha resucitado», que «la voz apostólica del sacerdote» (como dice el Exsultet ambrosiano) repite tres veces en la vigilia pascual. Si no hubiera resucitado, si no fuera Él vivo que gratuitamente se presenta a los suyos en su verdadero cuerpo, mostrándoles, por su gracia, su cuerpo visible, nuestra fe sería vana, como escribe Pablo (cf. 1Cor 15, 14.16) y la Iglesia sería un simple aparato, como escribe Giussani en Por qué la Iglesia.
Nosotros no sabemos quién era Nosotros no sabemos quién era, no sabemos quién fue, pero se llamaba Jesús. Pedro le encontró en la orilla del mar, Pablo le encontró en el camino de Damasco; ven, hermano, habrá un sitio, también para ti. María le encontró en la calle pública, Dimas le encontró en lo alto de la cruz; ven, hermano, habrá un sitio, también para ti. Nosotros le encontramos en la última hora, yo le encontré en la hora última; ven, hermano, habrá un sitio, también para ti. Ahora sabemos quién era, ahora sabemos quién fue; era aquel que buscabas, se hacía llamar Jesús.
«Se hacía llamar Jesús». Recuerdo cuando me habló del título que había sugerido dar al libro que recoge quizá las cosas más bellas que ha dicho. Me dijo: «Mira, me habían propuesto como título “L’affezione a Cristo” [El afecto a Cristo]. Pero yo sugerí “L’attrattiva Gesù” [El atractivo de Jesucristo]». Y también esta vez me miró y nos miramos conmovidos y agradecidos por la gracia de «una comunión de espíritu» (Flp 2, 1). «Comunión de espíritu» que quiso expresar ante todo el mundo con la frase: «El entusiasmo de la entrega es incomparable al entusiasmo de la belleza». Nuestro sí a Jesús nace efectivamente de la atracción que es Él. Y así es posible decir siempre sí, porque el sí coincide con una petición : «¡Ven!» (Ap 22, 17). Como cuando niños aprendimos a cantar en la comunión: «Querido Jesús, ven a mí, y une a ti mi corazón…» .
«Se hacía llamar Jesús». Un día sonriendo me dijo: «Mira, en el Paraíso tú estarás cerca de santa Teresita del Niño Jesús». Y yo riendo: «Si tú también estás cerca». Y luego añadió: «Cuando hiciste poner en la portada de 30Días su frase: “Cuando soy caritativa, es únicamente Jesús quien actúa en mí”, fue para mí como el inicio del fin, es decir, el inicio del Paraíso». Y quiso citar la frase de la pequeña Teresa de Lisieux ante todo el mundo en la plaza de San Pedro durante su último encuentro con Juan Pablo II: «Al grito desesperado del pastor Brand, en el homónimo drama de Ibsen (“Oh Dios, respóndeme en esta hora en que la muerte me traga: ¿no es suficiente, pues, toda la voluntad de un hombre para conseguir una sola parte de salvación?”) responde la positiva humildad de santa Teresa del Niño Jesús que escribe: “Cuando soy caritativa, es únicamente Jesús quien actúa en mí”».

«EL TESTIMONIO DEL HIJO DE DIOS»
Su última intervención pública fue leída en el telediario del segundo canal de la RAI el día de Nochebuena. Un texto en el que se entrelazaban oración, poesía y opiniones sobre la situación de la Iglesia y del mundo. Tres palabras brillan aún en mi recuerdo como chispas, por usar una imagen del libro de la Sabiduría (cf Sb 3, 7) tan querida por Giussani: «lo que deber quedar son las chispas: deben atraparse como luciérnagas en las manos de un niño».
La primera palabra: «Un Ser nuevo, germinó en ese lugar». Este germinó me recordó enseguida una frase que escribió Giussani en el lejano 1991 a un amigo común. Una frase de Heráclito: «La armonía oculta es más poderosa que la armonía manifiesta». Cristo es la flor de María. Cuántas veces un sacerdote ambrosiano, rezando el himno de Navidad de san Ambrosio, ha repetido: «Fructusque ventris floruit / Y el fruto de tu vientre floreció».
Segunda palabra: «Todo procede de Él, pero aquí predomina la novedad, una nueva vida». En el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, para nosotros predomina su humanidad. Predomina el hecho de que Aquel que es eterno, permaneciendo eterno, comenzó a existir en el tiempo. Recuerdo al buen Augusto Del Noce que decía (y lo ha escrito) que en la teología de Giussani predomina el tiempo sobre la eternidad. Si el Hijo de Dios no hubiera asumido nuestra humanidad, si no hubiera hecho en el tiempo gestos de un instante que pasa, los dos ciegos de Jericó no lo habrían oído pasar, y tampoco nosotros habríamos gritado con ellos: «Transit Iesus ut clamemus / Pasa Jesús para que podamos pedir». Dice san Agustín.
Tercera palabra: «En el recuerdo y la memoria de ese Hecho, el testimonio del Hijo de Dios aparece cada vez con más fuerza…». Su testimonio (cf. 1Cor 1, 6). Y en seguida me recordé de aquel 19 de marzo de 1979, en el aula magna de la Universidad Lateranense de Roma, cuando Giussani trazó toda la historia de GS y de CL para llegar a un punto «del hoy y del mañana», a un punto «último»: «Hacemos presente a Cristo mediante el cambio que Él obra en nosotros. Es el concepto de testimonio». Estas palabras, dichas pocos meses después del comienzo del nuevo pontificado, confirmaban y anticipaban el camino de la vida de un pobre cristiano. Como las palabras del Salmo tan queridas: «Me callo ya, no abro la boca, pues eres tú el que actúas» (Sal 39, 10). Como las palabras de Giussani cuando cumplió 80 años: «Lo que sucedía, mientras sucedía, suscitaba estupor, ya que era Dios quien lo llevaba a cabo haciendo de ello la trama de una historia que acontecía –y acontece– ante mis ojos».
La incredulidad de Tomás, Caravaggio, Bildergalerie, Potsdam-Sanssoucis

La incredulidad de Tomás, Caravaggio, Bildergalerie, Potsdam-Sanssoucis

En Nochebuena las últimas palabras públicas de Giussani. En verdad, sus últimas palabras a todos son las de la intención de la santa misa del 11 de febrero, aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación, pocos días antes de que la enfermedad se agravara: «Acordémonos a menudo de Jesucristo, porque el cristianismo es el anuncio de que Dios se ha hecho hombre y solamente viviendo lo más posible nuestras relaciones con Cristo nosotros “corremos el riesgo” de hacer como Él».
Las palabras de Giussani confortan la vida. Y cuando en estos días el Señor nos hace rezar por él y con él, no es tanto el recuerdo de las palabras como la renovación de aquella conmoción que surcaba la cara de lágrimas porque reconocíamos y amábamos la misma presencia. No se quemaba la distancia entre su caridad y mi pobreza, pero la misma gracia nos abrazaba a los dos. Qué verdaderas eran en aquellos momentos las palabras de santo Tomás de Aquino: «Gratia facit fidem / La gracia crea la fe». Esas lágrimas eran lágrimas de alegría («Habet et laetitia lacrimas suas / También la alegría tiene sus lágrimas», san Ambrosio), lágrimas de un mismo reconocimiento («Lacrimae confessionis /Lágrimas de reconocimiento», san Agustín).
Giussani murió el 22 de febrero, día en que la liturgia romana recordaba la Cátedra de Pedro. En el breviario se leían estas palabras de León Magno: «Las puertas del infierno no pueden impedir este reconocimiento de la fe que escapa incluso a los vínculos de la muerte. En efecto, este reconocimiento eleva al cielo». Yo, por gracia como niño que mira preguntando. Tú, que ahora ves cara a cara, en la gloria, a Aquel que me has ayudado a reconocer y amar. Así cara a cara ahora puedes obtener de la Virgen, como me dijiste en uno de nuestros últimos encuentros para confirmar mi frágil esperanza, que se manifieste como Reina no sólo del cielo, sino también de la tierra.


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